El viento ha cambiado.Desde que dejan atrás los últimos riscos del paso de Eiran, Alejandro lo siente. El aire ya no huele a pinos ni a tierra húmeda. Ahora huele a hierro, a sangre anticipada. Hay un hedor sutil que parece emanar de la propia tierra.Esa noche, mientras el campamento de Elyndor duerme con sus centinelas alertas, una niebla espesa comienza a deslizarse entre los árboles. Nadie la ve llegar. Nadie la oye susurrar.Pero pronto, cada antorcha que toca se extingue. Cada caballo resopla nervioso, golpeando los cascos contra el suelo. Un murmullo, como miles de voces lejanas, flota en el viento, susurrando en lenguas olvidadas.Eleonora es la primera en sentirlo.Despierta de golpe, sudorosa bajo su manto de viaje. Su mano instintivamente busca el mango de su espada, aún antes de comprender por qué su corazón late como un tambor de guerra.—Alejandro —susurra, saliendo de su tienda.Él ya está afuera, completamente vestido, espada desenvainada, con la mirada clavada en la
El ejército liderado por Alejandro, Eleonora y los generales de Elyndor y Meridial siguen avanzando. Desean terminar con esta guerra lo antes posible, pero para esto deben acabar con los enemigos que aún no se enfrentan directamente.Pronto se encuentran con varios escuadrones que sin mediar palabra comienzan el ataque.Varias horas de lucha han transcurrido. Los soldados de Elyndor y Meridial, aliados en esta campaña desesperada, luchan codo a codo. Las filas de ambos reinos retroceden lentamente bajo el empuje implacable de los hombres de Borania y Lirven, que parecen inagotables.Eleonora apenas siente los golpes que repelen sus brazos, apenas oye los gritos de los heridos. Su mundo es acero y muerte.Ve a Sir Caden, uno de los mejores capitanes de Meridial, caer atravesado por una lanza negra. Un joven soldado de Elyndor, recibe un golpe brutal que lo deja inconsciente en el lodo.La línea tiembla.—¡No retrocedan! —grita Alejandro— ¡Por Elyndor!Pero los soldados están exhaustos.
Lo que ayer fue un infierno de sangre y acero, hoy es un cementerio silencioso. Los cuerpos que aún respiran se mueven apenas, aferrándose a la vida con la terquedad de los condenados.Eleonora camina entre ellos, con las manos manchadas de barro y sangre, la mirada encendida de determinación.Alejandro la acompaña, sosteniendo vendajes, dando órdenes breves y certeras a los hombres que aún tienen fuerzas para obedecer.—A este... presión en la herida —murmura Eleonora, arrodillándose junto a un soldado que gime, delirante.De su bolsa extrae las ramas que Brígida le entregó antes de partir. Son delgadas, de un verde oscuro, con un aroma fresco que inunda el aire cuando las rompe en dos.Recuerda las instrucciones: mezclarlas con agua limpia, aplicar la savia sobre las heridas.Sin dudar, lo hace.El soldado deja de temblar. Su respiración se estabiliza.—¿Qué es eso? —pregunta Alejandro, observándola.—Remedios de Brígida, me las dió para estos casos —responde Eleonora, sin mirarlo—.
