Eduardo vio a Silvia con un delgado camisón, completamente empapada, acurrucada en un rincón, con grandes arañazos rojos en sus manos y piernas.
Apagó rápidamente el agua, tomó una bata y la cubrió, ocultando su figura entre la tela.
—¿Estás bien?
Su voz no era muy alta, pero sonaba débil en los oíd