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Capítulo 6: El Diagnóstico Silencioso

 

Narrado por Dra. Emma Miller

Me quedé mirando el kit de prueba de embarazo. Dos líneas rosas. Un diagnóstico irrefutable que no necesitaba ser validado por el departamento de Patología. Mi caos no solo había arruinado una noche; había germinado una vida. Un secreto explosivo, sellado por una noche de rabia y whiskey.

Tenía que decírselo a Nick Brown.

Mi mente de cirujana, adicta a la acción rápida y decisiva, me exigió confrontarlo de inmediato. No podía permitir que la vida que yo estaba construyendo se basara en esta mentira, o que su vida perfecta continuara sin esta interrupción sísmica.

Lo busqué esa misma tarde. Lo encontré en el ala administrativa, cerca de la oficina del CEO. Estaba de pie, su porte impecable como siempre, pero esta vez, no estaba solo.

Estaba con Sarah.

Ella estaba radiante, vestida con un traje sastre de un color suave, su cabello rubio cayendo en ondas perfectas. Estaba señalando algo en un brochure brillante. No estaban discutiendo un caso; estaban discutiendo su futuro.

Me detuve en el pasillo, oculta tras un carro de suministros. No quería interrumpir, pero la curiosidad mórbida me detuvo.

"¿Qué piensas, Nick? ¿El roble o el cerezo para los centros de mesa en el Botánico? La planeadora dice que el roble es más 'serio', más 'tú'," dijo Sarah, sonriendo, tocándole el brazo con una ternura que me pareció una traición.

Nick le devolvió una sonrisa breve, pero genuina, la que reservaba para su vida diseñada. "El roble, Sarah. Es más atemporal. Sabes que me gusta la solidez."

La solidez. Escucharlo hablar de la solidez de su boda, de la atemporalidad de su compromiso, mientras yo sostenía en mi bolso la evidencia de nuestra volátil, ilegal y desastrosa noche, me golpeó con una fuerza helada. Mi vientre era ahora el polo opuesto de su vida de roble sólido.

No podía decírselo ahí. No podía destrozar ese instante de su orden. No por cobardía, sino por una repentina piedad masoquista hacia Sarah, y el miedo al estallido que vendría después. Él no me odiaba; odiaba el desorden. Y esto era el caos personificado.

Di media vuelta y me fui. El silencio se convirtió en mi anestesia.

La semana siguiente fue un infierno de evasión. Me volví una experta en evitar pasillos, quirófanos o cafeterías donde Nick pudiera estar. Mi rutina se hizo tan metódica como la suya, pero por miedo. Trabajaba con Evans, me encerraba con expedientes y me obligaba a pensar solo en la cirugía.

Nick, por su parte, parecía intensificar su control. Sus correcciones eran más frías, sus miradas más cortantes. Estaba furioso por algo, probablemente por su propio fracaso de control en el hotel. Y yo, al verlo luchar por su perfección, sabía que la noticia del embarazo no solo lo haría explotar, sino que lo destruiría.

La tensión no era solo miedo; era un dolor constante en el estómago, un recordatorio físico de lo que estaba ocultando.

Siete días después, la Unidad Cardiotorácica celebró una pequeña reunión en el lounge del hospital. Un evento obligatorio para "fomentar la camaradería". El tipo de evento donde Nick Brown hacía acto de presencia por cortesía y se retiraba a los quince minutos.

Yo fui, obligada. Estaba sentada en un sofá apartado con Evans, que hablaba sobre su sueño de abrir una clínica rural.

"¿Quieres un vaso de ponche, Miller? Parece que la Dra. Chen le puso demasiado ron," me ofreció Evans con una sonrisa.

"No, gracias, Evans. Solo agua por ahora," rechacé. El olor a alcohol me revolvía el estómago, y la idea de beber con este secreto era repulsiva.

"¿Estás bien? Estás muy pálida. Has estado trabajando demasiado duro," me dijo, su tono genuinamente preocupado.

"Estoy bien. Solo fatiga de rotación," mentí, forzando una sonrisa que se sintió como una mueca.

Levanté mi vaso de agua. La habitación estaba llena, el ruido era fuerte, las luces eran cálidas y difusas. Intenté enfocarme en la voz de Evans. En ese momento, sentí un mareo repentino, diferente a la fatiga. Era como si la sangre se hubiera drenado de mi cabeza. Las luces se hicieron demasiado brillantes. El ruido, una cacofonía insoportable.

Vi el color abandonar mi visión. La última imagen que tuve fue la de Nick Brown, que acababa de entrar a la sala, de pie en el umbral, su figura imponente y controlada.

Y luego, todo se volvió negro.

Desperté con un frío shock. Estaba en el suelo, rodeada de caras alarmadas. La voz que rompía el pánico era un rugido de autoridad helada.

"¡Abran espacio! ¡Evans, toma los signos vitales! ¡Miller, respóndeme!"

Era Nick. Se había arrodillado junto a mí con la rapidez de un cirujano ante una emergencia. Su mano, la misma que había sido tan violenta, era ahora firme y precisa, sujetándome la muñeca para tomar el pulso. Su rostro, apenas a centímetros del mío, estaba despojado de toda emoción, solo la concentración clínica.

"¿Qué pasó? ¿Estabas bebiendo?" preguntó, sin bajar la voz.

"No, solo... agua," logré susurrar, sintiendo el pánico al ver el profesionalismo en sus ojos.

"La tensión está baja," anunció Evans, que me sostenía el brazo.

Nick frunció el ceño, su mirada recorriendo mi rostro pálido y luego mi vientre, como si buscara una herida visible. Sus ojos se detuvieron en la mano que llevaba al estómago.

Fue entonces cuando la enfermera Chen, de rodillas a mi lado, hizo la pregunta que destrozó el silencio de mi secreto.

"¿Dra. Miller, hay alguna posibilidad de que esté embarazada?"

El lounge se quedó en silencio. El rostro de Nick, que había sido una máscara de control clínico, se congeló en un shock puro. Su mano soltó mi muñeca. Vi el momento exacto en que la comprensión—la verdad de la noche en el hotel, la verdad del desastre que había creado—lo golpeó con la fuerza de un desfibrilador.

Sus ojos, anoche fríos de repulsión, ahora ardían con un terror absoluto. Y el pánico no era por mi salud, era por su vida perfecta desmoronándose públicamente a sus

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