ENAMORADO DE UNA MOMIA
ENAMORADO DE UNA MOMIA
Por: Cuauhtémoc Domínguez
Capítulo 1: Ecos en la Arena

Alejandro Rivera siempre había creído que el destino era una mezcla de suerte y elección, una danza entre lo que queremos y lo que se nos da. Pero nunca había sentido su peso tanto como en aquel caluroso día en el corazón del desierto egipcio, donde la historia dormía bajo un manto de arena y secretos.

La luz del sol era implacable, golpeando la vasta extensión de arena como un martillo divino. Alejandro se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano, sus ojos recorriendo el horizonte que se mezclaba en un baile de calor y luz. A su alrededor, su equipo de arqueólogos y estudiantes trabajaban meticulosamente, cada uno absorto en su tarea, cada uno cazador de historias olvidadas.

Su mentor, el Dr. Emilio Sánchez, un hombre cuya pasión por la arqueología solo era superada por su falta de paciencia, se acercó con un andar decidido que levantaba pequeñas nubes de arena. —Rivera, ¿alguna novedad? —, preguntó con un tono que no admitía demoras.

—Creo que hemos encontrado algo, Dr. Sánchez, —respondió Alejandro, señalando un área donde la arena parecía perturbada, diferente. Los dos hombres se arrodillaron, y con brochas comenzaron a despejar el área. La arena cedió, revelando los primeros indicios de lo que parecía ser una entrada, piedras talladas con una precisión que desafiaba el tiempo.

—Esto… esto podría ser grande, — murmuró el Dr. Sánchez, su voz teñida de una emoción contenida que Alejandro había aprendido a reconocer. Era la voz de un hombre al borde de un descubrimiento, la voz de alguien que había dedicado su vida a desenterrar el pasado.

Trabajaron hasta que el sol comenzó a declinar, revelando la entrada a lo que parecía ser una tumba. No era ostentosa como las tumbas de los faraones, pero había algo en ella, una sensación de misterio que hacía que el corazón de Alejandro latiera con más fuerza.

—Mañana entraremos, —anunció el Dr. Sánchez, sus ojos brillando con la promesa de secretos por descubrir.

Esa noche, Alejandro apenas pudo dormir. Las estrellas colgaban sobre él como testigos silenciosos de milenios, y la luna bañaba el campamento con una luz suave y etérea. En su mente, las imágenes de la tumba se entrelazaban con pensamientos de lo que podrían encontrar. ¿Tesoros? ¿Maldiciones? ¿O simplemente más preguntas?

Al amanecer, el equipo se adentró en la tumba. La entrada los llevó a una cámara subterránea que parecía intacta, un milagro en sí mismo. Las paredes estaban adornadas con jeroglíficos y escenas de la vida egipcia, colores que desafiaban el paso del tiempo. En el centro de la cámara, había un sarcófago.

Alejandro se acercó, su corazón latiendo con fuerza. El sarcófago era de una belleza sobria, adornado con imágenes de dioses y símbolos de protección. Con manos temblorosas, lo abrió.

Dentro yacía una momia, envuelta en vendas que habían amarilleado con el tiempo. Pero había algo más, algo que hizo que Alejandro se quedara sin aliento. La momia llevaba joyas, no las de una persona común, sino las de alguien de alta estirpe. Y en su mano, un amuleto de Anubis, el dios de la muerte.

—Debe ser alguien importante, quizás incluso de la realeza, —susurró el Dr. Sánchez, pero Alejandro apenas lo escuchaba. Su atención estaba fija en la momia, en la sensación inexplicable de conexión que sentía.

Fue entonces cuando lo vio, casi perdido entre las vendas: un pergamino antiguo, sus bordes desgastados por el tiempo. Con cuidado, lo desenrolló, revelando más jeroglíficos y una imagen que lo dejó sin aliento: la misma mujer de la tumba, pero en vida, su rostro lleno de una belleza que trascendía el tiempo.

Alejandro sabía que había encontrado algo más que una tumba. Había encontrado una historia, una vida que había sido silenciada por los siglos. Una mujer cuya muerte estaba envuelta en misterio y cuyo nombre parecía susurrar en las sombras de la tumba.

Pero en ese momento de revelación, algo cambió en el aire de la cámara. Una brisa fría sopló, apagando las antorchas y sumiendo la tumba en la oscuridad. Y en esa oscuridad, Alejandro juró escuchar un susurro, una voz femenina que llamaba su nombre, arrastrándolo hacia los secretos que la tumba guardaba.

Alejandro sosteniendo el pergamino, su mente llena de preguntas y su corazón latiendo al ritmo de un misterio antiguo. ¿Quién era esa mujer? ¿Y qué secretos guardaba su tumba? La respuesta yacía en las sombras, esperando ser descubierta.

