Capítulo 1

Carlos intentó sonreír. Observó a su hermana con un poco de alivi, cuando se mezcló con la masa de invitados. Supo que ella se percató de lo obvio: su tío Josué, el papá de Canela y el anfitrión de la ceremonia, estaba ya pasado de tragos, cantando La Retreta, del famoso grupo Gran Coquivacoa

Había encontrado lo que buscaba. Quería dar con Canela y mantenerla apartada de uma realidad que acababa de enterarse hace minutos, allí, justo en la boda. Él conocía muchos secretos de su familia, pero participaba en el más relevante y lo que había descubierto, lo cambiaba todo. Pensaba que las aguas estaban tranquilas. Sin embargo, su cerebro captó lo contrario tan solo unos minutos antes de encontrar a Faustina, de volverse loco buscando a su prima... Y antes de notar los pies descalzos de su hermana, las vio a ambas esconderse detrás de las paredes que iniciaban los pasillos de conferencias. Nervioso era la palabra correcta de su estado de ánimo.

A punto de llegar hasta donde estaba Canela, su madre lo interrumpió.

***

Al llegar a la barra, Faustina llamó a un mesonero y le pidió acercarse para susurrarle el favor.

–Necesito que me ayudes con una cosita.

El joven parecía encantado con la idea de la nena hermosa de la familia pidiéndole un favor. Mientras emprendían camino al rescate de Canela, Fausti se fijó que entre los invitados más conocidos, Romer no se encontraba y sería difícil averiguarlo: más de sesenta invitados, gaita, bebidas... ¿A caso alguien tenía recuerdos de lo que celebraban?

Al pasar por el extremo derecho de la parranda, casi se tropieza con una muchacha de vestido negro muy escotado, quien llevaba cara de susto y lágrimas en las mejillas. Aquella mujer venía del restaurante cerrado y se dirigía a la salida. Al segundo, pudo divisar la silueta de Romer salir del mismo lugar. «¿Quién es ella?» se preguntó, pero no debía distraerse.

Al cabo de unos minutos y sin tantos problemas, Canela pudo llegar a los asesores combatiendo las risas de Faustina y las que evitaba el propio mesonero escuchando la historia del vestido de novia. La recién casada logró llegar al frente de su puerta.

 –Un millón de gracias, pero solo a ti –señaló al mesonero–, porque a ti… –Movió un puño frente a la cara de Faustina. Y sin decir nada más, soltó la risa–. Váyanse ya, muchas gracias por todo.  

–No, yo te ayudo a cambiarte –se ofreció la prima.  

–Que no, que estoy bien...

–No te vayas a tardar –pidió Faustina–. Tío ya está un poco... –Explicó lo que no dijo, con una seña de su pulgar hacia la boca.  

Canela resopló.

–Debe estar preguntando por mí. No le digas nada, Fau. Solo a Romer.

–Ok.

–¡Pero no le eches todo el cuento! Explícale que me cansé del vestido y los tacones.

Faustina detuvo todo movimiento y quedó mirando a la nada. Recordó haber visto al mencionado hace tan solo unos minutos.

–¿Qué pasa? –preguntó Canela.

La prima sacudió la cabeza.

–Nada. Ve a cambiarte.

–Pero ¿qué dije?

Para cuando Canela preguntó, ya Faustina se había separado de ella, arrastrando al camarero.

–Primita, tengo mucha hambre. Y creo que van a sacar tequeños otra vez – dijo de forma cantarina.

–Los tequeños de queso que aquí preparan son los mejores de la ciudad...

–Sí, sí. –Faustina interrumpió las palabras del mesonero. Y cuando ya se iban, chocó contra el pecho de alguien–. Disculpe –Se dio cuenta enseguida de quién era–. ¡Romer!

–Faustina. –La voz gruesa y joven de Romer la asustó un poco. Miró por encima de la quinceañera hasta dar con Canela y ensanchar sus ojos con lo que vio: a su mujer con el vestido de novia más dañado que jamás había visto.

