Cap. 2: Problemas

—¡¿Acaso es demasiado pedir que el café que me sirvan esté caliente?! —protesta una bella mujer dejando con enojo la taza de porcelana sobre la mesa preparada con un suculento desayuno de masas y frutas.

—Lo siento, señorita Elizabeth. En seguida se lo caliento —se disculpa una joven ama de llaves apresurándose a llevarse la taza hacia la cocina.

—¿Puedes creerlo, papá? Luego lloran por la calle que se mueren de hambre, y cuando tienen un trabajo ni siquiera se preocupan de hacer las cosas como deben —se queja la joven heredera con una mueca de exasperación checando la hora en su teléfono.

—Acabo de servirme café, y a mi parecer está caliente —murmura el señor Rivera sin quitar su mirada preocupada del periódico que está leyendo.

—Eso es porque te has acostumbrado a tomarlo frío, siempre consientes a la servidumbre, aceptas todo a medias en vez de hacerte respetar. Siempre lo haces con Ana —plantea Elizabeth que no está dispuesta a aceptar que solo lo ha hecho para molestar a la sirvienta.

—Hace casi quince años que Ana no trabaja aquí, desde que su hijo le regaló esa tienda de ropa que ella siempre quiso tener —señala el hombre esbozando una media sonrisa al pensar en que el sueño de esa mujer se haya cumplido.

—¿En serio? Para mí el servicio domestico es todo igual, no podría distinguirlos. ¿Una tienda de ropa? No es una gran cosa, aunque bueno… supongo que su hijo no podía aspirar a brindarle algo mejor —murmura la mujer haciendo una mueca de disgusto al recordar a ese soberbio criado que ni siquiera le dirigía la palabra.

—Víctor ha tenido mucho éxito, es prácticamente un genio en su campo, algo que me hubiese gustado poder decir de ti… —plantea el señor Rivera dejando el periódico sobre la mesa para mirar a su hija a los ojos.

—¿En serio, papá? ¿Uno de tus sermones desde tan temprano? —protesta Elizabeth rodando los ojos con molestia.

—Deberías comenzar a tomarte las cosas con el peso que tienen, cariño. Tienes veinticinco años, ya no eres una niña —expone el anciano con voz cansada, sintiendo el efecto de las noches que lleva sin dormir.

—Soy una Rivera, así que puedo tomarme todo el tiempo que necesite para poder encontrar mi lugar en el mundo —asegura la muchacha con confianza dejando a un lado la taza de café humeante que le han traído, para tomar un vaso de jugo de naranja.

—Me temo que nuestro apellido ya no tiene el mismo peso que hace tiempo atrás, y me recrimino no haber sido capaz de prepararte mejor para la vida real —suspira el señor Rivera mirando con tristeza a su pequeña, todo este tiempo creyó que la estaba protegiendo, pero puede que solo la haya malcriado.

—¿La vida real? ¿Acaso has tomado alguno de tus medicamentos experimentales, papá? Porque no le encuentro sentido a nada de lo que estás diciendo —recrimina Elizabeth arqueando interrogante una fina ceja.

El padre baja la cabeza con pesar ante la situación en la que se encuentra, o mejor dicho al verse obligado a hacer que su hija enfrente la realidad de una manera tan abrupta. Pero ya no puede seguir retrasándolo esperando poder ser capaz de recuperarse, ya lo ha hecho por mucho tiempo, y por mucho que lo ha intentado, no lo ha logrado.

—¡Disculpe, señor Rivera. Aquí el caballero dice ser del Banco America, y ha insistido en verlo, a pesad de que le dejé en claro que debería haber solicitado una cita! —anuncia la ama de llaves con la cabeza gacha sintiendo la presencia del hombre de elegante traje negro detrás de ella.

—Me temo que deberá atenderme, señor Rivera. El Banco ya ha sido demasiado paciente con sus promesas, pero el tiempo se le ha acabado —anuncia el hombre de brillante pelo negro tomando asiento junto al dueño de la casa.

—Los dejaré para que puedan hablar tranquilos, de todas maneras pensaba renovar mi guardarropas, ya casi es cambio de temporada —comenta Elizabeth  poniéndose de pie ante la oportunidad de poder escapar del discurso de su padre.

—No, es mejor que te quedes, es algo que necesitas saber —indica el señor Rivera señalándole la silla para que vuelva a sentarse.

