EL NIÑO Y EL PERRO

1

¡Claro que volveré!, promete Florencia para sí y en la garganta se le forma una pelota de dimensiones colosales.

Está segura de que quiere cruzar el muelle. Lo necesita. Pero que lo desee y lo necesite no ayuda en nada a disminuir el espanto que le entra por los tobillos y pretende salir expulsado por el rabillo del ojo, mas no hay forma. Se queda adherido a ese cuerpo delgado y blanquecino que tiembla como gelatina.

Es el frío, trata de convencerse. En el fondo sabe, sin embargo, que los doce grados centígrados de afuera saben a verano mexicano si los comparamos con la tormenta de nieve que la castiga por dentro. Cosa rara, porque ella ama el invierno.

Pero el invierno que ella ama llega acompañado de suéteres y bufandas tejidas por la abuela. De galletas y chocolate caliente. De monos de nieve y pinos adornados que dan brillo a los hogares. No al invierno que parece infierno. Ese frío que te carcome sin ofrecer tregua y te imposibilita el habla. Que te quema, incluso. Que te compromete la salud y llega un momento en el cuál no sabes qué es mejor: si morir o vivir. Porque si mueres no abres más los ojos, es cierto. Y te olvidas del invierno bonito. El de los suéteres y las bufandas… el de los monos de nieve y los pinos adornados. Pero también dejas de temblar y de sufrir. Porque el viento seguirá golpeando tu cuerpo, mas tú ya no sentirás nada. Estarás en otro plano donde el invierno bonito sea de lunes a domingo; de enero a diciembre.

—¡No le hagas daño, Chocolate!

El grito de un niño distrae a Florencia, que sin darse cuenta ya tiene pie y medio en Isla Montero.

Parpadea un par de veces para volver a la realidad y salir de ese depresivo debate entre la vida del invierno físico y la tormenta del mental. Porque el nudo en la garganta se lo debe al miedo, hay que recordar. También el ritmo de gelatina y la demencial duda de si volverá o no.

Ella quiere volver. Obvio. Su madre y su hermana no están preparadas para una nueva pérdida (si es que para las penas algún loco puede estar preparado). Pero el volver no depende de ella. O no únicamente de ella. Porque por mucho que se cuide y que la estrategia funcione… aún, incluso, encontrando el tesoro perdido y disfrutando de él, el camino para llegar o volver estará lleno de obstáculos infinitamente más fuertes que ella. Y aunque Florencia no es de las que se rinde fácilmente, entiende que hay batallas que por sentido común rebasan su metro y nada de estatura… sus pocos kilos de peso.

—¡Auch! —grita Florencia en cuanto siente los dientes de una bestia incrustarse en la parte trasera de su muslo derecho—. ¡Lo sabía! —suelta espantada y aprieta fuerte los ojos!—. ¡Sabía que…!

—¡Chocolate! ¿Qué hiciste?

El mismo niño que hace unos instantes sacó a Florencia de sus delirios, ahora la rescata del espanto de creerse atacada por un zombie, o por un demonio, o por un poco de uno y otro tanto del otro.

—Perdona —le dice el pequeño mientras reprende con golpes inocentes a su perro—. Siempre hace eso. No ladra, solo llega y ataca. Pero tranquila. Lo vacunamos la semana pasada.

Florencia contempla al niño y después a su mascota. Luego a ambos al mismo tiempo. El niño es moreno y de cabello corto. Tan corto que si uno lo ve de lejos bien puede pensar que está pelado.

El perro es el que llama poderosamente su atención, no obstante. Porque si bien el chiquillo porta ropas sucias y algo rotas (sobre todo el pantalón, que un par de agujeros más a la altura de las rodillas y se convertiría en short), al menos lleva algo que lo protege del frío. En cambio el animal no solo no trae puesto ningún suéter, sino que hay espacios en los que ni piel tiene. La patita diestra de adelante le falla y la de atrás también. Le falta un ojito y el otro también.

