DEL TÉRMINO “COSA” 3

Aun así, con las piernas temblorosas y el corazón comprimido, empecé a caminar con Yule por la carretera, aferrada a la esperanza de encontrar algún camión lechero de los que solían pasar a esas horas al pueblo. Pero nada, nada pasaba. El camino largo y polvoriento empezaba a oscurecerse y las historias sobre brujas y demonios empezaban a aflorar en nuestras mentes y bocas. Se aproximaba el paso de la Piedra del Diablo, monumento simbólico creado por los habitantes de la aldea y los pueblos cercanos para referirse al lugar donde, supuestamente, un hombre había vendido su alma al diablo. Nadie quería pasar por allí después de las seis de la tarde y aunque unas niñas como nosotras, pobres y harapientas, jamás hubiésemos podido aspirar a ver la hora en un reloj; el canto del surrucuco y los colores rojos en el cielo, indicaban que nuestra hora estaba llegando. “¿Qué haremos?” le preguntaba angustiada a Yule. “¡Cerremos los ojos con fuerza y corramos!” ¡Vaya idea la de Yule! Cerrar los ojos y correr por una carretera de tierra amarilla, cubierta de rocas puntiagudas y grandes baches, rodeada además de cercas con alambres de púas y uno que otro perro rabioso que cuidaba las fincas.

Y justo antes de arrojarnos al vacío absurdo de nuestra insensatez, nuestros oídos captaron la más hermosa melodía que por aquellos caminos se pudiera escuchar. Muy pequeño, al final de la carretera y levantando el polvo del suelo, empezó a hacerse visible uno de los camiones lecheros. Un suspiro de alivio y una hermosa sonrisa empezó a dibujarse en nuestros asustados rostros. “¡Saque la mano, saque la mano!” le ordené a Yule quien en seguida empezó a agitar la mano cual soldado extraviado en territorio enemigo, justo cuando ve el avión de rescate pasar sobre él. Envuelto en una humareda polvorosa y dando saltos en la carretera, el camión se detuvo unos metros delante de nosotras y salimos corriendo, subiéndonos de un salto en la parte trasera del camión. El conductor ni siquiera se asomó a vernos. Estaban acostumbrados a recoger almas solitarias que vagaban sin prisa por aquellos caminos, envueltos en la neblina más fría o en el sol más despiadado.

La tarde se terminó luego de recorrer el serpenteante camino y vimos asomarse el caserío. Golpeamos las bombonas de leche como si de una campana se tratara y empezamos a gritar: “Por acá, por acá”. El sonido seco y metálico del camión fue disminuyendo a un costado de la carretera y procedimos a bajarnos. Un baño de humo negro y de polvo nos devolvió a la placita de la aldea, donde miré de reojo hacia la casa del señor Faustino y no pude evitar recordar aquella escena y sentir la misma sensación de asco y vergüenza. Ya la noche había caído y caminamos rápidamente el trecho que faltaba para llegar a nuestras casas. Persignándonos y con la boca cerrada, atravesamos la placita, la casa de señor Augusto, la finca de la señora Filomena, la casa de la señora Carmen y más adelante, la de su hija y su sobrina, hasta llegar al lugar donde el camino descendía de golpe, para adentrase al final de la calle donde solo quedaban las casas de la familia de Yule y la mía.

¡Qué maravilloso se sentía llegar a casa luego de haber presenciado aquel torrente de imágenes terribles! El resplandor del fogón, tintineante y amarillo, llenaba el espacio de la cocina. Las siluetas de mis hermanos se reflejaban en las paredes, mientras estos, sentados en el suelo o en los taburetes, comían las mazorcas que papá estaba asando en el fogón. Mamá, quien venía del patio trayendo el café, al verme exclamó: “¡¿Dónde andaba, Clarita?! ¡Mire cómo está de sucia!” Sin embargo, sucia y como estaba, tomé mi mazorca y me la comí. A veces, comer eso era bastante.