–¿Qué pasó? –preguntó el recién llegado con algo de tensión.

La novia respiró profundo e hizo una reverencia, tomando la desbaratada y sucia orilla del vestido.

–Heme aquí, esposo mío –dijo un poco sonriente y resignada–. Pero aun así, soy inocente de todo cargo. –Soltó el vestido.

Los tres: el mesonero, Faustina y la novia, quedaron en silencio al ver a Romer detallando la falda llena de lodo, el escote marrón claro y casi amarillo por la arena, un costado del vestido desbaratado y los zapatos de tacón bajo, muy sucios. Caminó en silencio hacia Canela con paso firme, pero una voz lo interrumpió:

–¿Qué diablos le pasó a tu vestido? –La voz de Carlos llenando el pasillo, hizo que todos giraran las cabezas hacia él.

–Una larga historia –respondió la novia, resoplando con fastidio.

El hermano de Faustina se puso nervioso. De inmediato pensó en lo peor y miró fijamente a Romer.

–¿Pasó algo malo?

Romer negó y con la mirada, le hizo señas a Carlos para que no siguiera preguntando. Que cerrara el pico. Que por favor, hiciera silencio.   

–¿Te caíste en la playa? –preguntó el esposo desviando la pregunta de Carlos, en una voz más alta de lo normal.

–Sí, yo la tumbé. Pero fue una tontería –explicó Faustina.

Carlos respiró de alivio, casi comete un error por los nervios.

–Debo cambiarme –dijo Canela–. Quiero tequeños y cantar gaita. Es decir, disfrutar de mi boda. –Sonrió y se giró hacia los demás–. Váyanse ya. Nos vemos ahorita.

Romer miró a su amigo. Debía tranquilizarlo.

–Ahora bajamos –le dijo a Carlos, asintiendo una sola vez con la cabeza.

–Sí, Claro. ¡Cómo no! Ya me lo creí.

– Faustina! –la regañó su hermano mientras se alejaban–. ¿Y tú quién eres? –le preguntó al mesonero.

Cuando los demás se fueron de allí, Romer se acercó a su esposa.

–Entra… –pidió suavemente abriendo la puerta de la habitación nupcial, pero sin abandonar del todo el semblante.

Canela era muy joven, pero no tonta. Y conocía ese tono de voz. Algo malo había pasado. Las locuras de la noche se colocaban en un segundo plano y tragó grueso imaginando qué podía ser. Lo miró fijo a los ojos y tocó debajo de ellos, como si fuese a secar unas lágrimas. Era una caricia muy de ella, la cual él adoraba. Romer se dejó llevar, cerrando los ojos pero al abrirlos, alzó un brazo para indicarle que pasara a la suite.

Sin tanto protocolo, la novia entró. Y de inmediato, Canela percibió el olor a flores y vio el gran número de velas encendidas. ¿Qué era todo aquello? La habitación estaba cálida, pero ella quedó de hielo al contemplar cada cosa. Sus brazos quedaron lívidos al lado de sus caderas, y sintió la boca seca por mantenerla un poco abierta. Canela no movía un paso, su corazón se disparó por la emoción y no quitaba ojos de encima a la cama llena de pétalos blancos, rojos y amarillos. Los mismos, se derramaban sobre el piso, haciendo un camino hacia ambos.

–Venía a comprobar que todo estaba perfecto –mintió, él–. No pensé encontrarte aquí. Así no era como quería que...

Canela se giró de súbito y con su mirada, interrumpió las palabras de Romer. Lo miró fijamente con lágrimas en los ojos por la emoción. Abrió la boca para decir algo, pero solo salió de ella una palabra:

–Abrázame.

