Debimos arder
Debimos arder
Por: Maggie Coelho
Epígrafe + Prólogo

       ❝Debimos arder, Keegan. Debimos arder ese día, debimos morir, hubiese sido lo mejor para ambos. Tu estabas jodido igual que yo, eso habría sido un regalo.

                                                                          Aliyah M. Rosemonde 

*

—¿Ho-Hola?—la anciana a penas puede pronunciar una palabra seguida al otro lado de la línea. 

—Betsy...—susurro negando, no puedo evitar soltar un bostezo.

—¡Aliyah, socorro!—grita ella colgando. 

Y este es mi recordatorio de porqué no debí de haberle dado mi numero de teléfono a Betsy, la anciana del barrio que habitualmente me toca patrullar.

Ahora me tocaría levantarme de mi cama y mover mi pesado culo hacia la casa de la señora para ver como sorprendentemente no hay ladrón ni peligro alguno y si dos tazas de café en una mesa junto a una señora mayor que lo único que desea es compañía y calor humano. Me pregunto si no tendría hijos ni marido...

Finalmente a pesar de que a regañadientes me levanto de mi cama, enciendo la luz, me pongo el uniforme y me dispongo a salir de mi habitación. 

En el sofá Mireia, parece profundamente dormida asi que decido no molestarla. Asi solían ser mis mañanas, rutinarias y mediocres. 

Finalmente camino calle a bajo hacia la casa de la señora Betsy encontrándome con inesperadamente esta vez sin café pero dos chocolates calientes y una anciana sonriente en la puerta.

Lo positivo es que esta noche saldría con las chicas, me obligo a pensar. 

Ella intenta fingir miedo y preocupación pero no puede evitar dejar ir una sonrisa de lado a lado al verme.

—Aliyah—me saluda—¿Te puedes creer que se ha marchado ya ese ladrón peligroso que viene cada semana?—añade con falsa sorpresa.

Niego con diversión mientras la tomo del brazo y camino hacia su salón cerrando la puerta.

Al menos el café de mis mañanas era gratis.

—¿Y cómo están tus padres?—pregunta ella finalmente.

—Muy bien, señora Betsy. Ya sabes que el general y la enfermera nunca descansan—sonrío.

—Eso está bien... ¿Y Dani?—añade ella mientras tomamos asiento.

—Él también está bien, no te preocupes. 

(***)

Mis tacones resuenan por las sucias y desiertas calles, a esta hora de la madrugada no había nadie y menos cerca de la zona donde me encontraba.

Al llegar finalmente a un punto en el que Carlos no pudiese encontrarme, decido sentarme, veo pasar todo de forma distorsionada, estoy ebria, demasiado para mi gusto. Me siento perdida y angustiada, tengo todo mi maquillaje corrido por la cara, mi pelo enredado y mi ropa sucia. Aún borracha como estoy, puedo darme cuenta de la gravedad de la situación, no debería de haber salido del lugar sin haber avisado al menos a mis amigas. No puedo evitar que las lágrimas corran una vez más libres por mi rostro. Sin lugar a duda, había sido la segunda mala decisión de la noche, la primera fue darle una segunda oportunidad a Carlos después de que volviese a engañarme con Tina, mi compañera de trabajo y también de patrulla, para que al final de esta misma volviese a hacerlo con una desconocida. Me siento tan estúpida e ingenua. Supongo que fue por eso que no pensé con claridad y decidí huir del sitio sin más. Cuando ves a tu novio meterle la lengua a una extraña después de haberte dicho que jamás volvería a hacerlo, no puedes pensar en mucho más que en recoger las piezas rotas de tu pobre corazón e intentar mantener tu dignidad a cualquier precio.

