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El silencio que siguió a la batalla era casi insoportable.

El aire olía a ozono y a ceniza. Los muros de la fortaleza todavía vibraban con el eco de la energía liberada por Ciel.

La luna se alzaba pálida sobre los restos del campo, bañando todo con un resplandor plateado que parecía ajeno a la destrucción.

Ciel se mantenía en pie, pero su cuerpo temblaba.

La sangre híbrida seguía brillando débilmente bajo su piel, como un fuego que se negaba a apagarse.

Su respiración era irregular, y el temblor de sus manos delataba el precio del poder que acababa de usar.

Jordan se acercó primero, con paso firme pero el rostro tenso.

—No debiste hacerlo —dijo con voz contenida, como si temiera romper el frágil equilibrio que quedaba.

—No había otra forma —susurró Ciel, sin mirarlo—. Si no los liberaba, habrían seguido sufriendo.

Ian llegó detrás, cubierto de sangre seca, los ojos aún encendidos por la batalla.

—Y si en el proceso te perdías tú —replicó—, ¿quién los habría salvado entonces?

Ciel alzó
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