—Descuida —le dice ella sin dejar de ver al perro—. ¿Él está bien?

—Ajá —contesta el niño sin voltearla a ver. Sigue reprendiendo a su mascota—. Te digo que ayer lo vacunamos. Pero si quieres puedes consultar mañana con mi hermano. Él es…

—No hablo por mí —corta Florencia—. Creo que no alcanzó a encajarme los dientes —gira la cabeza hacia atrás, tratando de constatar que, en efecto, el perro solo haya arruinado su vestido favorito… y así fue—. Te pregunto por él. ¿Qué le pasó?

—Ah, esto —dice el niño apuntando las heridas de su mascota—. Su primer dueño era un viejito amargado que se cansó de jugar con él y se lo regaló a su nieto. El niño lo trataba como si fuera un juguete, y un día le pareció divertido bañarlo con agua hirviendo.

—¿Y en las patitas?

—Cuando lo bañaron con agua caliente salió corriendo y lo atropellaron.

—Supongo que ahí fue también cuando perdió los ojitos.

—No —contesta el niño—. O bueno sí, pero no en el accidente como tal. Más bien por el accidente.

—¿Cómo ésta eso?

—El tipo que lo atropelló se enojó porque Chocolate le dañó el auto. Lo pateó tan fuerte que sus ojitos salieron disparados como canicas.

—¡Qué horror!

—Sí… aquí la gente está muy loca. Afortunadamente mi hermano lo rescató y me lo regaló en navidad. Aún no está del todo bien pero al menos ya no le duele nada y es feliz. ¿Verdad que sí, Chocolate?

El niño sonríe y abraza a su mascota. Florencia no necesita preguntarle por qué le puso ese nombre. La piel que aún le queda es color café con poca leche.

2

—¿Y no has sabido nada de ella, hijita? —pregunta doña Doris.

—No, abue —responde Melissa sin voltearla a ver. Tiene la mirada puesta en la ventana y las rodillas le tamborilean sin cesar—. Intento llamarla pero no me contesta. Me manda directo al buzón.

—¿Al buzón?

—Como si tuviera el celular apagado o le fallara la señal —responde, preocupada.

Su tono bien puede confundirse con hartazgo o fastidio porque su abuela nunca entiende nada a la primera, mas no es el caso. Melissa ama tanto a su abuela que jamás se cansaría de ella. Así tuviese que explicarle mil veces un mismo tema.

—Oh… —responde Doris mientras toma asiento junto a su nieta. Ambas ocupan el pequeño sillón de la sala que da frente al televisor—. Vi en el noticiero que el clima está de maravilla en Puerto Virginia. Hay sol y toda la cosa. Tal vez…

—Florencia odia el sol, abuelita —corta Melissa y se pone de pie. Camina de un lado para otro—. Algo le pasó. Estoy segura de que algo le pasó.

—¿Entonces tu hermano es veterinario?

—Medio veterinario.

—¿Medio veterinario?

—No estudió. Y dicen que para ser veterinario hace falta estudiar.

—Pues…

—Pero mi hermano no necesita de esas cosas. Él es un genio. ¿Quieres conocerlo?

A Florencia le conmueve la forma en la cual el pequeño Porfirio habla de su hermano. Le brilla la mirada y se le amontonan las palabras.

—Quizás en otra ocasión —responde ella y le regala una media sonrisa—. Por ahora debo irme.

—¿A dónde?

—Muy buena pregunta —responde sin pensarlo.

Su tono es tan bajo que Porfirio no logra entender lo que dijo.

—No te escuché —agrega, seco.

—Que no sé a dónde ir. ¿Sabes si hay algún hotel cercano?

—¿Estás bromeando, verdad?

—¿Tan lejos están?

—¡Aquí no hay hoteles! —responde Porfirio y agita los brazos—. No puede ser que un niño de diez años sepa eso y tú no.

