6. Ser Sincero

Emily no dejaba de estar nerviosa. Le parecía mentira todo lo que estaba pasando y, aunque se repetía que era tan real como el aire que respiraba, estar sentada en ese momento junto a Ethan se sentía surrealista. Por más que lo intentara, nada parecía encajar en su cabeza. Su corazón latía tan rápido que le dolía el pecho, y la sensación le recorría los brazos y la espalda.

No dejaba de frotar sus manos contra sus jeans. Las palmas le sudaban como nunca antes, y cada movimiento hacía más evidente su inquietud. Sabía que estaba mal tener sentimientos por ese hombre, sabía que era un error absoluto, pero el corazón no era obediente. No con Ethan. No con la manera en que él respiraba, hablaba o la miraba sin darse cuenta.

—¿Te duele separarte de Dahia? —pregunté con la voz más suave y clara que tenía, porque los nervios me estaban traicionando y no sabía si podría sostener esa pregunta sin temblar.

Me odié al instante.
¿Por qué había dicho eso?

Era la pregunta más estúpida del universo. Sabía que no tenía derecho a entrometerme en algo tan íntimo, tan reciente. Pero si no lo preguntaba, la duda me iba a perforar el pecho.

—Por favor, dime la verdad y no me mientas —agregué, intentando sonar firme, aunque por dentro estaba suplicando no escuchar una respuesta que me destruyera.

Escuché el suspiro que soltó Ethan, largo y cargado de una melancolía que me heló la sangre. En ese momento sentí que todo estaba perdido. Era obvio que no iba a hablar conmigo sobre algo tan doloroso. Claro que no lo haría. ¿Quién era yo para pedirle eso?

Pero para mi sorpresa, lo hizo.

—No te mentiré, Emily. Sí me ha dolido… y me está matando por dentro —confesó con una honestidad cruda—. Porque de verdad la amaba. Pero la traición es algo que no perdono.

No pude evitar mirarlo. Todo mi cuerpo se tensó, mis ojos se quedaron fijos en él, buscando alguna contradicción que me permitiera respirar. Pero lo que vi en su mirada no me gustó para nada: detrás de esa dureza y esa determinación había un hombre roto, un hombre que todavía amaba, que aún no sabía cómo dejar de hacerlo.

—De verdad hice todo, hasta lo imposible, para hacerla feliz. Para que fuera la mujer más valorada del mundo. Pero al parecer… —Ethan apretó las manos con frustración— solo soy un pobretón que no puede darle la vida que merece.

Cuando dijo eso, volteó a mirarme. Y su mirada se encontró con mis ojos llenos de lágrimas que no pude contener. Vi cómo su expresión cambiaba un segundo, como si acabara de golpearse a sí mismo en su interior. Hasta ese instante entendió mis sentimientos, algo que tal vez había preferido no ver. Pero no podía hacer nada. Solo decir la verdad.

—¿De verdad te vas a divorciar? —pregunté temerosa, aunque ya sabía la respuesta.

—Claro que sí. Ella ya eligió. Aunque la ame, la traición no es algo que pueda perdonar. Quise ponerla a prueba un tiempo… pensé que de verdad me amaba. Pero ahora sé que este matrimonio solo fue una burla para ella.

Sus palabras me atravesaron. No debería dolerme algo que no era mío, pero dolió. Él la amaba. Y yo… ¿qué podía competir con eso? Nada. Absolutamente nada.

El silencio se apoderó del auto. Ethan se quedó mirando algún punto perdido más allá de la carretera, recordando a Dahia, perdiéndose en recuerdos que no me pertenecían. Yo estaba a su lado, sentada, encorvada sin darme cuenta, dejando que mi cabello cayera sobre mi rostro como un escudo inútil.

Él notó mi postura. Notó que había dicho demasiado. Emily no tenía la culpa de nada.

—Lo siento, Emily… sabes que a veces soy muy directo —murmuró.

Y sí, no mentía. Ese era su modo de ser. Un pequeño error de cálculo, como él mismo pensaría, fue creer que Dahia podía ser diferente. Cuando el recuerdo de lo que vio en aquella habitación volvió a su mente, sus puños se apretaron con fuerza.

