Sí él podía marcharse tranquilo.
Tranquilo para irse al extranjero con su amada Isabella embarazada.
Por varios meses, sin necesidad de volver.
Pero lo que no sabía era por qué mis suegros, que disfrutaban de su jubilación en el extranjero, habían decidido regresar de repente.
Tampoco sabía que sus padres ya estaban al tanto de todas las infamias que me había hecho.
Solté una risa fría y no puse objeción.
Fui yo quien le rogó a su madre que volviera.
Porque tenía claro que, sin ayuda alguna, nunca podría liberarme de las garras de Mateo.
Al verme sin reacción, se agachó y me miró con una falsa ternura.
—Valentina, yo te amo.
—Cuando Isabella dé a luz, volveré a tu lado.
Sus palabras no significaban nada para mí.
Aunque en este momento lo pensara de verdad, bastaría una palabra de Isabella para que rompiera sin piedad cualquier promesa hecha a mi nombre.
Así que sus palabras jamás volverían a encontrar eco en mí.
Solo faltaban tres días.
Tres días para que se librara de mí por completo.
Para que por fin pudiera asumir en exclusiva el papel de padre del hijo de Isabella.
Esa noche, Mateo no durmió en casa.
Porque Isabella dijo que el bebé se movía mucho, y él inmediatamente buscó una excusa para ir a acompañarla.
Con cuatro años de novios y tres de matrimonio a mis espaldas, siempre había creído que Mateo me amaba.
Hasta que Isabella regresó. Hasta que ella quedó embarazada de otro.
Y de repente, todo cambió.
El esposo que antes al menos parecía amarme, ahora estaba completamente volcado en cuidar a otra mujer.
Yo, encerrada en esta jaula sin luz, sentía cómo mi amor por él se consumía gota a gota.
Fue tal la decepción acumulada, que borró hasta el último rastro de ese amor.
Así que era hora de irme.
Al día siguiente, Mateo dijo que vendría personalmente a recogerme a la fiesta de cumpleaños y llamó varias veces para apurarme.
Pero cuando salí, solo encontré el coche de los guardaespaldas.
—Valentina, tengo unos asuntos que atender.
—Ve tú primero, yo llegaré en seguida.
Como no había depositado esperanza alguna, no cabía espacio para la decepción.
El viento gélido del invierno cortaba mis mejillas como una guadaña.
Pero no sentía dolor alguno.
Igual que mis sentimientos por Mateo.
De la decepción a la desesperación, ya no quedaba ningún dolor que pudiera herirme.
El coche se detuvo frente a un club exclusivo.
Fruncí el ceño, pero bajé.
Guiada por los guardaespaldas, entré en una sala privada.
Pero no reconocía a nadie.
Las miradas extrañas de todos parecían atravesarme como cuchillos, cargadas de sarcasmo y desdén.
Como si fuera basura, se apartaban.
—Le puso los cuernos a Mateo y todavía tiene la cara de dejar que él le organice un cumpleaños.
—Pobre Mateo, que todavía le permite conservar a ese bastardo.
—No sé qué le vio, ni siquiera le llega a los talones a Isabella.
Hablaban alto, a propósito para que yo oyera.
He aquí la obra maestra de Mateo.
No podía permitir que Isabella enfrentara las críticas de sus padres, pero nunca pensó que el daño que yo sufriría por ellos sería mil veces mayor.
Hasta podía aguantarlo, pero no que señalaran a mi hijo con el dedo.
Me puse de pie, decidida a irme.
Después de todo, no parecía que yo fuera bienvenida en mi propia fiesta de cumpleaños.
Pero al abrir la puerta, me encontré con Mateo e Isabella en el umbral.
Él, evitando mi mirada con culpabilidad. Ella, esbozando una sonrisa de triunfo.
Supe que, desde la puerta, lo habían oído todo.
Oyeron cómo me insultaban.
Y cómo se burlaban de mí.
Y él no dijo nada, solo permitió que Isabella me empujara de nuevo adentro.