—Bueno… tú vives aquí —se defiende Florencia—. Y estoy segura de que algo debe haber.

—Busca si quieres —dice Porfirio y da la media vuelta.

Se va sin despedirse y Chocolate lo sigue.

Florencia voltea hacia sus alrededores y se da cuenta de que está en medio de la nada.

A sus espaldas tiene el muelle. Unos cuantos pasos, lo cruza y vuelve a Cerro. Pero Cerro solo en nombre, porque no hay ni tiendas, ni hoteles, ni restaurantes, ni bares, ni nada. Como si la falta de comercios representara el fin de un país en el que las cosas no están del todo bien pero en el que se vive medio bien, y marcara el inicio de una isla reducida y castigada. Castigada en lo moral y castigada en lo social. Castigada en lo jurídico y también en lo fiscal.

—¿Puedo quedarme en tu casa? —pregunta Florencia en voz alta.

Porfirio aún no está demasiado lejos como para no escucharla.

—¿Cómo que su madre no lo sabe? ¿Te has vuelto loca, Melissa?

—Sí —responde, tajante—. Me he vuelto loca pero los regaños ahora no sirven de nada, abuelita. Florencia se largó a Puerto Virginia y no la puedo contactar. Eso es lo que verdaderamente importa.

—¿Cuándo se fue exactamente?

—Ayer por la noche.

Doña Doris consulta el reloj y se da cuenta de que son las seis y treinta y cinco de la tarde. Afuera el sol está a punto de despedirse. Los rayos restantes se convierten en manchas de luz opacas y conectan con el rostro de Melissa cuando su reflexiva caminata la conduce hacia la puerta; la espalda cuando se da vuelta y camina rumbo a la cocina.

—Debemos llamar a Mariel.

—¡De ninguna manera!

—No te estoy preguntando, Melissa. Esto es un tema serio.

—Pero se lo prometí, abue. Florencia no me lo perdonaría jamás.

—Florencia puede estar en grave peligro. ¿Qué prefieres? ¿Que se enoje contigo o que le pase algo y tú no hagas nada para evitarlo?

3

—El enano tiene razón. Aquí no hay hoteles ni nada que se le parezca.

El de la voz es un tipo alto y delgado. Blanco como la cal y de cabellera color avellana que se habla de a tú con su espalda.

—En verdad es una isla… —suelta Florencia sin reparar en lo ingenua que puede sonar.

—¿Y qué pensabas que era? —pregunta Porfirio—. ¿La zona hotelera de Cerro?

—No precisamente —responde ella—. Pero sí un lugar medianamente civilizado.

—Como si algo en Neize fuera civilizado —agrega el hombre de cabello largo.

Se llama Miguel, y es el hermano mayor de Porfirio.

—Pues al menos tiene lugares donde la gente puede pasar la noche sin temor a ser devorada por un puma o por un coyote.

—Aquí no hay pumas —dice Porfirio.

—Coyotes sí, pero son inofensivos —agrega Miguel—. Y si tuvieran hambre, da por hecho que no te comerían.

—¿Y cómo estás tan seguro de eso? —pregunta Florencia, a la defensiva—. A mí también me gustan los animales, pero no podemos decir que no nos harán daño. ¡Son animales al fin y al cabo!

—Nunca dije que no pudieran hacernos daño. Dije que no te comerían. Porque con lo flaca que estás no les llenarías ni media barriga.

Miguel da la media vuelta y camina hasta el par de sillas donde están sentados Florencia y su hermano. Arrastra una pequeña mesa de madera y la pone entre los dos. Coloca encima de ella un par de platos con sopa de algo que Florencia no sabe qué es, pero cuyo aroma le hace pensar que no le gustará.

—¿Qué diablos es esto? —pregunta, cubriéndose nariz y boca con la mano, como si estuviera a punto de vomitar.

—¿Acaso en Cerro no comen sopa? —pregunta Porfirio, dubitativo.

