Capítulo 14

14

Esa noche había dormido como un tronco a pesar de los sonidos que le perturbaron el sueño en un par de ocasiones, los cuales atribuyó a Mapache, su perro, que seguramente se había puesto a jugar con algún bote de plástico.

Despertó a las seis de la mañana. A su edad, pensionado y con un dolor en la próstata, que en algunas ocasiones era capaz de doblarlo cual rama seca de un árbol, le parecía absurdo poner los pies sobre el mundo tan temprano. Aunque esta rutina era una ley estrictamente establecida en viejos jodidos como él. Le hacía recordar que se encontraba en el último sendero.

Encendió la cafetera y le añadió agua, llenó el filtro de café, y dejó un par de tazas sobre la mesa. Después de dejar haciendo el café, salió al patio trasero para echarle comida al perro. Sorprendiéndose al no verlo sentado frente a la puerta como era habitual en él.

—¡Mapache! —gritó, pero el perro no se acercó. Pensó que seguramente se encontraba en la parte frontal—. Ya vendrá.

Llevaba la guardia tan baja, como cualquier otro día, que no prestó atención al estado de la puerta hasta que sacó las llaves y se dispuso a abrir el candado, el cual no estaba. La puerta se encontraba golpeada y medio abierta.

Con la rapidez que le permitieron sus viejos y cansados músculos, entró, y sin necesidad de echar un vistazo profundo, pudo deducir lo que faltaba; bastante herramienta. Y no solo eso, era la puta herramienta más costosa.

Salió del cobertizo lanzando maldiciones a diestro y siniestro. No le interesaban las herramientas, bien podría ir a comprar nuevas, pero lo que sí le cagaba era que alguien hubiera entrado a su casa con todas las libertades para realizar semejante delito.

Fue al patio delantero, esperanzado a que esas mierdas no hubieran hecho destrozos en algún otro lugar. Pero para su mala fortuna aquellas barbaries no se limitaron solo en el hurto, pues encontró a su perro, en uno de los rincones, con la cabeza hecha papilla. La piel se perdía en un caldo de sangre coagulada junto con los sesos y pedazos de hueso.

Se llevó ambas manos a la cabeza, como intentando arrancarse los cabellos. Por fortuna no tenía, de lo contrario habría cumplido con su cometido.

Deslizó sus ojos, como un tren sobre los rieles, por todo el patio y el enrejado. Le abordó un intenso dolor en la próstata tan agudo que profirió un breve grito. A continuación le dieron unas ganas astronómicas de orinar. A pesar de eso, no corrió al baño, pues sabía lo traicionera que se había convertido su uretra.

Cuando el dolor se hubo marchado, se dedicó a buscar un saco, de esos en lo que venía el fertilizante que usaba para sus plantas, con el fin de echar el cuerpo del animal. Trabajo que no fue tan desagradable como lo había pensado. Se calzó unos guantes (dos en cada mano), y se dedicó a recoger los fragmentos de cráneo, estos parecían pequeñas rocas puntiagudas. Cuando levantó los pedazos de sesos, le fue imposible evitar compararlos con trozos de gelatina.

Echó un poco de tierra al costal con el fin de evitar que la sangre saliera y manchara el piso de cemento.

Sentía una exasperación impetuosa que crecía a la par con el dolor de la próstata. En realidad quería a su perro aunque este era más feo que el culo de un mono. Lo quería y cuidaba bastante. Y aún recordaba aquel día en el que lo encontró en medio de la calle, arrastrándose como un gusano. Pero Mapache no era un gusano, y se arrastraba por culpa de un pendejo que le había golpeado con su auto. Gilberto había dejado de hacer todo lo que tenía que hacer aquel día con el fin de llevar al pobre perro con un veterinario. Al final de todo, había decidido adoptarlo, de lo contrario quedaría expuesto, una vez más, a las calles y su gente pendeja.

