Ignoro si soltaron más humanos que de costumbre o se abstuvieron de matarlos antes que alcanzaran la pradera, pero eran al menos un centenar cuando superaron la cuesta. Y tras ellos venían casi una treintena de parias en lugar de la docena habitual, incluyendo al menos media docena de blancos. Ordené a Milo y mi primo Baltar que se llevaran a los más jóvenes para caerles encima por los flancos, una vez que pasara el grueso de los humanos, y Kian, uno de mis hermanos menores, alistó a los demás conmigo.
Nuestra estrategia funcionó, pero los fugitivos eran tantos que entorpecían nuestros movimientos. Milo y yo intentábamos individualizar al nuevo general cuando advertimos lo que pasaba en el extremo norte de la pradera. Como siempre, los fugitivos habían dejado atrás a los más débiles, y los blancos se ensañaban con mujeres y niños.
—¡Kian, cúbrenos con los muchachos! —ordené—. ¡Baltar, trae a los demás!
A medida que nos acercábamos al grupo de blancos, los agudos gritos de dolor y terro