Un pequeño infierno

Pálido como un muerto, Reginald se dio la vuelta para mirar a su abuela, quien, en ese momento, era la propia personificación de la ira, parecía más bien la imagen de una de las furias de la mitología griega.

—A… abuela… No te había visto —apenas pudo balbucir.

—Eso me lo imagino, porque sino nunca hubieras dado este triste espectáculo, Reginald —le dijo con el rostro serio y formal.

—Lo siento, abuela. Me dejé llevar por la ira.

Reginald trataba de justificarse, pero su abuela era una mujer muy inteligente, se acercó un poco a su sobrino hasta que solo estuvo a unos centímetros de él, luego acercó su cara a la de él, pudiendo percibir el olor rancio del licor.

—O por el alcohol —le dijo molesta— ¿Cuándo piensas empezar a madurar, Reginald? Tus continuos desmanes ya me tienen harta y eso que Joseph te mete en cintura de vez en cuando, pero parece que eso no es suficiente.

—Abuela, yo… —comenzó a decir.

—No quiero escuchar tus tontas excusas —le dijo mirándolo a los ojos con tal furia
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