 

Las sombras de la tumba parecían cobrar vida, moviéndose y susurrando secretos olvidados. Alejandro, aun sosteniendo el pergamino, sintió un escalofrío recorrer su columna. La oscuridad era opresiva, un manto que parecía ocultar más que la ausencia de luz.

—¿Dr. Sánchez?, —llamó Alejandro, su voz sonando extrañamente ahogada en el aire estancado de la tumba. No hubo respuesta, solo el eco distante de su propia voz. Encendió una linterna, su luz débil, luchando contra la oscuridad. El sarcófago, la momia, las paredes de la tumba, todo parecía diferente bajo el haz de la linterna, más siniestro.

Alejandro intentó enfocarse en el pergamino. Los jeroglíficos hablaban de Amara, una princesa egipcia cuya belleza era superada solo por su sabiduría. Pero había algo más, una historia enterrada entre líneas de alabanza y adoración. Un relato de amor prohibido, de traición y de una maldición tan oscura que había borrado su nombre de la historia.

El corazón de Alejandro latía con fuerza mientras leía. La historia de Amara era como ninguna que hubiera conocido, llena de pasión y tragedia. Pero fue interrumpido por un sonido, apenas audible, como el roce de tela contra piedra. Levantó la vista hacia el sarcófago. La momia yacía inmóvil, pero algo había cambiado. Una de las joyas que adornaban su cuerpo parecía brillar con luz propia, un azul profundo y misterioso.

—¡Imposible!, —murmuró Alejandro, no obstante no pudo apartar la vista de la joya. Se acercó, cauteloso, y mientras lo hacía, la temperatura en la tumba cayó, una frialdad que parecía emanar del mismo sarcófago.

De repente, una ráfaga de viento apagó la linterna, sumiendo a Alejandro en la más completa oscuridad. Un pánico irracional se apoderó de él, una sensación de estar siendo observado por ojos que no pertenecían a este mundo. Encendió de nuevo la linterna, su mano temblando.

La luz reveló algo que heló la sangre en sus venas. La momia, que antes yacía inmóvil, ahora estaba sentada, sus ojos, una vez cerrados, ahora abiertos y fijos en él. Pero no eran los ojos de un muerto, sino de alguien… o algo, que estaba muy vivo.

Alejandro retrocedió, tropezando con algo en el suelo. Al mirar hacia abajo, vio el rostro de la Dra. Amira Zahid, una de sus colegas, mirándolo con ojos desorbitados y un grito silencioso en sus labios. Estaba inconsciente, o peor.

—¡Amira!, —gritó Alejandro, pero antes de que pudiera alcanzarla, una voz llenó la tumba, una voz femenina, suave pero cargada de poder.

—Alejandro, —susurró la voz, una voz que parecía venir de todas partes y de ninguna. Era la voz de Amara, la princesa egipcia. —Ayúdame.

La momia se levantó, sus movimientos extrañamente gráciles para un ser que había estado muerto durante milenios. Su rostro, una vez oculto bajo vendas, ahora era visible, hermoso y etéreo, pero con una tristeza que parecía tan antigua como el tiempo.

—¿Qué eres?, —preguntó Alejandro, su voz temblorosa.

—Una prisionera, —respondió Amara, sus ojos brillando con una luz azul. —Prisionera de una maldición que me ha mantenido atada a este mundo, incapaz de encontrar la paz.

Alejandro no sabía si creer lo que veía y oía. ¿Era posible que la princesa Amara, la mujer del pergamino, estuviera hablando con él? ¿O estaba perdiendo la razón, atrapado en una tumba con el cadáver de una princesa egipcia y una colega inconsciente?

—¿Cómo puedo ayudarte?, —preguntó, su curiosidad venciendo su miedo.

—Libérame, —dijo Amara, su voz, un susurro que parecía acariciar su alma. —Libérame y te revelaré los secretos de mi vida y mi muerte.

Alejandro se quedó inmóvil, la decisión pesando sobre él como una losa. Ayudar a Amara podría significar descubrir uno de los mayores misterios del antiguo Egipto, pero ¿a qué costo?

La voz de Amara se desvaneció, y con ella, la temperatura en la tumba volvió a la normalidad. La momia volvió a su posición original, y Amira comenzó a moverse, despertando lentamente.

Alejandro sabía que tenía que tomar una decisión. Ayudar a Amara podría cambiar su vida para siempre, pero ignorarla podría significar perder la oportunidad de descubrir la verdad detrás de una de las historias más fascinantes y misteriosas de la historia.

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