Entonces, llorando a viva voz, es cuando me doy cuenta de que hay cinco hombres al final del callejón de única salida, mirándome de forma lasciva, siento asco y rabia, ellos también se habían dado cuenta de mi presencia. Tengo frío y siento demasiado miedo para intentar escapar, ellos están en la única salida y entrada del lugar. Podría intentarlo pero sería toda una misión suicida. Tanteo la posibilidad de volver al antro, pero mis sentidos me fallan y acabo llamando aún más la atención. Además ya estaba lejos. De nuevo, las lágrimas amenazan con salir.

Los miro seria, no les dejaría ver que tenía miedo. Ellos sonríen coordinados, como si lo hubieran ensayado. Todo mi vello se eriza ante ese gesto.

De repente, el foco de un coche nos alumbra, entrando con fuerza. No entiendo el porqué pero no puedo evitar sentir como poco a poco la esperanza invade mi estómago. Del automóvil salen dos hombres vestidos de negro y con gafas del mismo color, uno se mantiene firme dejando abierta la puerta. Y con toda la elegancia del mundo dos zapatos de hombre aparecen, acompañados poco después por la silueta del dueño. No puedo distinguir nada de su aspecto, no sé si era rubio o moreno, solo se que es grande, alto, de espalda ancha. Mi vista cada vez está peor, al igual que mi sentido del equilibrio, maldigo una vez más mi embriaguez.

Finalmente y con las últimas fuerzas que aún resisten en mi cuerpo, echo a correr hacia el desconocido en un intento precario de salvar la vida. Es más que obvio que cualquier persona normal no dejaría una joven desamparada en un callejón oscuro rodeada de posibles violadores, es hasta lógico. Nunca en mi vida me había sentido tan vulnerable, tan pequeña, tan indefensa des de...Me obligo a mi misma a no pensar en ello, a mis veinte y ocho años no había vuelto a dejar que nada de lo vivido en el pasado volviese a afectarme en mi vida diaria y menos aún dejar que la sensación de miedo me dominara, después de todo era una agente de la ley.

Bajo la atenta mirada y sorpresa de mis posibles violadores, enredo mis manos al cuello del desconocido con toda la familiaridad que puedo. Él no reacciona. Podríamos decir que era como si me abrazara a un palo de hierro, frío y duro. Ni siquiera muestra algún tipo nerviosismo o malestar, como hubiese hecho cualquier otra persona normal, se muestra totalmente imparcial ante mi gesto tan atrevido.

Lo miro a los ojos, de cerca puedo apreciar que son del mejor ámbar que seguramente he podido ver en toda mi vida y que seguramente no volvería a apreciar en muchísimo tiempo. Intento buscar alguna reacción en ellos, en vano, sigue manteniéndose ajeno a todo.

—Cariño, estás aquí. ¿No ves que estaba perdida? Mira esos hombres, me querían hacer pupa, a mí, tu bizcochito —hablo haciendo un puchero infantil, me sorprende la naturalidad con la que sale, digno de una niña de seis años. Puedo apreciar de reojo como los guardaespaldas esconden de forma estoica sus carcajadas. No me molesta, seguramente, yo también me hubiese reído de haber sido al revés.

A lo que el palo de hierro, lo llamaremos así, coloca sus manos en los bolsillos de su traje de aspecto caro y de un color gris, puedo sentir también cómo aprieta la mandíbula para luego terminar en una sonrisa malvada y misteriosa. Por un momento llegó a sentir, muy a mi pesar, como mis piernas se derriten ante sus gestos tan...No había una palabra adecuada para describirlos.

—Cariño, métete en el coche. Yo me encargo de ellos —pronuncia con firmeza el palo de hierro finalmente, su voz es digna a su persona, dura, fría y varonil. No puedo evitar tragar saliva, ¿y si me estaba metiendo en otro lío más grande yo solita?

Algo me dice que meterme en ese coche será la cuarta peor decisión de la noche, la tercera fue llamarme a mi misma bizcochito.

Nunca hubiese pensado que vender mi alma al diablo sería algo así como subirse al coche de un desconocido.

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