Romer era más alto y el cuarto estaba oscuro. Pero entre los destellos de las velas, Canela podía ver bien aquel rostro tan masculino, a pesar de los 27 años que tenía. Su pelo castaño bien cortado, aquellos labios finos y perfectos y sus ojos color marrón oscuro siempre seguros y ahora, atentos a cada movimiento, hicieron que Canela sintiera un ardor en el vientre y no aguantara más la espera.

Por su parte, Romer estaba impresionado. Ver a Canela en aquellas fachas, con su vestido de novia desbaratado y mugriento, le hacía ver más hermosa. Al igual que ella, la poca luz no fue impedimento para degustar el color castaño oscuro del cabello de su mujer. Un pelo largo y brillante, que ya no llevaba recogido. Su piel de un canela claro, como su nombre. Aquellos ojos marrones, la nariz respingona y los labios más sensuales que había visto jamás, fueron la distracción que su cabeza necesitaba en aquel momento.

«Mi mujer», una frase que tomaba peso en la vida de Romer Aragón. Tanto era el peso de aquellas dos palabras juntas, que superaban su realidad.

Pensó en la idea de las flores. ¡Qué oportunas para distraerlo todo! Romer supo que Canela se había dado cuenta de algo, o por lo menos intuyó que alguna cosa mala había pasado. Y efectivamente, así era.

Hace ta solo un momento, la noche más importante de su vida estuvo a punto de quebrarse. Una mujer había irrumpido en la celebración para arruinarlo todo. ¡No podía creer que lo hiciera! Una mujer que ambos conocían pero de forma obvia, Canela era la que sostenía menor información sobre ella. ¡Así que las flores resultaban perfectas! Y en respuesta a la petición que ella exigía con sus ojos llorosos, el recién casado Romer Aragón, se abalanzó a su mujer con todas las ganas que guardaba desde que la vio con el vestido vuelto nada. Desde que Josué se la entregó en el altar; desde que la saboreó con completo placer antes de pedirle matrimonio y quizás, aquel abrazo en esa habitación de hotel, aquel ímpetu amoroso, aquel arrebato de pasión venía más fuerte y con más intensidad, que la primera vez que la vio cuando aún ella era tan joven, sin poder evitar hacerla suya.

Hacerla su vida, su boleto a la felicidad. Y a la vez, sin él saberlo tan certeramente, el pasaje para acercarse a sus propios tormentos. 

Año 1998

Nadie suspiraba cuando se hablaba de la carretera Lara-Zulia. Quizás los diseñadores de su estructura y toda empresa que se enriqueciera con su mantenimiento, podría ser tal vez, que suspiraran cuando se hablaba de ella. Pero la verdad es que, aquel que viva en este estado del occidente del país, sabe lo que significa recorrer la carretera que conecta los estados Zulia y Lara. Y todos sus habitantes conocen los beneficios al manejarla de día. También, al hacer un viaje completo que tomara el desvío hacia la carretera Panamericana -la cual conecta la ciudad de Mérida con Maracaibo-, se recomendaba iniciarlo en la madrugada, para así agarrar de lleno el amanecer, ir fresquecitos con un café y empeñarse en disfrutar del paisaje.

Romer Aragón, quien había nacido en Maracaibo, comenzó a recorrer la Lara-Zulia y la Panamericana desde los 18 años, cuando se convirtió casi sin quererlo, en el distribuidor de fresas que se cosechaban en la granja donde trabajaba Fedra Sofía, su madre.

La granja quedaba en el estado Mérida, por lo que el mismo Romer tuvo que mudarse desde muy joven. Cuando comenzó a estudiar y trabajar con el jefe de su progenitora, salía siempre de madrugada luego de tomarse una gran taza de café y fumarse un cigarrito. En cada ocasión, llevaba un pan francés con jamón y queso para calmar el hambre, antes de pararse en alguno de los tarantines de las famosas carreteras, y engullir una suculenta arepa de carne mechada. Estos viajes se hicieron rutina. Y le sirvieron para pagar sus estudios de Administración, hasta cambiar, luego de cinco años de carrera, el motivo de sus viajes.

