El demonio de mármol
El demonio de mármol
Por: Leonel Sarpa
EL DEMONIO DE MARMOL 1

Hacía tres años que no tomaba unas bien merecidas vacaciones. Aprovechando la ocasión de que la empresa se remodelaba cambiando las oficinas a otro lugar, le pedí a mi jefe unos días libres para realizar un viaje que venía planeando desde hacía muchísimo tiempo. Fui al banco y saqué la mitad de todo el dinero que tenía, cogí el pasaporte, los boletos y me dirigí al aeropuerto.

  Allí tomé un avión directo a España para disfrutar de una de mis pasiones, la corrida de toros; pero como esta experiencia no forma parte del propósito de mi relato, no voy a profundizar en mis andadas por la península ibérica. Solo les diré que si gustan de este deporte tanto como yo, no pueden decir que han visto una plaza si no viajan a España. En el mío también se practica, pero lo que se vive en las plazas de allí no tiene comparación, es casi como asistir a un partido de futbol de la final de la copa del mundo. El ambiente es lo mejor y lo que más acentúa la diferencia, lo otro es la destreza y coraje que tienen los matadores.

  No es que en otros lugares no existan buenos toreros y bravos toros, es algo que no tiene explicación. Es como un concurso de tango, puede ganar alguien de cualquier país, pero nadie va a bailar como un argentino, es algo que se lleva en la sangre. Con los toros sucede lo mismo, no importa cuánto entrenes o te dediques al oficio, puedes llegar a ser el mejor, pero no será lo mismo verte a ti que ver a un torero español.

  En la continuación de mi viaje me dirigí a Italia, país que alberga varias de mis pasiones favoritas. Primero quería visitar las catatumbas y luego ir al

majestuoso coliseo, donde tanta sangre fue derramada en servicio de la diversión de los más adinerados y del populacho. Era como viajar en el tiempo sin ninguna de las máquinas inventadas por mentes imaginativas en los relatos antiguos. Casi se podía oler la sangre de los gladiadores luchando por su vida. El suelo temblaba con los gritos del público que le pedía más entrega en la batalla a sus ídolos. Se sentía el miedo a la muerte y el valor de la vida caminando por esos pasillos ahora descubiertos, en busca de la eternidad o de la vergüenza de caer derrotado, única alternativa a la victoria.

  Visité los dos lugares y mis expectativas fueron superadas en todos los sentidos. Jamás imaginé las sensaciones que producía en el espíritu estar en estos sitios en lugar de verlos en un libro. La humedad, la textura de las piedras, el olor del aire impregnado de historia. Pero aquí tampoco se desarrolla el motivo de mi narración.

  Lo que les deseo contar es algo más personal, más relacionado con los misterios que rodean al ser humano, algo que no aparece en las guías para turistas por miedo a que los visitantes se alejen y no regresen nunca. Esta historia la escuché de boca de un anciano y fue, por cierto, la experiencia que más me marcó en el viaje y quizás en toda mi vida. Un relato contado a media voz, al abrigo del fresco del mediterráneo con una tenue y titilante luz proveniente de una estufa de piedra, donde un fuego dormitaba amenazando con dejarnos a oscuras a cada instante, pero que no se extinguía nunca, resurgiendo cada cierto tiempo de sus cenizas casi muertas, como si tampoco se quisiera perder el relato, atento y temeroso de saber el final.

  Mi padre había muerto hacía cuatro meses. Mi madre ya le esperaba  cinco años atrás. La casona donde vivían y donde yo pasé toda mi feliz infancia quedó deshabitada. A petición de ambos no la vendí ni la renté. Estaba dispuesto a vivir allí y abandonar el moderno apartamento que compré en la ciudad. Entonces, después de remodelar la casa y modernizarla un poco, emprendí el viaje para conseguir un sueño largamente ansiado para mí.

  Quería en el mismo centro del patio interior y lugar donde yacían mis progenitores, colocar una bella estatua de mármol, quitando la vetusta, irreparable y dañada fuente de agua que aún existía sin que brotase de ella el vital líquido desde hacía mucho tiempo. Así que tomé vacaciones y me dirigí con destino final a un pueblo de Italia, cuyo nombre no diré a causa de los hechos que allí sucedieron y que podrían dañar la reputación bien ganada por sus habitantes de ser un bello y tranquilo destino.