—Sí, pero…

—No le hagas caso, enano. La señorita está acostumbrada a carne fina y botellas de vino.

—¡Claro que no! Es solo que…

—Es todo lo que tenemos —interrumpe Miguel—. Si no te gusta, lo siento. Me iré a acostar.

—¿No vas a cenar? —pregunta Porfirio.

—Cené antes de que llegaran. Ahí tienes un par de colchas —le dice a Florencia—. Por la madrugada hace un frío tremendo. Trata de dormir, princesita. Mañana temprano te llevaré de regreso a casa.

Florencia puede insultarlo por haberla llamado princesita. Odia que le digan así. También puede disculparse por haberse comportado como una grosera desde el primer momento, cuando ellos lo único que han hecho es ofrecerle techo y comida. Pero no hace ni una cosa ni la otra. En cambio permanece ahí, sentada. Pasmada al ver cómo el sujeto se recoge el cabello y deja a la vista un par de ojos celestes y profundos. Un leve suspiro se le escapa cuando se da cuenta de que el tipo está delgado, sí, pero que tiene el abdomen bien marcado. Lo sabe porque se saca frente a ella la camisa de franela y se pone una camiseta blanca sin mangas. Ahí descubre, también, que tiene los brazos fuertes.

Está por pedirle perdón. Inventarse lo que cualquier chica de diecisiete años se inventaría con tal de no quedar como una mala persona frente a un hombre que les resulta atractivo, cuando en eso ve entrar por la puerta a una mujer de veintitantos años. De ojos celestes como los de Miguel y cuerpo tan bien definiendo como el de él.

Debe ser su hermana, trata de convencerse. Mas en eso la muchacha lo envuelve entre sus brazos y le besa la mejilla.

El beso fue en la mejilla, no en la boca.

Florencia sigue aferrada a una última esperanza, cuando un niño pequeño… tan pequeño que aún no logra quedarse de pie sin darse de bruces contra el suelo, suelta la mano de la chica y abraza la pierna de Miguel.

—¡Papi! —le dice.

—Estuvo preguntando por ti todo el día —agrega la mujer y besa los labios de Miguel.

4

—Igual y estamos exagerando —dice Melissa.

—Sí, hija —interviene Doris—. Capaz tu hermana…

—Es que debí darme cuenta —suelta Linda como si las otras dos no hubieran dicho nada—. ¿Viste si llevaba mucho equipaje, Mel?

—No llevaba nada.

—¿Nada? —Doris y Linda se empalman.

La hermana mayor de Florencia sigue cruzada de brazos. Quedaron de verse en el Méndez, en el barrio de los enamorados.

Las tres ocupan la mesa más cercana a la entrada principal, que da frente a la plaza grande. A Linda no le encanta la idea. Si bien Mariel rarísima vez se mete en el barrio, cuando lo hace aprovecha para dar un paseo en la plaza grande. Le relaja. Incluso se sienta en alguna banca o lee bajo la sombra de un árbol. Y si hoy es una de esas rarísimas veces, acabaría por verlas a Doris, a Melissa y a Linda. Se acercaría a ellas y les preguntaría qué hacen ahí. Y las tres son pésimas para mentir. Harían su lucha, no obstante. Mas al final la pondrían al tanto de que Florencia anda metida sabrá Dios dónde.

En Puerto Virginia, les dijo. Del otro lado del muelle… del otro lado del muelle es donde ella está.

—Yo traté de convencerla de que no se fuera —dice Melissa con la voz entrecortada—. Te juro que traté de hacerlo, Linda. Pero Florencia no me hizo caso. Si le pasa algo, yo…

—Tranquila, Mel —interviene Linda—. No fue tu culpa. Mi hermana es así —arroja entre suspiros—. Cuando se le mete algo en la cabeza lo hace sí o sí. Lo que importa ahora es saber dónde diablos está metida, y para ello debemos pensar como piensa Florencia.

Melissa abre los ojos como platos y golpea la mesa, emocionada.

