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Obedeció conteniendo el aliento, y se envaró cuando deslicé la punta de mi cuchillo entre su piel y la espalda del vestido. Olí su miedo, aunque no era tan intenso como la noche anterior. Hice un corte en el escote, entre sus omóplatos, y dejé el cuchillo para rasgar la tela con mis propias manos, dejando expuesta su espalda.

—Ya no tendrás excusa para ponerte estos trapos apestosos —dije, mojando el paño en el cuenco de agua tibia.

—Lo siento, mi…

Se interrumpió sobresaltada al sentir que lavaba su espalda con el paño y permaneció inmóvil, las manos cruzadas sobre el pecho para sostener la parte delantera del vestido. Lavé su espalda y sus hombros en silencio, percibiendo cómo se disipaba su miedo. Me incliné para oler su hombro, esa agradable mezcla de resina de árbol con notas de romero y limón del enebro, que el resabio amargo del láudano no lograba opacar.

—Ahora hueles bien —dije—. Hueles a ti.

Bastó que la rozara involuntariamente con mis la

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