Amaya no podía hacer otra que llorar, mientras estrechaba a sus hijas en sus brazos, con la atenta mirada de Damián clavada a su espalda.
Pero ese momento era de ellas y no permitiría que nadie lo interrumpiera o le quitará la magia.
Había deseado tanto volver a verlas, había incluso soñado innumerables veces con ese momento y finalmente se estaba cumpliendo. Se sentía como un sueño hecho realidad.
—Mamá —balbucearon las niñas, haciendo que su corazón se sintiera a punto de explotar en su pecho.
El resto de la visita se dedicó a cepillarles el cabello, mientras les cantaba canciones de cuna que había aprendido en ese tiempo. A sus hijas les gustaban, siempre les había gustado que les cantara.
Amaya les dio la merienda, las baño, las cambió de ropa y sintió que el tiempo no había pasado, que su rutina seguía siendo esa; sin embargo, la realidad la golpeó demasiado pronto.
—Es hora de que regreses —anunció Damián, rompiendo con el mágico instante.
Los ojos de Amaya se humedeciero