Capítulo 13

13

Subyugado ante el cansancio de aquella noche, Carlos llegó a la casa sin hacer mucho ruido. Se quitó y aventó los pantaloncillos a un rincón, encendió un cigarrillo, y navegó en sus cavilaciones. Estaba cansado, eso era evidente, pero no de manera física, sino más bien agotado mentalmente. Eso de tratar con aquel par de estúpidos maricas e incompetentes era agobiante y deprimente, aunque debía admitir que era un par excelentísimo de cachorros perfectamente moldeables para su causa.

El primer trabajo estaba hecho, y era bastante bueno y aceptable según sus propias expectativas con respecto a esos dos. Lo cual lo dejaba posicionado en una atractiva y adictiva situación. Si seguían de la misma forma, en poco tiempo harían una buena lana. Por lo tanto, le gustara o no, debía darles bastante carnada para que siguieran jalando el carrete un rato más.

Dio una fumada y soltó el humo sin premura.

La casa estaba hecha un asco; con los pisos atiborrados de ropa sucia, periódicos o revistas de hace dos años. Cojines y sabanas sucias. El televisor, así como otros muebles, estaban llenos de polvo. No solo podía verse la incompetencia de Lorena como esposa, sino que incluso se olía a metros de distancia.

Desde que nació Jesús, Lorena se había obligado a creer que no debía seguir trabajando, esto con el fin de estar al pendiente del bebé, sus cuidados y también del aseo de la casa. Esto último no lo llevaba, estrictamente, al pie de la letra, pero Carlos debía admitir que al menos cuidaba bien de Jesús... ¿Pero acaso con esto era razón suficiente como para perdonarle que la casa pareciera nido de ratas? ¡No! Al niño solo se le debía dar de comer y cambiar de vez en cuando el pañal. ¿Qué había de la otra parte del tiempo? Con seguridad se rascaba la vagina, y comía mientras estaba idiotizada en el celular. ¿Y la casa? ¡Bien gracias!

Se levantó al no seguir soportando aquel basurero.

Carlos no era un sujeto limpio, pero por todos los cielos que tampoco era un cerdo al que le gustara dormir rodeado de papeles y polvo.

Recordaba a su madre, ella sí que mantenía la casa limpia a pesar de trabajar por ocho horas. Incluso su padre le ayudaba de vez en cuando. Pero Lorena parecía un caso perdido. Carlos rara vez le decía algo con respecto a este tema, pues en su mayoría se enojaba y quejaba del ajetreante trabajo que demandaba el bebé. Prefería no decir nada para no buscarse pleitos, pero las cosas comenzaban a apestar seriamente en ese lugar. Aun cuando Jesús tenía apenas un par de meses, Lorena se encargaba de tener la casa limpia, pero últimamente parecía enfocarse en levantar un apestoso corral para cerdos.

Recordó la barra de metal que llevaba en la mochila y el golpe con el que había últimado la vida de aquel perro. Por efímeros y desagradables momentos deseó hacer lo mismo a Lorena. Claro que no lo hizo, y tampoco lo haría en un futuro. Nunca en su vida había golpeado a una mujer, y no creía correcto que fuera era el momento de empezar.

Lo que sí haría la mañana siguiente, antes de salir y ofrecer las herramientas, era obligar a Lorena a limpiar todo aquel marranero, o de lo contrario las cosas se pondrían muy mal. Si tanto le gustaba mantener aquella inmunda escena, pues bien podría largarse y hacerlo en cualquier otro lado menos ahí.

Antes de irse a dormir, pasó la mano sobre su costado izquierdo; ahí seguía. Sintió el cálido metal que acariciaba su abdomen. Agradeció por no haberse visto en la necesidad de usarla. Y es que en realidad no la llevaba para usarla en caso de que las cosas se pusieran feas con el dueño del cobertizo, al contrario, la traía ya que esperaba que alguno de aquellos maricas (en especial Raymundo) llegara a claudicar en un momento crucial del robo. Por fortuna no fue así, y esperaba que los momentos de duda no se presentaran de nuevo.

Se fue a dormir.

A la mañana siguiente, después de almorzar y antes de salir de la casa, tomó algunas fotografías a las herramientas y habló por celular a Mauro para saber si estaba disponible. Mauro era un sujeto de unos cincuenta años que tenía un taller de soldadura y desponchado. Un viejo lobo de mar con respecto a ese tipo de mercancía, y el cual daría un precio justo y razonable. Ya anteriormente había trabajado con ese cabrón, y le agradaba bastante, pues los asuntos siempre se trataban muy por debajo del agua.

Sí, aquí estoy en el taller. Puedes venir y mostrármelas... pero no traigas nada. ¿Me entiendes? —Berreó. Y claro que Carlos lo entendía, no era tonto ni mucho menos como para sacar la merca de día.

Ocultó las herramientas y salió sin despedirse de Lorena, dudó que ella le hubiera respondido el gesto luego de lo sucedido. Y es que a pesar de que Carlos le pidió de la mejor manera que se hiciera cargo de limpiar la casa, Lorena se había encendido como si alguien le hubiera metido explosivos tanto en el culo como en la vagina.

—¿Crees acaso que me gusta estar aquí? —había alzado la voz, señalando el suelo sucio manchado por una sustancia pegajosa. Carlos pensó que debía de ser refresco que llevaba ahí un par de días. ¡Preferiría mil veces estar haciendo lo que sea que tú haces en lugar de quedarme encerrada en esta puta casa!

Recoge un poco aunque sea —Respondió Carlos, y se largó sin la esperanza de que hiciera caso. Las cosas, que no le convenía escuchar, normalmente, le entraban por un oído y le salían por el otro.