Aragón logró graduarse a los 22 años de edad. Fue entonces cuando su hermana de crianza le regaló una tarjeta de presentación, que pertenecía a la empresa venezolana, Lácteos del Lago11, quienes buscaban pasantes en su área. Luego de aquello, no tardó en dar un salto de Mérida a Maracaibo, cuando después de entregar la postulación de pasantías y ser aceptado, comenzara a trabajar para el dueño de la empresa, el señor Josué Alberto Mendoza.

Ahora, tres años después, uno de sus roles era viajar constantemente. Rol y pasión, sobre todo al hacerlo sobre ruedas; porque ¡le encantaba! El joven, quien ya tenía los 25 años cumplidos, debía visitar las sucursales de la empresa, las cuales estaban dispersas por todo el territorio nacional. Mientras le era posible, montaba en su camioneta y se trasladaba de nuevo por aquel asfalto dudoso y casi eterno, para asistir a reuniones y a las inspecciones administrativas que su jefe le había dejado a cargo. Porque, como parezca imposible contarlo: ¡Romer había conseguido un importante asenso! Y eso es un logro altanero y extraño. ¿Conservar el puesto luego de las pasantías? Eso no ocurría casi nunca. Pero su suerte estaba echada. Así que desde aquella edad temprana, Romer Aragón se convirtió en el Administrador fijo y principal de la empresa, cambiando su rutina de vida, de viajes y de todo lo demás. Todo esto gracias a la confianza que Josué, el dueño, decidió tenerle.

Justo al entrar como pasante, el muchacho había descubierto una serie de irregularidades administrativas. Salvó la compañía de una gran e****a que se desarrollaba bajo las garras astutas del administrador suplente; un sujeto quien precisamente, había sido traído desde la ciudad andina de Mérida para que desempeñara aquel cargo importante. El llamado "Merideño", estuvo a punto de arruinar a la familia Mendoza. Josué, tras despedir a su empleado menos fiel y darle el cargo vacante al muchachito nuevo y casi graduado, se percató de varias cualidades que dejaba ver el joven Romer durante los negocios: duro, sensato, persistente, incansable, veraz, elocuente y determinado. Todas esas palabras resumían la esencia de Aragón; por lo menos, la que le interesaba conocer el dueño de la empresa. Aun así, existía una palabra más que, muy bien podría parecer algo normal para alguien tan joven y bueno en lo que hacía; pero la misma, traía consigo un trasfondo que no muchos conocían. Esa era: Ambición.

En los diccionarios de utilidad académica, la palabra Ambición rezaba términos referentes al Dinero y el Poder. Pero Romer extrapolaba todas esas letras juntas, multiplicadas por cien. Desde un modo ligero, por mucho que se le conociera dentro del ejercicio, jamás nadie podría notar el grado de ambición que éste tenía. Y de forma increíble, casi nadie se preguntaba: ¿Cómo había logrado tanto? O por lo menos, muy pocos podían responder aquello. Dato interesante para quienes sí lo conocían bien. Porque, el quedar como invisible ante tanto "plan de superación", era peligroso.  

Entonces, ¿Qué tenía Romer Aragón a sus 25 años? ¿Qué bienes o patrimonios encerraba la lista de sus posesiones? Esas preguntas eran importantes, porque eran las únicas que todos podían responder.

Para Noviembre del año 1998, el hombre ya poseía una camioneta Chevrolet Silverado del año, un sencillo pero hermoso apartamento en la avenida 5 de Julio, un sueldo triplicado y que casi no gastaba, gracias a los privilegios de la empresa… todo eso, conservando su libertad casi intacta y esclareciendo que a su edad, los jóvenes en Venezuela estaban netamente dedicados a vivir la vida de recién graduados.

Él era claramente, una excepción.

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