Al sonar el último aviso del reloj, marcando el fin de la jornada laboral, Amara se pone de pie con movimientos lentos, casi automáticos. Sus manos, temblorosas, comienzan a guardar sus pertenencias: la agenda, unos papeles que ya no puede leer sin que las palabras se le desdibujen por la confusión que arrastra desde esa mañana, su lapicera favorita. Cada gesto parece pesarle como si llevara encima una culpa que no le pertenece, pero que la arrastra igual.
Hasta que el silencio de la oficina es quebrado abruptamente por el chirrido de la puerta al abrirse sin previo aviso. –Amara, ¿Estás molesta?– pregunta con una mezcla de preocupación e inseguridad, avanzando unos pasos hacia ella.
Ella no se gira. Mantiene la vista fija en el bolso que está cerrando, como si en él pudiera esconder todo lo que siente.
–Contigo no –responde, apenas audible, evitando mirarlo, como si sus ojos fueran demasiado peligrosos en ese momento. –Solo que… no estaba preparada para que todos se enteraran de