Princesa Malcriada

La princesa malcriada estaba enfurruñada por sus medicamentos perdidos, decidió Mike, mientras llevaba dos platos con estofado desde la estufa hasta la mesa de campo que servía de comedor.

Kamila se sentó rígida en la silla mientras sostenía un vaso de agua helada. El sol, que ya se ocultaba, iluminaba sus ojos hinchados y enrojecidos. Cómo se las arreglaba para estar tan preciosa, incluso regia, después de su arrebato emocional, era un misterio para él. Pero gracias a eso, su suavidad y su olor se habían impreso en sus sentidos, dando lugar a un molesto impulso sexual.

—Retrocede —le dijo a Terry, que le cortaba el paso sin dejar de olisquear. El perro se acostó, puso la cabeza entre sus patas, y miró lastimosamente hacia arriba.

—Tiene hambre —gruñó Kamila en su defensa.

—Ya le he dado de comer.

—Oh...

Al poner la cena frente a ella, Mike se preparó para una respuesta negativa. Era la hija de un general de cuatro estrellas, por lo que imaginó que estaba acostumbrada a comer en restaurantes de lujo y clubes de oficiales. Dudaba que hubiese probado antes una comida como esta.

Cuando ella estudió el poco apetecible puré sin hacer comentarios, él se sentó al otro lado de la mesa en silencio, y esperó su reacción vigilándola por el rabillo del ojo.

Kamila se llevó una cucharada a la boca, masticó y tragó. 

—¿Siempre comes raciones del ejército? —le preguntó.

Eso llamó su atención. 

—¿Cómo sabes lo que es? —Ella estaba en la planta de arriba cuando él había abierto la bolsa de comida preparada.

—Porque eso es todo lo que comimos después de la muerte de mi madre —respondió ella, removiendo su estofado—. Ahí fue cuando aprendí a cocinar.

Ahora sí que se sentía como un ogro. El recuerdo de la mirada húmeda de Stanley mientras hablaba de su esposa en la cantina de Kabul, regresó a Mike con claridad. Se preguntaba si Cougar lloraría por Carrie mientras Stanley hubiera llorado por Irene, durante más de una década. 

—No tienes por qué comértelo. —Se oyó decir a sí mismo—. Te encontraré otra cosa —concluyó, aunque lo único que crecía en su jardín era calabaza de invierno.

—¿Sabes? —dijo ella—. Podría cocinar mientras estoy aquí. Hago una lasaña bastante mala.

A Mike se le hizo la boca agua. ¿Cuándo fue la última vez que probó lasaña casera?

—Compraremos comestibles —decidió él—. Mañana.

—¿Cuánto tiempo voy a quedarme?

La pregunta lo agitó de nuevo. 

—Depende de si el FBI puede encontrar al terrorista y de si pueden probar que asesinó al estudiante.

Kamila soltó la cuchara. De pronto, pareció enferma. 

—¿Has oído hablar de Eiker?

—Sí. —Stanley le había contado la historia a Cougar, y este a él. El estudiante afgano había conspirado con otro hombre para secuestrarla, solo que el muchacho había cambiado de opinión en el último instante y terminó pagando su lealtad con su vida.

—Tenía lazos con la Hermandad del Islam. Es un grupo religioso en D.C.

—Sé lo que es. «Un montón de terroristas locales», pensó.

—El FBI dice que quieren vengar las acciones de mi padre en Afganistán... atacándome. —Kamila se llevó una delicada mano al cuello como si quisiera protegerlo.

—Nadie te va a encontrar aquí —afirmó Mike, perturbado por la expresión de su cara.

Ella asintió y parpadeó para detener las lágrimas que afloraron a sus ojos.

—Come tu comida —le ordenó Mike, molesto por sentirse tan involucrado. Esto no tenía nada que ver con él, ya no.

Ella revolvió el estofado con desgana.

—Escucha, no quiero ser una molestia —comenzó a hablar, indecisa—, pero no tengo ropa. Además, necesito un cepillo de dientes.

Probablemente, su sonrisa perfecta y blanca había costado una fortuna en ortodoncia. 

—Tengo uno sin estrenar —contestó Mike—. ¿Vas a comerte eso o no?

Kamila probó un bocado para apaciguarlo. Mike reconoció que lo más seguro era que ella nunca había llamado loco a nadie en toda su vida, ni le había dicho que su casa era una casucha. Él había conseguido sacar lo peor de ella, una tormenta de lamentos y leves epítetos, haciéndola aún más atractiva, m*****a sea.

