DEL TÉRMINO “COSA” 2

Y era en el mundo secreto de los jóvenes dónde las “cosas” emergían de los pantalones de los muchachos. Pero aquello no se decía, ni siquiera se pensaba. Yo nunca había visto una, para colmo, carecía de fuentes fiables sobre su apariencia, salvo complicadas imágenes que nos mostraban durante la clase de educación para la salud y que insinuaban vagamente cómo podían ser por dentro. Ninguna de aquellas indicaciones me bastaba para poder hacerme una idea, y no podía buscarlas ni siquiera en mi familia o la religión. Los pocos consejos que nos daban sobre sexualidad, terminaban siendo complejos crucigramas, advertencias engañosas y terribles tratados de castidad. Algunos se nos instalaban de golpe y porrazo en el cerebro y nos hacían temer de las disposiciones morales que Dios establecía para nosotros en las leyes de la Iglesia o los Diez Mandamientos.

Había tanto misterio alrededor de ese tema que yo sólo podía pensar que el demonio mismo se escondía en esos pantalones. Pululaban por todos lados. Donde quiera que una mirara, estaba aquella cosa escondida que parecía atrayente y enigmática, pero que muy pronto, le llenaba a una de angustia y temor. Resultaba agobiante imaginar que aquella “cosa” pudiera alcanzarte. Todas las “cosas” y sus misterios pecaminosos nos acechaban en cualquier lado. Podían esperarnos en algún callejón, en la próxima esquina, en el río, en el monte, en el muchacho que jugaba a la pelota, en el borracho vagabundo de la plaza, en el más respetable vecino, en los superhéroes de las películas o en los músicos de rock. ¡Estaban en todas partes!

Recuerdo la primera vez que vi una... “cosa”.

Luego de aquel incidente con Alex y Dennis, cuando íbamos subiendo, todavía a la sombra de los árboles, después de caminar un sendero por una empinada cuesta, me volví y ví la aldea muy pequeña. Continuamos el ascenso hasta lo más alto de la montaña, por donde pasaba la carretera y una vez allí, Yule dijo que no podía continuar y se sentó en el borde de la misma. Me quedé de pie, resoplando del cansancio y contemplando el caserío desde lo alto. Estaba atravesado por una calle de piedra que se extendía de punta a punta y de la cual se pegaban las casas como si fueran peces en una carnada. Había una placita pequeña en el centro y abundancia de plantas en el lugar, pero no eran árboles de gran altura, sino más bien arbustos y rosales. Más allá, detrás de las casas, surgían infinitas extensiones de campo verde pastadas por vacas que se movían lenta y pesadamente, y más lejos todavía, las cimas de las montañas parecían surgir abruptamente entre las curvas que dibujaba el río en su paso hacia el pueblo. Miré a Yule de nuevo, pero ésta había entrado en una especie de sopor, acostada sobre el suelo con los ojos cerrados y el reflejo de un sol brillante en el rostro.

Volví a mirar el caserío y vi sus techos rojos, sus amplias fachadas con ventanas grandes y los rosales que cubrían sus patios centrales. Reinaba una calma absoluta y nadie transitaba por allí, en aquellas horas de la tarde. Sentía el sol tibio sobre la cabeza, la brisa helada en la espalda y escuchaba el viento soplar desde las cumbres. De repente, percibí un movimiento que antes no había estado allí. En ese momento afiné la vista: ¿Qué es lo que veo sino al señor Faustino, el dueño de la tienda de abarrotes? El señor Faustino vivía en una de las casas más acaudaladas de la aldea, muy cerca de la placita central y tenía una pequeña bodega con pocos productos, los cuales solíamos robarle en las tardes cuando se quedaba dormido sobre su sillón, a un costado del mostrador. En el patio central de su casa, que se veía perfectamente desde mi posición, el señor Faustino estaba de pie en la puerta de lo que parecía ser un baño y... estaba desnudo. Me quedé muda, sin poder moverme, sin poder apartar la mirada. Su cuerpo bajo y regordete, con su enorme barriga de balón de básquet y su abundante cabellera negra; parecían una nube blanca por la cantidad de espuma que se había hecho con el jabón. No pasaba nada, parecía que el tiempo se hubiese detenido y yo hubiese perdido toda fuerza de voluntad.

El señor Faustino seguía de pie en la puerta del baño, con los cabellos parados en punta, el cuerpo lleno de jabón, la mirada fija en el cielo y la mano derecha en el pene. Era la primera vez que yo veía a un hombre desnudo. Era la primera vez que yo veía una “cosa”. Contemplándolo, no podía moverme. Estaba como hipnotizada. De pronto, un calor extraño y molesto empezó a encenderse en mi estómago y a extenderse hacia mis extremidades, haciéndome sentir como si mis piernas quisieran flaquear. Inmóvil, me atacó una profunda sensación de asco. “¡Me duele la cabeza!” exclamó Yule y me pegó por detrás con la palma abierta de la mano. Yo di un salto como un caballo asustado y la miré con un espanto culpable. “¿Qué le pasa? ¡Pareciera que hubiese visto al mismísimo diablo!”

No pude contestarle nada.

“¡Dios! ¿Qué es lo que acabo de ver? ¿Qué es lo que he visto? ¡Dios mío, no! No. No. No, por favor, no” me decía para mis adentros, horrorizada, sintiendo el corazón latir furiosamente en el pecho. Me sentía tan avergonzada y culpable, incluso violentada, a pesar de que el señor Faustino no estaba enterado del asunto. No me atreví a decirle nada a Yule, ni a nadie. Jamás lo habría hecho. Era una pecadora. Ya estaba condenada a arder en el infierno por haber contemplado aquello, esa escena escandalosa y culpable que se quedaría conmigo para siempre como el recordatorio imborrable de la existencia de... “la cosa”.

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