Mundo ficciónIniciar sesiónNarra Mateo.
Mi mandíbula aún me dolía. Estaba hinchada, y mis nudillos lucían peor que cuando me caí de la bicicleta a los diez años. Todo por un estúpido puñetazo que ni siquiera debí haber lanzado. Christopher. El solo nombre me hacía apretar la mandíbula. Por su culpa, no solo estuve a punto de perder la beca por armar un escándalo en un hospital, sino que confirmé lo que las chismosas decían.
Ángela se había intentado hacer daño.
La preocupación no era normal. No era la preocupación de un amigo. Cada vez que pensaba en ella, el dolor en mi pecho regresaba, y con él, el eco de mis sueños rotos. La presión era tan fuerte que sentía que estaba olvidando algo vital.
Mi soledad autoimpuesta en la habitación se terminó esa noche.
Escuché la cerradura girar. No había tocado. Entró como si fuera el dueño del lugar, arrojando una maleta sobre la cama vacía. Christopher me miró, y no había ni un ápice de arrepentimiento por el puñetazo, solo puro desprecio.
—Así que tú eres el tipo —dijo, sin saludar, sin mirarme directamente, mientras abría el armario.
—Mateo. Y tú el imbécil —respondí, sin pensarlo. Estaba sentado en mi escritorio, fingiendo estudiar.
Él sonrió con superioridad, ese gesto que ya me era repulsivo. —Sí, lo sé. El imbécil que tiene que lidiar con un acosador de pacotilla que persigue a mi novia hasta el hospital.
Me levanté de golpe. —No la estaba acosando. Solo quería saber si estaba bien después de que...
—Ella está bien. Y lo estará siempre que la gente como tú se mantenga alejada. Ella no necesita héroes, Mateo. Ella me tiene a mí.
El resto de la noche y la semana se convirtió en una guerra silenciosa. Christopher era un fantasma hostil. No se dirigían la palabra a menos que fuera para un sarcasmo o una mirada de advertencia. Yo era el intruso en su vida, en su habitación, en su universidad.
Sentía su presencia como una jaula. El solo hecho de escucharlo respirar del otro lado de la habitación disparaba mis nervios.
—¿Por qué esa manía de usar el aire acondicionado tan alto? —le preguntó Christopher, encendiendo la calefacción al máximo, sin siquiera mirarme.
—Porque el ambiente es irrespirable.
Christopher rió, forzado. —Aprende a convivir, compañero.
La situación de Ángela empeoró mi humor. Desde el incidente, ella me evitaba por completo. En clase, se sentaba lejos. Si me veía en el campus, cambiaba de dirección. Había vuelto a levantar su muro, y esta vez, el cemento era más grueso, probablemente con la ayuda de Christopher.
Una tarde, ella vino a la habitación a buscar unos libros. Entró con una cautela que me pareció triste, como si estuviera entrando a la celda de un depredador.
—Ángela, espera —dije, sintiéndome ansioso por hablarle sin la presencia de su carcelero.
Ella se detuvo, pero no se dio la vuelta. —No tengo tiempo, Mateo.
—Sé que no te caíste por las escaleras. Y sé que te hicieron un lavado.
Se quedó rígida. Su silencio era una confirmación.
—¿Por qué te tomaste esas pastillas? ¿Qué pasó?
—No te incumbe. Aléjate, Mateo —Su voz era baja y forzada.
—¿Es por él? ¿Te está obligando a que me ignores? —pregunté, señalando con la cabeza la cama de Christopher.
Ella finalmente se giró. Sus ojos morados brillaban, no de tristeza, sino de furia contenida.
—Tú no sabes nada, ¿de acuerdo? No te metas en mi vida. No necesito tus sermones, y mucho menos tu falsa amistad. Yo puedo cuidarme sola. Te lo dije en el hospital: yo no te pertenezco.
Se fue, dejándome de nuevo con el eco de mi propia frustración.
Esa noche, acostado en la oscuridad, con Christopher fingiendo dormir al otro lado, sentí que me asfixiaba. No era solo la presión de Christopher; era la presión de la mentira que Ángela vivía.
Me levanté, encendí la luz tenue del escritorio y traté de concentrarme. No podía. Sentía que mi vida entera era un flashback interrumpido. ¿Por qué el dolor de Ángela resonaba tanto con mi propia amnesia?
Mientras intentaba repasar un texto, mi mano tropezó con un pequeño trozo de papel que se había deslizado de uno de los libros que Ángela me había devuelto: los que usamos para el proyecto.
Era una nota escrita a mano, en caligrafía rápida y nerviosa. No era un apunte de clase.
"11:00 p.m. mismo lugar. Sé que no te atreverás, pero debo hacerlo. Si no vienes, entenderé que todo fue una mentira. -A."
Ángela me estaba buscando. Y lo había hecho de la única forma que podía evitar a Christopher y, probablemente, a sí misma: con un mensaje escondido en un lugar que solo un "amigo" encontraría. Ella estaba tendiendo una trampa, una invitación al caos que ella misma creaba.
Miré mi reloj. 1:30 AM. Había encontrado la nota horas tarde. La rabia me invadió. Se suponía que yo debía haber estado allí a las once. ¿Qué pensaría ella ahora? ¿Que todo había sido una mentira?
Miré a Christopher, que parecía dormir profundamente. Tenía una opción: quedarme y ser el compañero obediente, o salir y arriesgarme a encontrar a Ángela en el mismo lugar que la había visto caer por primera vez.
Me puse una chaqueta y salí de la habitación, sintiendo que la guerra silenciosa acababa de volverse muy ruidosa.