Todo el tiempo dedicado, así como el dinero invertido, se iría directito a la basura.

Llevaba más de cinco años con su perro, y ahora, por culpa de uno o varias comemierdas, su perro ya no estaba. Esto no solo le hirvió la sangre, también le hizo sentir tristeza, tanta que los ojos se humedecieron y arrancaron destellos al sol matinal que iba ascendiendo por el este.

Se encaminó a la casa, fue al baño, y luego de estar sentado por unos diez minutos esperando a mear, fue a la computadora para ver los videos de las cámaras de seguridad.

En total tenía instaladas tres cámaras; una en la parte delantera de la casa, otra atrás, donde se encontraba el cobertizo, y una más dentro de la casa. En realidad nunca esperó usarlas realmente, pero siempre debía existir una primera vez. Incluso había veces en las que las desconectaba y duraban así algunos días. Pero por fortuna, esa noche estuvieron conectadas, o al menos eso creía, pues cuando revisó la cámara frontal, esta se encontraba apagada a causa de lo que parecía ser una falla. Después de todo, eran cámaras con más de ocho años de antigüedad. Pero no mostró desesperación ante esto, intentó tranquilizarse y revisó la cámara trasera; funcionaba.

Sonrió triunfante.

Vio con una creciente impaciencia el video. Comenzó a reproducirlo a partir de las ocho de la noche. Gilberto se había dormido pasadas las diez, y estaba seguro de no haber escuchado ningún ruido en ese par de horas, pero aun así dejó que el video corriera desde antes.

No fue hasta que el reloj de la cámara marcó la una de la mañana con tres minutos, cuando aquellas jodidas ratas aparecieron en la pantalla. Redujo la velocidad del video. Las sombras, delgadas y alargadas, se movían con total descaro sobre el patio trasero. Se acercaron al cobertizo, y en menos de un minuto (estuvo seguro de esto, pues contó los segundos que pasaron) abrieron la puerta y entraron.

Por unos minutos, no volvió a verlos. Eso le causó una impotencia desagradable. Sabía que las ratas estaban dentro del cobertizo, pero no veía todo lo que agarraban o se metían a los bolsillos.

Luego de unos momentos de creciente desesperación, aparecieron de nuevo; cargados hasta los dientes de las cajas de herramientas eléctricas. ¡Sus jodidas cajas de herramientas! Unos segundos más, y desaparecieron del lente de la cámara.

Gilberto se reacomodó en la silla y le asaltó un dolor vehemente en la próstata, acompañado de una sensación abrumadora de orinar.

Corrió al baño y se sentó en el inodoro. Tardó unos minutos antes de que la orina decidiera salir. Realizaba un esfuerzo que le causaba un ardor terrible, tanto, que en un par de ocasiones se llevó las manos a la cabeza.

No le molestaba sentarse para orinar, después de todo, nadie lo sabía más que su esposa, y ninguno de los dos iría y abriría la boca con los vecinos. Pero lo que sí le irritaba era saber que a causa del prolongado tiempo que duraba sentado para mear, se estaban desarrollando unas bellísimas hemorroides en su culo. Lo que le obligaba a durar la misma cantidad de tiempo a la hora de cagar.

Era absurdo intentar aceptar que todo aquel asunto del robo se había efectuado mientras él dormitaba como un bebé. Mientras un millón de jodidas estrellas arrojaban su brillo débil sobre las calles de la ciudad y los techos de las casas. Apenas y lograba creer que hubiera sido él el afectado. Podía asegurar que si se hubiera topado con esos cabrones les habría metido unos plomazos en el pecho.

Respiró hondamente y regresó a la computadora. Luego decidió hablar a la Comandancia de Policía Zona Este. Mientras lo hacía, pudo sentir cómo la sangre le hervía y cocía sus arterias.

El teléfono sonó varias veces, y antes de que algún policía contestara, le invadieron las ganas de mear de nuevo.

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