  El lugar en sí me fue recomendado por unos amigos en una cena de negocios, donde les plantee mi propósito de remodelar el enorme patio interior de la casa recién heredada de mis padres. Para recordarlos y honrarlos quería adornar el lugar con una escultura digna del amor que sentía por ellos.

  Al llegar al pueblo después de pasar por España y Roma, me sorprendió agradablemente su tranquilidad. Esperaba un lugar lleno de polvo, con un ruido incesante de martillos y cinceles. En cambio, era sumamente limpio y ordenado, producto seguramente de la famosa laboriosidad de las mujeres de estas tierras. Aquí los hombres trabajan duro para traer dinero a la casa, pero las mujeres no se quedan detrás. Se levantan desde muy temprano y no paran hasta ya entrada la noche, haciendo todo tipo de labores domésticas y después, en no pocas ocasiones, corren donde los maridos a ayudarles en su trabajo y codo a codo se ganan su respeto y admiración

Esto da como resultado una generación tras otra de mujeres sanas, hermosas y fuertes, que dejan su vida por su familia y reciben a cambio el amor y la paridad merecida dentro y fuera del hogar.

  Pude ir de inmediato al lugar que me interesaba, pero preferí primero buscar alojamiento. Lo encontré enseguida, pues el pueblo tiene solo un hostal donde se hospedan casi todos los turistas que llegan allí.

  El lugar es bello y acogedor, tanto que esperé dos días enteros para comenzar mi nueva aventura, aprovechando que me sobraba el tiempo y recobrando fuerzas o quizás alargando a propósito mi estadía en ese sitio tan fantástico a la orilla del mediterráneo, comiendo queso fresco y bebiendo buen vino, en la compañía muy agradable del personal y de los clientes. Cuando ya estaba familiarizado con el lugar me encaminé a una especie de fonda que estaba en la dirección de mi interés, situada en la cima de una suave colina y que dominaba los únicos dos caminos existentes por allí. Tenía dos mesas y cuatro sillas en las afueras del negocio a la sombra de un antiquísimo olivo. Me senté un poco sofocado por la caminata y un señor de unos sesenta años vino hacia mí, vistiendo un pequeño delantal blanco que restregaba entre sus manos, ropa holgada oscura, zapatos mocasines y una gorra típica, de la cual me imagino que cada habitante tendrá una colección.

  —Buongiorno -me dijo sonriendo e inclinando el torso un poco, en señal de respeto y de bienvenida.

  —Buongiorno -respondí tratando de imitar su sonrisa, lo que era imposible. Nadie sonríe con la amabilidad de un italiano. En esta tierra te abren los brazos y el corazón con una sinceridad que parece falsa, hasta que descubres que pueden ser tan vengativos y violentos como una osa grizzli en celo, pero ambos extremos los llevan a cabo sin una pisca de hipocresía. Te acogen como familia y te cuidan y te defienden como gladiadores, pero si los traicionas de algún modo, se cierran de tal manera y te odian tanto, que ese odio puede trascender por muchas generaciones.

  Así te puedes encontrar numerosas familias fundidas en lazos de amistad y sangre desde los tiempos de Jesús, o familias que se odian a muerte por cosas que hicieron sus tatarabuelos y que han pasado de padres a hijos en el tiempo, convirtiéndose en leyendas.

    — ¿Parla la lingua spagnola?-pregunté lo mejor que pude.

  —Por supuesto mio signore, ¿desea algo para tomar, comer, o ambos?

  —Puede darme algo ligero para comer y una botella de vino.

— ¿Desea algún tipo en particular?

  —La que usted escoja, por favor. Seguramente será perfecta.

  El hombre se irguió cual alto era y contuvo la respiración, adoptando un aire de satisfacción, me sonrió orgulloso y se retiró alegremente. No intentaba ser adulón, pero me había ganado un buen servicio con mi comentario y seguramente rechazaría la propina, aunque solo dije la verdad. Aquí todos los vinos son excelentes y todos los habitantes son expertos catadores, ofertando siempre la mejor combinación de licores y comidas, no por gusto la gastronomía mediterránea está considerada de las mejores del mundo.

  Dejé la fonda satisfecho, de buen humor y con toda la información que buscaba.

  Los talleres de los escultores quedaban un poco más abajo que el pueblo, ocultos a la vista por una suave pendiente que servía también de escudo natural contra los residuos del trabajo con la piedra.