Yo noté cómo tensaba los nudillos, blancos de la presión. Sin pensarlo, llevé mis dedos sobre su mano, tocándola con suavidad.

—Te puedes hacer daño… —murmuré.

Esa voz que usé… incluso a mí me sorprendió. Pero para Ethan, sonó como una melodía inesperada. Y se relajó.

Mientras tanto, en la otra casa, Dahia estaba con Lourdes, esperando que Dael enviara a algunos ayudantes para ellas.

—Hija, por fin vamos a vivir como dignas mujeres de la alta sociedad —dijo Lourdes, más entusiasmada que su propia hija. Siempre había querido ese estilo de vida, uno que su propio marido no le pudo dar. Axel tenía un pequeño negocio, nada despreciable, pero insuficiente para una mujer como ella.

Porque Lourdes sí lo amó… al menos a su manera torpe y posesiva. Pero no pudo enamorarlo. Nunca lo logró.

Cuando Axel conoció a Emma, supo que todo estaba perdido. Se enamoró de ella perdidamente, con una fuerza que Lourdes nunca pudo igualar. La vida los separó un par de años, pero ni el tiempo ni la distancia hicieron que Axel olvidara a la mujer que amó.

Un día, sin decirle nada a nadie, tomó un vuelo a Colombia. Fue a buscar a Emma. Y cuando la encontró, supo que jamás podría vivir sin ella. Lourdes vio todo ese amor transformarse lentamente en odio. Un odio que sangraba cada vez que veía a Emma.

Y cuando se enteró del embarazo de Emma, su rabia se desbordó. Hizo lo imposible por arruinarlo, por hacerla perder al bebé. Pero nunca tuvo oportunidad. Ella y Axel tuvieron a la niña en Colombia, y Lourdes solo pudo observar desde lejos cómo se formaba la familia que siempre quiso para sí misma.

El odio no se detuvo. Pero el amor que sentía por Axel tampoco. Una mezcla tan tóxica que la devoró por dentro.

Con el tiempo, Axel y Emma se casaron por lo civil. Lourdes no fue invitada, por supuesto. Y hacía apenas poco tiempo, habían tenido su boda por la iglesia. Un golpe más que ella no pudo evitar sentir como una puñalada.

Pero ahora… todo cambiaría.

Ahora que su hija estaba con un “gran hombre” como Dael Jones, Lourdes creía que por fin su suerte iba a cambiar. No tendría que preocuparse por nada más. Todo sería lujo, abundancia y libertad.

A pesar de tener 46 años, había conservado un cuerpo atractivo y un cutis envidiable. Aunque en el fondo sabía que Emma siempre sería más hermosa. Ese cabello negro, largo y ondulado… esos ojos marrones profundos, las pestañas largas, la piel trigueña y sedosa… Emma era todo lo que Lourdes jamás sería.

Ella, rubia, de ojos azules y piel tan blanca como la leche, nunca había conseguido captar por completo la atención de Axel, a quien siempre le gustaron las mujeres de piel morena. Y eso la carcomía.

—¿Mamá, estás bien? —preguntó Dahia, sacándola de sus pensamientos.

—Estoy bien, hija. Solo pienso que por fin podremos hacer lo que queramos sin escatimar en gastos —respondió Lourdes, mirando a Dahia mientras cerraba la maleta y colocaba encima el último vestido de marca que tenía.

Estando con Ethan, Dahia había tenido que ahorrar hasta tres meses del sueldo del “pobretón”, como lo llamaba, para comprarse algo decente.

—Así es, mamá. Con Dael nos irá bien —respondió Dahia con una sonrisa triunfante.

Lourdes se acercó a ella con expresión seria.

—Ahora lo próximo que debes hacer es dejar de tomar los anticonceptivos y embarazarte de él inmediatamente. No vaya a salir con cuentos y quiera dejarte. Tienes que atraparlo y casarte con él.

Dahia se quedó pálida.

—Mamá… pero no quiero dañar mi cuerpo con un hijo —dijo con repulsión.

Lourdes golpeó la mesa de noche con fuerza.

—¡Cállate y no digas estupideces! Haz lo que te digo. Tenemos que asegurar un lugar en la familia Jones.

Dahia tragó saliva, apretó las manos y bajó la cabeza.

No dijo nada.

Solo asintió.

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