—¡Creo que ya sé dónde puede estar!

Mabel y Florencia intercambiaron miradas durante la cena. Porfirio se colocó entre una y otra, pero habló poco. O habló poco con ellas. Porque con Miguelito habló a racimos, aunque el niño entiende casi nada y modifica las palabras.

Quero sopa, decía. Y Porfirio le daba sopa. Abua, y el pequeño tío lo asistía con el vaso de dinosaurios coloridos para que el niño no se ahogara. O el niño más niño, porque con diez años Porfirio también es un niño, con todo y que la vida lo ha obligado a remarla como adulto.

Ahora están acostadas. Florencia en el único sillón que hay en la casa; Mabel en la cama, junto a su esposo. Ambas intentan dormir pero no pueden.

Florencia sale a tomar aire fresco y Mabel suspira, aliviada. Desea con todas sus fuerzas que no regrese más. Que la espante un coyote y salga corriendo, o que sencillamente se aburra de estar encerrada entre esas cuatro paredes maltratadas por el tiempo y la humedad.

¿A ella no le dan miedo los coyotes?

Sí. Y mucho…

¿Y por qué no se va?

Porque ahí vive su marido, su hijo y su pequeño cuñadito. No serán la gran cosa pero es la única familia que tiene. Ellos y Chocolate, por supuesto.

¿No le aburre el encierro?

No, pero le agobia. Y eso es peor. Porque el aburrimiento bien podría matarlo inventándose cualquier cosa. Intentando aprender a cocinar, por ejemplo. Jugando con su hijo o con Porfirio. Sacando a pasear a Chocolate o sencillamente aguantárselo como cualquier mujer que prefirió dedicarse al hogar en lugar de trabajar. Y en esa casa no vendría nada mal un sueldo extra, pero… ¿acaso lo decidió así?

No. No lo decidió así, y es precisamente eso lo que le agobia. No las cuatro paredes en sí ni el que sus salidas sean únicamente a la tienda por lo indispensable para no morir de hambre. Lo que le agobia es que…

—¡Ah…!

El grito de Florencia no solo saca a Mabel de sus cavilaciones, sino que despierta  a Miguel grande y a Miguel chico. A Porfirio y hasta a Chocolate.

Todos salen a ver qué sucede y se encuentran con Florencia montada en la caja de la Chevrolet Apache 1950.

La camioneta valdría una fortuna si fuera roja decente y no roja despintada. Si las puertas funcionaran y tuviera techo. Si tuviera motor… con eso quizás valdría algo.

—¿Qué diablos sucede? —pregunta Miguel, tallándose los ojos.

Florencia no responde. Está sentada en la orilla de la caja; tiembla como gelatina. Miguel está por repetirle la pregunta, cuando Porfirio descifra el misterio…

—Ya sé lo que pasó.

—¿Qué? —pregunta Mabel.

Su tono es áspero y molesto. No sabe muy bien si a causa de que esa perfecta desconocida tenga despierta a toda su familia en plena madrugada, o por la forma en la cual Miguel ve a esa muchachita que hasta trae puesta su pijama.

—El coyote —responde Porfirio.

Apunta al animal que aúlla a varios metros de distancia y después sale disparado.

—Creí que era un lobo —suelta Florencia, entre sollozos—. Creí que me iba a comer. Yo…

—Tranquila —dice Miguel. Le ofrece una mano para que ella baje de la camioneta sin tanto problema—. Ya se fue y no volverá.

Florencia acepta la oferta y de un leve brinco abandona la caja de la Chevrolet. Envuelve a Miguel en un abrazo y parte en llanto. Mabel aprieta fuerte los labios. Lamenta que el animal haya sido un coyote y no un lobo devora tontas.

5

—¿Un tesoro? —pregunta Linda sin dar crédito a las palabras de Melissa.

—Sé que suena loco, pero es así. Florencia…

—Capaz la mal interpretaste, cariño —interviene Doris.