  Toda la arena producida por la talla terminaba en la orilla de una playa blanca, dueña de un muelle que recibía pequeños barcos y barcazas transportadoras de grandes bloques de mármol y suministros frescos como pescado y frutas.

  Parecía que había viajado en el tiempo. Si no fuera por las sierras eléctricas que cortaban los bloques en otros más pequeños, hubiese jurado ver, desde el estrecho y descendente camino que me llevaba a la orilla, la figura de Miguel Ángel escogiendo entre la piedra dispersa la que se convertiría en su próxima obra de arte.

  Me recibió uno de los aprendices y, después de escucharme y reflexionar un rato, como valorando quién sería el artista que mejor se ajustaba a mi pedido, me condujo por entre una serie de talleres donde se trabajaba frenéticamente. Se podían ver bustos, corceles, cuerpos humanos, dioses, guerreros y cuanta figura existiese en la tierra o en la imaginación humana. Estaban donde quiera, en el piso, sobre mesas, acostadas, en pedestales. Algunas ya terminadas, otras rotas y abandonadas. También abundaban las esculturas que más me impresionaron mi imaginación, que eran las recién comenzadas, cuando las figuras salen poco a poco de la piedra, como si se separaran de la materia inerte y tomaran vida, quedando atrapadas en medio de un portal entre dos mundos. Sentí pena por ellas, viviendo ese martirio hasta que las manos hábiles del artista las empujara de una vez y cayeran de este lado del abismo, donde serán admiradas durante años o quizá siglos, ignorando que vivieron en un mundo duro y frio, sepultadas bajo la montaña.

  Pasamos por un laberinto de talleres sin llamar la atención de nadie hasta llegar a nuestro destino. El lugar no era diferente al resto y los artesanos tampoco, un hombre delgado trabajaba encorvado sobre un bloque de mármol, el muchacho le llamó por su nombre y se volteó, visiblemente molesto por la interrupción.

  Todos los verdaderos artistas que son interrumpidos mientras trabajan se molestan, si alguna vez se encuentra con alguno que no lo hace no se preocupe en mirar su obra. El ejercicio del arte es sumamente solitario y tremendamente egoísta. El artista crea un vínculo único con su obra, un vínculo que va muchas veces más allá de lo entendible para el simple espectador.

  Cuando miramos una escultura, un cuadro, escuchamos una sinfonía o cualquier otra expresión artística, ni siquiera sospechamos la conexión que existe entre ella y su autor, cuántas horas o días pasaron juntos, cuánto trabajo, sudor, hambre y hasta sangre comparten obra y creador.

  Los grandes artistas muy a menudo sacrifican juventud, matrimonio, hijos, vida, a cambio de alcanzar lo que para ellos es la perfección, que no es más que hablar mediante su arte, expresar lo que sienten a través de lo que crean, algo que se dice fácil pero que muchas veces no se consigue en una sola vida. En esta búsqueda angosta y difícil se sumerge un artista cuando decide entregarse a su arte, trabajando como un esclavo, alimentándose mal, durmiendo poco, solitario e incomprendido, transformando incluso su carácter, convirtiendo a casi todos ellos en personas serias y oscas.

  Muchos los tildan de excéntricos y tontos, pero muchas veces son solo víctimas de su amor desmedido y de su deseo de perfección. Hay artistas que, después de acabar sus obras se reúsan a venderlas, otros las guardan

como joyas y solo la disfrutan cuando están a solas, otros incluso las destruyen. Ejemplos sobran de artífices que se encierran en un cuarto y no salen hasta haber terminado la obra que los absorbe.

  Estos vínculos crean personas diferentes al resto, quien no lleva en el alma el don de crear no puede comprender. No saben que, como seres humanos nacieron para amar, solo que el interés de su amor no es por otra persona, sino por el arte.

  Por eso, cuando se encuentren con un artista, no lo interrumpan si está trabajando y si tienen que hacerlo, se darán cuenta si es bueno cuando se enfada.

