Sujetándome por detrás y apoyando la afilada hoja contra mi cuello, el hombre me obligó a alejarme de la puerta. Demián me llamó a gritos, pateó la puerta repetidas veces, pero yo no respondí. Me quedé muy callada y quieta.
—¡Adelante, distinguido señor! —se burló el hombre detrás de mí—. ¡Pase y vea como su encantadora zorra se restriega contra mi entrepierna!
En respuesta, se hizo un mortal silencio, y justo cuando creí que Demián ya no insistiría en entrar, sonaron dos disparos consecutivos.
—¡Qué cojones...!
La puerta se abrió de par en par, dejando ver una decena de hombres armados hasta los dientes, y a Demián al frente. Sus enfurecidos ojos de inmediato se posaron primero en mí, luego en el hombre que me sujetaba.
La navaja rozó mi cuello.
—¡Escúchame, idiota, no se te ocurra intentar...!
De un ágil movimiento, Demián levantó su arma y disparó una vez. Cerré los ojos y contuve un grito.
Un segundo después, el hombre me liberó. Vi su mano soltar la navaja y casi