Yo vivía en una casa humilde, una construcción rural en forma de L que mi madre había heredado de su padre. La casa, ya bastante ruinosa, tenía paredes de barro y bambú pintadas de un blanco manchado por el sucio y tenía el piso de tierra. El techo, de tejas rojas cubiertas de musgo, estaba muy maltratado por el tiempo y la lluvia. Las habitaciones y la cocina se distribuían alrededor de un patio de piedras grises, separado por un gran corredor. Mi cuarto estaba amoblado con dos camas y montones de trapos, y la cocina, no tenía más que una mesita y tres taburetes. En una esquina de la misma, se ubicaba el fogón que cocinaba nuestra pobre comida y que tenía el techo negro, y en la otra esquina, había una gran batea de la que goteaba agua fría y clara todo el día.

A pesar de la pobreza, en mi casa todo era felicidad. Era el lugar de la tranquilidad y del amor familiar, el lugar donde podía refugiarme de todo lo brutal que me acechaba afuera. Incluso, cuando había hecho mal y los remordimientos me consumían en lo más profundo de mi ser, yo podía sentirme piadosamente perdonada en la mirada amorosa de mis padres. También mis hermanos representaban el amor y la felicidad. Yo era la cuarta de una escalera de nueve hermanos, quizá, un lapso de dos años nos separaba el uno del otro. Mis hermanos mayores eran el ejemplo a seguir. Había que respetarlos y obedecerlos, dada su gran madurez. Ellos jamás podrían pertenecer al mundo de los jóvenes, aunque lo eran, pero mis hermanos jamás. Para Emiliana estaba reservada la gloria en la ciudad, pues iba muy bien en la escuela y en un futuro no muy lejano algún tío vendría por ella. Mauricio trabajaría en los campos con papá y fundaría una familia, y Eloy haría todo lo contrario. Ellos eran, simplemente, inalcanzables para mí. Así que solía acercarme a los más pequeños, con quienes jugaba y me divertía. Con ellos compartía muchas experiencias y aprendizajes, pero nunca, aquellos secretos oscuros que yo podía compartir con mis amigos de la aldea o del colegio.

En los juegos con mis hermanos –aquellos que distaban mucho de los que se jugaban en el mundo de los jóvenes- yo solía sentirme rodeada de un aura de amor y de bondad. Jugaba por horas sin parar. Recuerdo con especial melancolía mi casita de muñecas. Era un esperpento de dos pisos que había construido con los insumos provistos por papá (un par de rejillas de metal y cuatro ladrillos rotos y gastados). Todo en ella era improvisado, imaginado. Francamente la casita era muy fea y herrumbrosa, pero yo la imaginaba como aquellas mansiones donde no había estado jamás, esas que podía ver en los cuentos de la escuela o en alguna película que había tenido la suerte de ver. La muñeca sucia y desgreñada no cabía en la casa, pero tenía una vida genial: un esposo e hijos, un trabajo y una profesión, un auto y un perro. Lo tenía todo. Y lo mejor de todo, vivía en la ciudad.

El sueño de cualquier niño de la aldea era llegar a la ciudad. Muchas veces, venían los tíos de aquellas latitudes y alrededor de ellos, como si fueran satélites, se pegaban los niños polvorientos con las mejillas llenas de mocos y la mirada elevada al cielo, suplicando que los llevaran a la ciudad. “Tío, lléveme a la ciudad. Tío, lléveme a la ciudad”. Era la suplica angustiante y repetida de los niños que, desesperados, querían irse de la aldea porque sabían que era la ciudad el lugar donde podía haber un futuro para ellos. Anécdotas maravillosas se contaban de los que pudieron llegar allá. A veces, aquella idea se me presentaba esperanzadora y atrayente. Se decía que nuestra meta en la vida era estudiar y superarse, llegar a ser lo que los padres no habían podido. Mi padre decía que debía estudiar y marcharme del pueblo, mi madre, por su parte, aceptaría lo que yo quisiera, pero mi tía, ella si no pensaba igual. Pronto, la oportunidad de vivir en el pueblo tocaría mi puerta y con ella, la esperanza de alcanzar esa meta. Pero, no sabía yo que el camino era largo y tortuoso, y que debía enfrentar numerosas pruebas que pondrían en juego todas las aspiraciones de mi familia, e incluso, las mías.

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