Llegó al taller de Mauro. Asolado por las previas palabras de su mujer y su inaceptable comportamiento.

El viejo se encontraba trabajando en lo que parecía ser una puerta. Tenía un envase de cerveza envuelto en periódico muy cerca de donde soldaba. Llevaba puesta una careta para soldar con pegatinas de fuego a los costados. Al percatarse de la presencia de Carlos, apagó el fuego y se quitó la protección del rostro.

Se enderezó, llevándose las manos hacia la espalda baja y estirando los músculos. Sacó un pañuelo sucio del bolsillo trasero y se lo pasó por la prominente calva.

Hasta que te dejas ver, habías estado más quieto que un gato muerto, o ¿es que ya tenías planeado alejarte del negocio?

No, la verdad no. Solo he tenido algunos inconvenientes a causa de mi hijo...

—¿De verdad? —lo interrumpió. Ya veo, sería bueno que fueras refrescando la memoria. —Dijo en voz baja, luego dio un trago a la cerveza.

Carlos esbozó una sonrisa forzada, y casi al instante la borró de su rostro. Reír frente a Mauro, cuando hablaba en serio, era tan estúpido e irreverente como reír en un sepelio.

Se apresuró y sacó el celular para mostrarle las fotos.

Tal y como dijiste, es buena merca y de buena marca. Hoy sí que la has hecho en grande —comentó al tiempo que deslizaba el dedo en la pantalla táctil del celular. Después sacó unas llaves del bolsillo y se llevó una al interior del oído como si se tratara de un cotonete. Una costumbre tan desagradable que se negaba a abandonar a pesar de su edad. ¿De dónde lo sacaste?

Oh, vamos. No esperas que te lo diga... ¿verdad?

¿Y por qué chingados no? Después de todo, somos socios.

Bueno sí, ¿pero acaso tú das mi nombre, o el de los demás, cuando acomodas estas cosas?

¿Por quién me tomas? ¿Por estúpido acaso? Esta mercancía viene del otro lado del charco. Es lo único que deben saber. En cambio, a mí me es importante saber de dónde se saca todo, así estoy seguro de no cagarla al ofrecerla a los dueños.

La tomé de la casa de Gilberto Serna —respondió, y Mauro soltó una carcajada tan seca que tuvo que beber más cerveza. Se distinguía la desagradable resaca que lo flagelaba.

—¿Del viejo amargado ese? Ja, ahora sí que no solo la has hecho en grande, también la cagaste... y si me permites decirlo, bien cagada. Es mejor que salgas pitando de aquí, y ni se te ocurra traer esas pendejadas que robaste de ahí —berreó, y continuó en lo que sea que trabajaba. Parecía una puerta o un portón, y después de lo que escuchó, bien podría ser un dildo gigante.

—¿De qué hablas? ¿Qué quieres decir con eso?

No cabe duda de que sigues siendo un muchacho nalgas miadas —al decir esto, Carlos se le dejó ir como perro rabioso. Oh, oh, oh, espera, vaquero. Sugirió, alzando la soldadora, y con rapidez pasmosa la encendió.

No vuelvas a llamarme así.

Te llamo como a mí se me hinchen los huevos. Ahora lárgate de aquí —Carlos se le quedó mirando con ojos poco amigables, dio media vuelta y se fue hacia la puerta.

—¿A qué te referías con eso de que la cagué? —se atrevió a preguntar, esperanzado de no salir de ese lugar con el culo quemado.

Ese viejo tiene cámaras por todos lados. Es un anciano pensionado que no tiene ni puta idea de dónde gastar su dinero. Sabías de esto, ¿verdad? —Preguntó con voz despreocupada y atiborrada de burla. En realidad, Carlos lo desconocía. Con una puta que lo ignoraba todo. ¡Todo! Se maldijo por su carente falta de información, pero, sobre todo, por su incauta anticipación.

Sin duda, esos impulsivos actos podrían ser su ruina... junto con la de aquellos dos afeminados a quienes apenas había convencido de empezar con el tema de los robos.

Pero, lejos de aquella preocupación, ¿cómo demonios es que podría haber sabido todo aquello? Era imposible. Hacer preguntas delataría a cualquiera.

Deseó largarse de ahí lo antes posible, pero Mauro lo retuvo un tiempo más.

Pero olvida la puta casa y sus putas cámaras. Espero que traigas el dinero que quedó pendiente desde nuestro último negocio.

Tenía pensado pagarte con lo que se lograra vender de estas herramientas —respondió, y alzó el celular. Lo cual era mentira, a decir verdad lo había olvidado.

Herramientas madres, pendejo. Hace ya más de diez meses, ¿esperas pasar el año o qué?

No, solo dame tiempo. Acomodaré todo esto y vendré a pagarte...

Si vuelves a hacer ojo de hormiga, juro que voy y te saco de las greñas a tu casa, muchacho. No me importa la relación que haya tenido con tu padre, aquí el asunto es punto y aparte. ¿Entiendes?

Sí —respondió en voz baja.

—¿Qué?

¡Sí, está bien! ¡Entiendo!

Por tu bien, eso espero. Procura pagarme antes de que termines de ahorcarte, de lo contrario, el que duermas y cagues en una prisión será una de tus últimas preocupaciones. Ahora lárgate, tienes un humor de mierda.

Finalmente, Carlos se largó sin decir más, pues no era necesario. Después de haber visto los enormes ojos brillantes de Mauro cual gotas de agua que arrancan destellos de una bombilla, no se le antojaba compartir unos segundos más en ese lugar.

En realidad, había olvidado la deuda pendiente, la cual era de dos mil miserables pesos, pero hasta una moneda da de comer a una bola de mendigos. Y a esas alturas, dos mil pesos parecían inalcanzables para Carlos.

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