—¡Emma! —me alcanzó con facilidad, tomó mi muñeca para detenerme y la soltó enseguida—. P-por qué... siempre huyes de mí.
Miré la punta de su nariz enrojecida y tragué saliva. Tuve que recuperar el aliento antes de poder responderle. Mi garganta ardía con el viento helado. La nieve seguía cayendo feroz y mis manos quedaron tiesas del frío.
—¡Es tu culpa! —exclamé. Él abrió los ojos indignado—. ¡Tú y tu coqueteo me tienen harta!
—¿Qué dices? ¡No estoy coqueteándote!
—¡Y lo de recién qué fue entonces! —estaba por dec