—Bien, como le indicaba, señor. Hace ya una semana que se le venció el plazo para cubrir el dinero adeudado al Banco, se le brindaron muchas oportunidades dado que llegó a ser uno de nuestros mejores clientes, y porque prometió contar con un descubrimiento que revolucionaría la industria farmacéutica, pero no ha sido capaz de cumplir con su palabra —expone el banquero poniendo un maletín sobre la mesa del que comienza a sacar varios papeles que detallan la abundante deuda del señor Rivera.

—¿T-tenemos problemas económicos, p-papá? —pregunta la muchacha con una expresión de horror en el rostro ante la posibilidad de tal cosa.

—Esa es una manera muy sutil de decirlo, cariño. En el ultimo tiempo no he logrado tomar las mejores… decisiones financieras, y he invertido casi todo en un medicamento que podría haber salvado incluso a tu madre —confiesa el padre con profundo pesar al haber fallado tan drásticamente en su noble búsqueda.

 —¡Pero… tenemos campos, casas en casi cada provincia, la Farmacéutica! ¡No puedes decirme que estamos sin dinero con todo lo que los Rivera poseemos! —reclama la heredera sintiendo una presión en el pecho que le dificulta la respiración.

—Todo lo he estado vendiendo para cubrir los gastos de la investigación, y… para mantener tu estilo de vida, hace mucho tiempo que tendríamos que haber pasado a vivir sin excesos. Pero me sentí incapaz de quitarte tus lujos, esperaba poder solucionar todo —responde el señor Rivera que actuó de esa manera creyendo que era lo mejor para su pequeña.

—¡Al banco no le queda más remedio que embargar sus posesiones, no solo la Farmacéutica Rivera, sino también esta propiedad! Lamentamos perder tan buen cliente, pero hicimos todo lo que estuvo a nuestro alcance para mantenerla —declara el banquero extendiendo la orden de embargo ante el anciano que la lee con profunda agonía al ver que perderá todo cuanto ha construido durante su vida.

—¿Qué? ¡No puede estar hablando en serio! ¡Somos la familia Rivera, una familia ilustre de la Argentina, amigos íntimos de Senadores y Presidentes! ¡No puede hacernos esto! —recrimina Elizabeth con la voz empañada levantándose de su silla y golpeando la mesa con su puño cerrado.

—Me temo que ya esta hecho, señorita. Esas amistades le serán muy útiles de ahora en más, seguramente —murmura el hombre con cierto desprecio en la voz ante esa especie de amenaza por parte de esa consentida.

—Elizabeth, por favor… no hagas una escena… no es el momento, y esta vez no te servirá de nada… —ruega el señor Rivera torciendo los labios al sentir un fuerte dolor en el pecho que se le parece extender hacia el brazo izquierdo.

—¡Es que esto no puede ser, papá! ¿Quién se ha creído este hombre y ese Banco para tratarnos como si fuéramos unos muertos de hambre que no pagan sus deudas? ¡Probablemente no ha sido más que la envidia de gente que solo puede soñar con ser como nosotros lo que los ha llevado a querer humillarnos de esta manera! —prosigue la muchacha tiñendo su voz con un matiz de rabia y desprecio.

—¡Elizabeth… ya bas… ay… ugg… —el padre incapaz de seguir soportando el dolor se recuesta en la silla incapaz no solo de defender su legado, sino de mantener la conciencia.

—¿Papá? ¡Papá, ayuda, que alguien lo ayude! ¿Acaso ya se encuentra contento? ¡Mire lo que ha provocado! —acusa Elizabeth mirando con profundo odio al hombre de traje que ni siquiera se inmuta ante el paro cardiaco que su ex cliente sufre delante suyo.

—Todo esto lo ha provocado él, y en gran parte tú también por no ser nada más que una consentida, si al menos el señor Rivera hubiese tenido la suerte de contar con una hija que fuese algo más que una gastadora, las cosas habrían sido diferentes —plantea el banquero desviando la mirada hacia la ama de llaves que está pidiendo una ambulancia por el teléfono.

—¡Salga de mi casa, váyase ahora mismo, no quiero volver a verlo! —grita Elizabeth señalando la puerta con la respiración agitada.

—¿Aún no lo entiendes, malcriada? ¡Quien debe irse de aquí eres tú, esta ya no es tu casa, ahora pertenece al Banco! —anuncia el hombre con una sonrisa divertida al ver el rostro de consternación de la muchacha.

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