Dulce Venganza
Dulce Venganza
Por: Paola Ramírez
La dolorosa verdad

El frío sobre el pavimento era cada vez más fuerte pues el agua caía sin contemplación alguna, mientras sus pasos firmes cada vez se sentía más lentos y el dolor en su pecho cada vez se incrementan más.

Leo Rossi nunca pensó enterrar al amor de su vida justo en su aniversario de bodas, él camina de la mano de su único tesoro, aquel tesoro que no piensa abandonar por nada de este mundo.

—Papito, ¿mamita ya no volverá a estar con nosotros? —preguntaba la pequeña victoria, dejando salir una lágrima, mientras Leo lloraba desconsoladamente, pues aún no entendía, porqué el amor de su vida se había quitado la vida, si aún tenía un angelito que sacar adelante.

—Tu mamita, va seguir aquí con nosotros, pero mientras tú y yo vamos a ser felices, mi pequeña victoria. —La niña, aunque no entendía mucho, dio grandes saltos de emoción pues siente en su pequeño corazón que su padre nunca la va abandonar.

No tardaron mucho en salir de allí, pues Leo solo quería huir de ahí, de aquel lugar en donde dejó a la mujer que más amaba, solo quería llegar a su casa y embriagarse hasta perder el conocimiento, caminaron juntos de la mano hacia la salida de panteón, pues ya no había nadie más si no ellos dos.

—El señor Leo Rossi. —Una voz gruesa y carrasposa hace que se detenga y levanté la mirada.

—¿Y quién lo necesita? —pregunta Leo, con su mirada fija en aquel hombre, quien no daba aspecto de confiar en él, pues la cicatriz en su cara lo decía todo.

—No soy nadie señor, solo me enviaron a entregarle esto, créame que le va interesar —dice aquel hombre estirando su mano para hacerle entrega de un sobre.

—No recibo nada de desconocidos, así que puede marcharse —dice Leo, mientras toma más fuerte de la mano a Victoria y sigue su camino.

—¡Señor Rossi!, No le puedo decir quien lo envía, pero si le puedo decir que contiene —le dice, aquel hombre logrando tener la toda atención de Leo, quien segundos después hubiese querido nunca haber recibido aquel papel, que solo haría que todo su mundo se volviera de cabeza. 

Durante el camino a casa Leo tuvo la tentación de abrir aquel sobre, pues sabía que tenía información sobre Soledad, su gran amor, solo que su pequeña victoria se durmió en sus brazos y ahora solo debía esperar, al llegar a casa.

Leo Rossi tomó a su pequeña victoria en sus brazos, la llevó a su habitación y como ya era costumbre de todas las noches dejo un dulce y delicado mimo en su frente y salió de allí, no pudo contener más sus lágrimas y se fue directo hacia su biblioteca en donde se bebió casi toda la botella de un solo sorbo.

Su garganta quemó hasta lo más profundo de su ser, pero Leo Rossi solo quería olvidar el dolor tan grande que sentía en su pecho, por su amada Soledad, que precisamente era como se sentía en aquel momento, solo sumergido en aquella soledad en donde no sabía si algún día iba a poder salir.  

Su mirada viajó a aquel papel que estaba sobre la mesa, que posiblemente tendría alguna información de su amada.

Él dejó caer la botella y caminó hacia donde estaba su escritorio, se sentó tomó un abrecartas y abrió aquel papel.

Llevó sus manos hasta el fondo del sobre y sacó de él una nota y unas cuantas fotos, sus ojos se volvieron a llenar de lágrimas, pero esta vez no era de dolor, está vez era de ira, una ira que nunca pensó que podría sentir.

Pues en aquel sobre Soledad estaba en brazos de su amigo, su único y mejor amigo  Manuel Lennox.

 Leo no podía creerlo por más que abría sus ojos y los cerraba, ahí estaban ellos traicionándolo.

—¡Nooooo! —gritó hasta que su garganta se rasgó, del grito tan fuerte que dio, rompió y tiró todo lo que se encontró a su lado, era tanta la ira que sentía que solo quería tenerlos enfrente y destrozarlos con sus propias manos.

—¡Emma!, ¡Emma! —gritó Leo, saliendo de su biblioteca echo una furia.

—Sí, señor Rossi, dígame —le dijo la ama de llaves aún con sus ojos adormilados, pues nunca había escuchado a su jefe gritar de tal forma.

Así que salió corriendo tan pronto lo escucho, pues pensó que algo malo le había pasado, y vaya que si estaba en lo cierto, pues no sabía el infierno que su jefe estaba viviendo en ese mismo instante.

—Voy a salir, cuida a Victoria, y si algo le pasa me respondes con tu vida —dice sin pensar en las palabras que salían de su boca en ese momento. 

Leo salió en busca de su auto, subió y abrió la guantera de dónde sacó lo que nunca pensó algún día utilizar, su arma.

Él miró que tuviera balas y la puso detrás de su pretina y salió como alma que lleva el diablo, llegó a casa del que creía ser su mejor amigo, Manuel Lennox y vio a aquella joven, la hija de su mejor amigo.

Julia quien al verlo corrió a sus brazos sin pensarlo y lo abrazó.

—Lo siento mucho, Leo. Sé que estás pasando por un mal momento, pero me da gusto verte aquí —dice Julia mientras sus manos recorrían el rostro lleno de desconcierto de Leo Rossi.

—¿Dónde está Manuel? —preguntó él, tratando de alejar aquella joven, que lo único que quería era poder quitar ese dolor de su pecho.

—Él no está, después del entierro de Soledad salió de viaje de negocios, solo estamos el ama de llaves y yo —dijo inconscientemente, sin saber lo que pasaba por la cabeza de Leo Rossi.

El cielo empezó a relampaguear y mostraba con dejar caer el segundo diluvio universal, las manos de Julia viajaron a la cabeza de Leo enredando sus delicados dedos en aquellos cabellos mojados.

Dejó salir un suspiro e hizo lo que en ningún otro momento se hubiera atrevido, posó sus labios rosados y carnosos en los labios de Leo, quien solo abrió sus ojos como platos al ver aquella joven de puntillas tratando de saborear su boca como si se tratara de su enamorado.

Levantó sus brazos y la quito con gran fuerza, pues para él no era correcto hacer eso a una chiquilla de 22 años, pero por otro lado, por su mente pasó la idea más descabellada que jamás se le hubiera ocurrido, vengarse de su mejor amigo, con su único tesoro Julia Lennox era la mujer perfecta para empezar con lo que había denominado Dulce venganza.

Leo la observó y no tuvo más reparo que irse, dejarla allí, su cabeza comenzó a procesar todo. 

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