Capítulo 6

***ABEL***

Terminé con mis pacientes y faltaba poco para que Carolina llegara. Salí varias veces de mi consultorio asomándome. Estaba ansioso por verla.

—¿Tú qué haces aquí? —escuché a Mónica hablar altaneramente a alguien, pero jamás me imaginé que era a Carolina, quien estaba con su bello rostro consternado por aquella actitud.

—Yo le pedí que viniera —Mónica giró hacia mí, pálida—. Por cierto Mónica, ¿por qué me dijiste que la señorita Carolina, no había llamado?

—¡Ehhh! —no le salían las palabras.

—Debió olvidarlo, doctor —interrumpió Carolina para calmar el momento—. ¿Cierto, Mónica? —la miró con compasión a pesar de lo mal que la trató.

Miré a Mónica con desaprobación esperando que se disculpara con ella.

—Sí, disculpe, señora Carolina.

—No te preocupes, Mónica —le dedicó una sonrisa genuina, sin ningún rastro de haberse ofendido.

Su carácter tan dulce.

Le llamaría la atención después a Mónica. Por lo pronto, quería aprovechar el tiempo con ella.

Le señalé a Caro que siguiera; tenía un vestido sencillo color salmón con zapatillas, una cola alta que dejaba ver por completo las facciones de su rostro, no llevaba mucho maquillaje y tampoco lo necesitaba.

«Sencillamente bella».

Caminó  pasando por mi lado con su elegante forma de andar, me recordó esas muñecas de ballet hechas en porcelana y sin poder controlarlo la detuve para darle un beso en la mejilla. Al saludarla, percibí su olor.

¡Hummm!

Entramos al consultorio y le moví una de las sillas para que se sentara. No fui a la silla de mi escritorio, si no que me puse enfrente de ella en la otra silla para pacientes. Nuestros ojos se veían fijamente, los de ella brillaban con una pequeña sonrisa apenada.

«¡Qué hermosa eres!».

—Cuéntame, ¿qué tal tu día? —le pregunté cortando el silencio.

—Muy bien, ¿y el tuyo?

—Mucho mejor ahora —le dije mirándola a los ojos. Apareció ese rubor en sus mejillas que la hacian ver más angelical.

Un golpe a la puerta nos sacó del momento.

Suspiré.

—¡Adelante! —dije con fastidio.

—Doctor, aquí está organizada la carpeta para el lunes.

—Ok, Mónica, gracias. Déjala sobre el escritorio y ya puedes irte. Hasta el lunes.

—Usted, ¿no se va, ya?

—Voy a atender a Caro y después nos vamos.

—¡Oh! Entonces... Hasta el lunes, doctor —Mónica se despidió solo de mí, le llamaría la atención por ser descortés.

Ella cerró la puerta y nos quedamos nuevamente solos.

—Bueno Caro, muéstrame los exámenes.

Ella sacó de su bolso los papeles y yo los revisé con mucha cautela. Nada fuera de lo normal a excepción de la hemoglobina algo al límite.

—Todo está muy bien. Solo te voy a prescribir unos suplementos y alimentación alta en hierro.

—¡Perfecto, doc!

—Pero, ¿estás segura que quieres hacer esto? —la miré detenidamente a los ojos para encontrar alguna duda que me diera pie para hacerla desistir.

En mis noche pensando en ella, recordaba sus palabras en la primera consulta: "No he hallado con quien", pero hay estaba yo, dispuesto a ser ese quien. ¿Querría ella que lo fuera? ¿Tendría yo alguna oportunidad de demostrárselo?

—Sí... Ehhh... sí lo estoy —bajó la mirada y ¡ahí estaba lo que buscaba! Ella no estaba segura y era todo lo que yo necesitaba.

***CAROLINA***

No sabía que contestar, no había pensado ni siquiera en la inseminación en esos últimos días. Pero se suponía que por eso estaba ahí ¿no? Por lo que le dije que sí, contestando su pregunta.

Podía ver sus ojos en mí, pero no me atreví a seguir mirándolo a la cara.

—Bueno, Caro, es tu decisión... Ahora... —se puso de pie—, quiero que me acompañes a algunos lugares que sé que te gustarán —me extendió la mano para levantarme.

—Por eso el "no vengas en moto".

—¡Exacto! —sonrió ampliamente— ¡Vamos! Primero es aquí muy cerca.

Bajamos por el ascensor, cruzamos por varios pasillos y llegamos a otra parte de la clínica. Se detuvo en un cuarto de almacén y sacó dos batas estériles de cirugía, me dio una y me ayudó a ponerla, luego se colocó la suya. Me condujo al lavabo de manos y me enseño a lavarlas al estilo médico.

—¿A quién vamos a operar? —bromeé mientras frotaba mis dedos con el jabón.

—Ya verás.

Caminamos por el pasillo ynos detuvimos en una puerta que decía: Cuidado neonatal.