No alcanzan a recuperarse del todo, cuando una nueva batalla ha llegado, y esta vez, no hay tregua ni compasión. El enemigo se lanza sobre las tropas de Elyndor como un torbellino, hambriento de destrucción.Eleonora lucha a su manera, desde el corazón mismo del campo de batalla. Se tira de su caballo para enfrentarse cuerpo a cuerpo con hombres que casi doblan su tamaño, pero su destreza la ayuda a permanecer con vida.En los últimos días, ha estado a punto de desfallecer, porque nada es suficiente, sus ramas sanadoras no alcanzan para todos. Sus palabras de poder no detienen las flechas. Su fe no puede resucitar a los que caen a su alrededor.Cada grito de dolor es una puñalada en su alma.Cada soldado que muere, un peso en su pecho.Alejandro, con espada en mano, defiende su tierra, defiende a su reina, a su amor. Pero incluso él, fuerte como el acero, comienza a sentir el desgaste.El enemigo es demasiado numeroso. Demasiado implacable.Sabe que no debe perder la fe, sin embargo,
El viento sopla fuerte en las llanuras. Las banderas de Elyndor, Caelvar y Thandor ondean como una sola. Tres naciones, ahora unidas bajo un mismo propósito: no solo sobrevivir, sino vencer y conquistar.No basta con resistir. Ahora es el tiempo de avanzar. De tomar lo que el enemigo quiso arrebatarles. Y así, bajo un cielo gris que promete tormenta, el ejército se pone en marcha hacia Borania.Borania, orgullosa y antigua, aguarda tras sus murallas de piedra negra. Sus soldados son fieros. Su rey, un hombre joven pero astuto, no se rinde fácilmente.Cuando los exploradores traen noticias del número y preparación del enemigo, Alejandro escucha en silencio, los labios tensos en una línea sin expresión alguna.Eleonora, a su lado, siente el peso del futuro en sus hombros.—No será fácil —dice Felipe, consultando los mapas extendidos sobre la mesa improvisada—. Están bien armados. Y han recibido refuerzos de Lirven.—No importa —responde Alejandro, con voz firme—. No hemos llegado hasta
El amanecer sobre Lirven no trae esperanza.El cielo está cubierto por un velo de nubes oscuras, pesadas, como si la misma naturaleza se rehusara a presenciar lo que está a punto de suceder.Alejandro y su gente observan la ciudad desde una distancia prudente. Más allá de esas piedras antiguas y resistentes, yace el último obstáculo antes de la paz. Más allá, yace también el peligro más letal de todos. No encontraron obstáculos en el camino, así que temen que les espere un brutal recibimiento.Alejandro, montado en su corcel de guerra, recorre las filas en silencio. Su mirada es afilada. Cada músculo de su cuerpo tenso, preparado para la brutalidad que se avecina. A su lado, Eleonora permanece firme, aunque en su interior una tormenta de ansiedad golpea su corazón.Ellos saben que esta no será una batalla rápida. Ni limpia. Será un baño de sangre. Una lucha por cada pulgada de tierra. Una prueba final de resistencia.Cuando el cuerno de guerra suena, el mundo parece contener el alient
El suelo tiembla bajo los cascos de los caballos. Francisco de Gálvez salta de su montura, la pesada armadura crujiendo con su movimiento.Su mirada está clavada en Felipe, que yace indefenso sobre la tierra empapada de sangre.Sin demora, levanta su espada, listo para asestar el golpe final.Su rostro es una máscara de odio puro.No grita, no habla. Solo actúa, impulsado por una furia que ha superado incluso su propia voluntad.La espada brilla en el aire.Todo parece ralentizarse en ese instante.La hoja desciende, buscando el corazón de Felipe.Pero un grito cortante rasga el bullicioso estruendo de la batalla.—¡No!Eleonora, como un relámpago, surge entre los combatientes.En sus manos, su espada reluce, temblando de determinación.En un movimiento desesperado y certero, encuentra una rendija entre las placas de la armadura de Francisco —un pequeño espacio olvidado en su ambición por la victoria— y hunde su espada hasta la empuñadura.El filo atraviesa carne y costillas con un so
El sol apenas comienza a elevarse sobre los escombros de Lirven, teñido de rojo por el humo y la sangre aún fresca. Las banderas de Elyndor ondean sobre las torres resquebrajadas, y el aire, aunque libre de gritos, todavía huele a dolor.Los soldados gritan con júbilo, felices de haber ganado una guerra y haber sobrevivido a tantas batallas, sin embargo, Eleonora, siente el peso de esta guerra sobre sus hombros. Cada muerte de los suyos o de los contrarios, fue una vida humana que se perdió y esto duele. No obstante, también está la satisfacción de seguir con vida y al lado de su gran amor.—Alejandro —dice ella con firmeza, la voz baja pero cargada de urgencia.Él gira el rostro hacia ella y sus ojos se encuentran. Sonríe ampliamente, orgulloso de la mujer que tiene a su lado.—¿Qué sucede? —pregunta, percibiendo de inmediato que algo está mal.Eleonora traga saliva. No es fácil contar lo que viene. Su cuerpo aún tiembla por dentro. El recuerdo del momento en que atraviesa a Francis