—¡Pensé lo mismo! Pero…

—De mi hermana puede esperarse cualquier cosa.

—¡Exacto! Y te digo que…

—¿Pero cruzar el muelle por ir en busca de un tesoro? Me parece demasiado.

Un breve silencio se apodera de la mesa. Linda tiene razón. Lo que Melissa acaba de soltar es una locura. Un disparate. Pasa que a veces las verdades utilizan esa clase de empaques.

—Quizás tengan razón y me tomé muy literal sus palabras —acepta Melissa y se cruza de brazos.

En eso llega el mesero con una bandeja dorada. Sobre ella está lo que Doris, Linda y Melissa ordenaron.

—¿Café con más leche que café? —pregunta el sujeto.

Es delgado como una pluma y blanco como las palomas de Cristo.

—Para mí —contesta Doris.

Esboza una franca sonrisa mientras el inigualable aroma del Méndez le entra por la nariz y acaricia su corazón.

—Ya me hacía falta una tacita de éstas, bendito Dios… ¡ya me hacía falta!

A Melissa le parece exagerada la reacción de su abuela. Frunce el entrecejo mientras con una mano alcanza el té de limón con jengibre que pidió.

—¿Doble de azúcar, verdad? —pregunta el mesero.

Le sonríe. A Linda el gesto le sabe a coquetería.

—Con doble de azúcar —complementa Melissa y le guiña un ojo.

Agacha la mirada con cierta timidez, y en el acto Linda no solo confirma que hay química entre ese par de flacos, sino que a su memoria llega algo que bien puede servirle de pista para encontrar a Florencia.

—¡Creo que ya sé dónde puede estar!

Doris abre los ojos como platos y observa con atención a Linda. Melissa ni cuenta se da. Está demasiado distraída mirándole las espaldas al mesero.

—¿Por qué no le caigo bien? —pregunta Florencia mientras ayuda a lavar los platos.

Se refiere a Mabel.

—Está celosa —responde Porfirio—. Ella es como loca. Cree que todas quieren ser novias de mi hermano. Por eso siempre se enoja cuando llega tarde del trabajo… ¡no lo deja ir solo ni a la tienda!

Porfirio seca sus manos contra el viento. Las agita sin el menor de los cuidados, por eso un par de gotas de jabón caen en los ojos de Florencia. Él ni se inmuta porque está pensando en la loca de su cuñada. Ella tampoco porque su mente reproduce una y mil veces la respuesta de Porfirio. O lo que dijo en un principio.

Está celosa… está celosa… ¿Por qué está celosa? ¿Hay motivos para que lo esté? ¿Y a mí que me importa eso? ¿Por qué sonrío? ¿Por qué me da gusto que alguien a quien apenas conozco, y que de paso me ofreció su ropa y su casa, la esté pasando mal? ¿Acaso soy responsable de su malestar? ¿Acaso está celosa de mí? ¿O será cosa suya? ¿Por qué no quiero que sea cosa suya? ¿Por qué en el fondo deseo que, en efecto, existan motivos que justifiquen los celos de Mabel? ¿Por qué quiero gustarle a Miguel?

—¡Cuidado, niño! —grita Miguel.

Irrumpe los pecaminosos pensamientos de Florencia.

—¿Qué hice? —pregunta Porfirio.

—¡La estás salpicando toda!

Miguel se apresura hasta llegar a Florencia y no solo le ofrece una toalla para secarla, sino que lo hace él mismo.

—Perdona. Que éste niño es medio distraído. ¿Nos vamos?

—¿A dónde?

—Pues a tu casa… ¿a dónde más?

—¿Y quién dijo que quiero volver a casa?

—No puedes quedarte a vivir aquí para siempre —suelta Mabel, que recién sale de la habitación.

Luce molesta.

¿Y cómo no va a estar molesta?, pregunta Florencia para sí. Si a kilómetros se ha de ver que me muero de ganas por besarle al esposo.

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