Se me estaba haciendo difícil conciliar el sueño. Luciano había salido después de la conversación con Ludovico, prometiéndome que volvería pronto, pero las horas pasaban, y la cama se sentía cada vez más fría y vacía. Mi mente era un torbellino: la felicidad por nuestra hija y la preocupación por lo que Luciano enfrentaba se mezclaban en un caos que me consumía.
Finalmente, me levanté y me dirigí al jardín. La brisa nocturna era fresca, pero no lograba calmar mi ansiedad. Allí encontré a Bianca, sentada bajo el gran árbol que tanto adoraba, envuelta en un chal y mirando las estrellas.
—¿Tampoco puedes dormir? —pregunté, sentándome a su lado.
—No cuando las cosas están tan tensas. Bruno y Ludovico tampoco han vuelto.
Su voz era un susurro, cargado de inquietud. La miré, y por primera vez vi en ella algo más que preocupación. Había miedo, un miedo que resonaba con el mío.
—¿Qué pasó, Bianca? —insistí, buscando respuestas—. ¿Qué ocurrió mientras Luciano y yo estábamos fuera?
Ella vaciló,