¡Uau!

Sé que tenía una gran sonrisa en la cara cuando él volteó a verme.

—Te dije que te encantaría.

Me mordí el labio inferior tratando de contener la alegría.

—¡Doctor, Cardona! —lo saludó un médico saliendo de la sala, el cual se quedó mirándome con intensidad. Me sentí intimidada.

—Doctor, Vasquez —le contestó Abel, con frialdad y se puso aún más serio cuando al notó su mirada hacia mí.

—¿No presentas a tan hermosa dama? —Abel apretó la mandíbula, pero no contestó—. Señorita —se dirigió a mí extendiéndome la mano—. Soy el doctor Vladimir Vasquez —yo solo lo saludé con la palma levantada y le deje la mano extendida.

—Lo siento ya nos esterilizamos las manos —me disculpé para no parecer grosera, pero su mirada me hizo querer mantener la distancia.

Era un hombre atractivo, sí, pero en sus ojos había algo repulsivo.

Abel sonrió antes de hablarle.

—Ya oíste a la señorita, así que, con permiso —con su mano, me indicó que entrara a la sala y lo hice de inmediato.

Ya dentro, la tensión se disipó. Miré por toda la sala y habían mal contadas diez encubadoras y en alguna de ellas habían cinco bebés.

—Quiero presentarte a mis pacientes —pronunció mientras me condujo a una de las encubadoras—. Ella es Isabella —me señaló a una bebita muy pequeñita—, nació antes de tiempo por una complicación en el embarazo, pero Isabella es muy fuerte y ya salió del peligro. Estuvo en UCI por una semana y lleva una semana acá desde que nos demostró cuán fuerte es para respirar por si sola.

—Qué ternura, Isabella —le hablé a la bebé—, eres una guerrera —Le acaricié el piececito.

Luego pasó a otro bebé.

—Él es Samuel, nació en perfectas condiciones hace unas pocas horas. Estamos esperando los examenes rutinarios y monitoreándolo para que se vaya pronto con sus papitos.

—¡Hola, Samuel! —era un precioso bebé de tez morena.

—Ruben y René, gemelos, hubo que sacarlos un poquito antes, estamos esperando los analisis rutinarios para que se vayan a casita.

—¡Qué bellos! Son idénticos.

—Y ésta —Se acercó a una de las cunas—, es mi favorita, se llama Camila. Tiene síndrome de down y su mamá la abandonó cuando  supo de su condición —dijo suspirando.

—¿Qué? ¡por Dios! ¿Qué clase de mujer hace eso? —me enojé muchísimo, no podía creer que una mujer que lleva a su bebé en el vientre sea capaz de abandonarlo por una condición que no es su culpa.

En ese momento Camila se puso a llorar.

—¿Puedo cargarla? —le pregunté a Abel.

—Claro que sí —sonrió con ternura.

La tomé en mis brazos y la acuné con cuidado.

Era hermosa, su condición la hacía más bella, la arrullé hasta que se quedó dormida. 

No me había percatado que en todo ese tiempo, Abel no dejó de mirarme.

—Eres una mujer increíble y serás una mamá maravillosa —susurró acariciando la cabeza de la bebé. Sentí un fuerte calor en mis mejillas y agradecí que la luz fuera poca en esa habitación.

—¿Qué pasará con ella? —quise saber.

—Por suerte sus abuelos la reclamaron, se harán cargo de ella como hija suya. Solo faltan unos requisitos y que se haga el proceso con el bienestar infantil.

Suspiré de alivio.

Seguí contemplándola por un rato más. Seguía sin entender cómo su "madre" la había abandonado. Pensé en lo injusta que es la vida; mujeres queriendo tener un bebé y otras abandonándolos. Mis ojos se llenaron de lágrimas.

La besé varias veces en la frente y la coloqué en su cuna.

Abel se me acercó y con sus dedos limpió las lágrimas que me resbalaban.

Sentí esa corriente agradable  por su contacto, que me hizo cerrar los ojos.

—Ella estará bien. Yo mismo me cercioré que sus abuelos querian y podían cuidarla.

Lo miré con una media sonrisa.

—Gracias por traerme aquí.

—Es para mí un placer.

Estuvimos un rato más y luego salimos de la sala, nos quitamos la indumentaria médica y después de dar varios vueltas, salimos al parqueadero donde estaba estacionado su carro.

A unos metros de distancia estaba el Doctor Vasquez con una enfermera recostada a un auto hablándole al oído, ella se veía incómoda. Cuando notó nuestra presencia se separó de la pobre muchacha, la cual aprovechó para zafarse y salió del parqueadero, casi corriendo.

—Cardona —volvió a saludar Vasquez caminando hacia nosotros—, señorita, ahora si podemos presentarnos como debe ser —tendió nuevamente la mano hacia mí— Vladimir Vasquez...

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