Ciel intentó alejarse, pero Ian la sujetó del brazo antes de que pudiera cruzar la puerta. Su agarre era firme, casi suplicante.
—No des un paso más —murmuró, con la voz quebrada—. No después de todo esto.
Ella giró para mirarlo. Sus ojos, húmedos por el llanto, reflejaban una mezcla de rabia, miedo… y algo más que la confundía.
—¿Por qué no me dejas ir? —preguntó con un hilo de voz.
Ian bajó la mirada, respiró hondo y luego la encaró otra vez.
—Porque no quiero perderte.
Ciel rió con amargura.
—¿Perderme? ¡Nunca me tuviste, Ian!
Él dio un paso atrás, como si sus palabras fueran un golpe físico. El silencio los envolvió, roto solo por el rugido distante de la tormenta que azotaba los ventanales.
—Entonces explícame —susurró Ian, dando un paso hacia ella—, ¿por qué cuando me miras, tiemblas, pero no de miedo?
El corazón de Ciel se detuvo por un instante. Quiso responder, pero no encontraba las palabras. No podía negar lo que sentía, aunque todo en ella gritara que debía hacerlo.
—Eso n