  El hombre me extendió una mano que había tomado de la piedra su textura y su dureza, apretó la mía sin compasión mientras me decía su nombre. Conversamos en mi idioma durante media hora, acordamos los términos del negocio, la obra que quería, el tamaño, el precio y el tiempo que demoraría en confeccionarla, la calidad estaba garantizada, a tal punto que se ofendió cuando puse en tela de juicio esa cuestión y tuve que disimular y convencerlo de que me había expresado mal. Parte del contrato verbal que hicimos incluía una cláusula que me impedía ver la obra hasta que estuviese terminada.

  Al artista no le gustaba para nada que los clientes vieran el trabajo a medias, algo muy común, casi universal diría yo. Las personas que merodean a los artesanos rara vez aportan algo positivo y al contrario, son muy molestas preguntando esto o aquello, importunando al que trabaja y disociándolo de su obra, a la cual hay que prestarle toda la atención y poner los cinco sentidos en ella, de lo contrario el resultado no será el mismo. Cuando se hace arte, ésta te anula, te enajena de todo, te quita el hambre,

el sueño, el deseo sexual, se apodera de uno en una batalla donde ambos se golpean hasta desfallecer. Si gana la obra el artista será siempre un mediocre; si triunfa el artista, su trabajo será invariablemente una obra maestra. Luego está el asunto de si es valorada o no en su justa valía, lo cual no es realmente importante.

  Cuánta obra no se desdeñó en un momento y, después de años o siglos, se le aclamó como una maravilla. Eso lo saben todos los que se dedican a crear, por eso no existe nada que se compare con el sentimiento que embarga a un artista cuando termina su trabajo y lo contempla satisfecho. Si sabe que se entregó en cuerpo y alma a su creación, nada le importa si otro lo valora o lo desprecia. Él sabe que lo logró y eso le bastará.

  Así que dejé al hombre con su trabajo y me dispuse a llenarme de paciencia y disfrutar del resto de las atracciones lugareñas durante el mes que duraría en terminar mi magnífica escultura de mármol blanco, una que un cliente insatisfecho abandonó y que ya estaba a medio hacer, por lo que me costó más barata de lo planeado.

  Además, su significado encajaba perfectamente, pues estaba destinada a adornar el patio y a honrar la memoria de mis padres, que descansaban para siempre en dicho espacio a pedido expreso de ellos como ya dije.

  No me fui directamente a la hostelería donde estaba hospedado, sino que decidí pasear un poco por los talleres y conocer este pequeño mundo, que parecía haber sido arrancado de otro tiempo y puesto aquí por obra de un poderoso hechizo.

  Recorrí todo el lugar que era bastante extenso bajo la mirada de mi guía, a quien atiborré de preguntas que se vio obligado a contestar por la generosa propina que le di.

  No obstante, cuando ya casi terminaba el paseo, mis ojos vieron una enorme caja, junto a la cual nadie pasaba.

  Por el tamaño y el lugar que ocupaba, era lógico pensar que era uno de los talleres, aunque estaba cubierto completamente por lonas negras, amarradas entre si y sujetadas al suelo por estacas metálicas, enterradas profundamente. Se veían cruces de todos tipos y tamaños, rosarios colgando de los clavos o carteles con oraciones recostados a la construcción.

  Un aire de abandono y desasosiego rodeaban el lugar. Los dos talleres a ambos lados estaban abandonados y casi destruidos, de una ojeada se podía adivinar que nadie había estado en ellos durante muchos años. Los que pasaban cerca evitaban mirar directamente hacia la mole obscura y siniestra, apresurando el paso y haciendo la señal de la cruz al pasar por delante de la misma. Intenté acercarme, pero mi guía me sujetó fuertemente por el brazo y tiró con tal fuerza que casi me rompe el traje. Al mirarlo, la expresión de su cara bastó para convencerme de quedarme donde estaba.

  La sangre escapó de su piel semejándola a la de un muerto, los ojos se le salían de las órbitas y suplicaba con la mirada que cejara en el intento de acercarme al lugar. Su mano crispada, sujetando mi brazo, transmitía un frío sepulcral a través de la tela. Se negó a comentarme nada al respecto después que salimos de allí. Casi le ruego que saciara mi curiosidad, pero estaba tan excitado que luego de llevarme a la entrada se sumergió nuevamente en el laberinto de talleres sin despedirse siquiera y sin pronunciar palabra. Por mi parte me causó tal impresión el momento que acababa de vivir, que me persiguió durante el resto del día una pesadez en el estómago y todavía me afligía al momento que sirvieron la cena en el hostal.

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