La verdad es que la muchacha había pasado por un infierno. Al menos podría tratar de ser amable con ella, fuese o no una consumidora de drogas.

—¿Pudiste ver al hombre del taxi? —Intentó Mike.

Ella luchó para tragarse el estofado.

—En realidad no. Estaba anocheciendo. No pude ver su cara, solo conseguí distinguir que usaba gafas.

—¿No tomaste nota de la matrícula?

Kamila volvió a agitar la cabeza. 

—No me dio tiempo. Se habrían salido con la suya si Eiker no hubiese cambiado de opinión —Se mordió el labio inferior tembloroso—. Me salvó la vida.

El pobre chico estaría medio enamorado de ella.

—¿Dijo algo que pudiera ayudar a identificar al conductor?

Todo el color escapó de su cara mientras asentía. 

—Me dijo que corriera, que el conductor del taxi me encontraría, y.... que me cortaría la cabeza.

La comida en el estómago de Mike se revolvió. Miró a Kamila, horrorizado. Decapitar al enemigo era un juego divertido que a los fundamentalistas les gustaba jugar en el extranjero. Hasta la fecha, no era un pasatiempo de terroristas locales. Eso significaba que probablemente actuaban a instancias de los talibanes o de Al Qaeda. ¿Lo habría considerado el FBI?

Sintiéndose muy agitado, empujó su silla hacia atrás y se dirigió a la estufa de leña, donde se ocupó de encender las llamas, añadiendo suficiente madera para que durase hasta la medianoche.

—¿Por qué te envió mi padre, Mike?

La suave pregunta, que le hizo por encima del hombro, lo asustó. No había oído a Kamila levantarse de la mesa.

Cerrando la puerta de hierro, se quitó la suciedad de las manos y se levantó para mirarla. Su primer impulso fue protegerla de la verdad, pero luego decidió que era mejor que ella lo supiera. 

—Pensó que el FBI te estaba usando como carnada.

El aire le silbó fuera de los pulmones, pero no parecía muy sorprendida. 

—Eso es lo que parece —admitió, demostrando ser más astuta de lo que él creía. Mientras la observaba, ella se abrazó a sí misma en un esfuerzo por sofocar los temblores que sacudían todo su cuerpo. Quiso acercarse, pero luego lo pensó mejor.

—Tengo miedo —susurró ella. La mirada suplicante en sus ojos de un azul violeta reclamaba su consuelo.

El corazón de Mike dio un brinco. Todo este asunto había despertado en él unas emociones que había tratado de negar los últimos doce meses. Ella le hacía desear lo que nunca podría tener.

—Dale tu cena al perro —dijo por fin, huyendo hacia la puerta. Lo que necesitaba ahora mismo era aire fresco y una perspectiva más clara.

—¿Adónde vas? —preguntó ella con una mirada de pánico.

—No muy lejos —le respondió sin darse la vuelta.

—¿Mike?

Con un pie fuera de la puerta, él miró hacia atrás.

—Lo siento —declaró ella, perturbándolo todavía más.

—¿Por qué?

—Por entrometerme en tu espacio.

No quería que se sintiera mal por él, no después de cómo la había tratado hoy. No cuando al mirarla pensaba en el sexo.

Eso no iba a pasar. Sin decir una palabra, siguió adelante en busca del aire frío, y cerró la puerta tras de sí.

El sol comenzaba a ponerse en Green Mountain y Lairds Knob. Acechando el sendero que había preparado para su curso de supervivencia, Mike caminó a través de los escasos y sombreados bosques hasta llegar a la roca del tamaño de un hombre que marcaba la primera décima parte de una milla. Subió a su superficie cubierta de líquenes, se situó junto al borde y admiró el horizonte bruñido.

La lucha de Kamila era la manifestación de la guerra de la que ya no quería formar parte. Reclutar a Mike había sido la forma que tenía Stanley de meterlo de nuevo en el juego, el hijo de puta.

Pero Mike no tenía elección. Haría cualquier cosa para compensar el error que les había costado la vida a cuatro de sus compañeros de equipo. Stanley lo sabía. Sabía que Mike no la cagaría de nuevo. Sabía que mantendría a Kamila a salvo de cualquier amenaza que pudiera surgir en su montaña.

¿Y mantenerla además a salvo de sí mismo? Esa iba a ser la verdadera prueba.

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