Bailando con Malena (2do Libro)
Bailando con Malena (2do Libro)
Por: Day Torres
CAPÍTULOS 1 Y 2

CAPÍTULO 1

— ¡Demonios! ¡No puedo creer que esto esté pasando! — murmuró Ángelo con el acento demudado por la rabia mientras sobornaba al barman para que lo sacara por la puerta trasera del club.

Escapar de aquella manera no era propio de ningún hombre que llevara el apellido Di Sávallo, pero situaciones desesperadas requerían medidas desesperadas, y en aquel preciso momento no estaba en condiciones de lidiar con la prensa, las luces de las cámaras y mucho menos las preguntas indiscretas. Después de todo estaba allí para vacacionar, para relajarse…

— ¿Cuándo pensarán dejarme en paz?

Salió al callejón detrás del club, tambaleándose un poco, y el aire de la madrugada fue un golpe frío que le sacudió los tragos de más y le despejó la cabeza en un segundo. La temperatura había bajado considerablemente desde la tarde y aquel prometía ser un invierno bastante frío. Gracias a Dios había logrado esquivar a los periodistas, porque su hermano Marco literalmente le arrancaría la cabeza si al día siguiente se encontraba en el diario una foto suya en plena borrachera.

¡Ante todo había que cuidar el apellido!

Sonrió pensando en la hazaña de su fuga y miró a ambos lados de la callejuela sin estar muy seguro de a qué nuevo club dirigirse a aquella hora. Había estado muchas veces en Milán, pero siempre acompañado de uno de sus hermanos y por supuesto, nunca se le había ocurrido la brillante idea de irse solo a un antro que no conocía.

Aquello de ser uno de los dueños del Imperio estaba resultando un poco perjudicial para su diversión, y si a eso le sumaba su recién obtenido título tras la tercera temporada del Campeonato Mundial de Rally, entonces la conclusión era que no podía mover un pie sin que una horda de paparazzi corriera tras él. Y ese no era el objetivo de su viaje.

Había ido a Milán porque necesitaba descansar y divertirse, conocer alguna chica fácil, pasarla bien y olvidar que su hermana Flavia estaba desatando la Tercera Guerra Mundial en casa de su madre. Había ido a Milán porque noviembre en aquella ciudad era un mes sumamente agradable para liberar las tensiones de su agitada vida de piloto de carreras y, de cuando en cuando, de magnate de los negocios.

El Imperio Di Sávallo, dirigido por su hermano Marco, no había recibido ese nombre por puro gusto. Les había costado años de esfuerzo y sacrificio a los seis hermanos levantar y diversificar la compañía hasta hacerla un consorcio multimillonario, pero la recompensa había sido que después de eso cada uno había podido dedicarse a lo que más deseaba.

Ángelo, por su parte, se había metido en el mundo de las carreras de rally, no solo como piloto, sino también como socio mayoritario de la Productora Lancia, de modo que a sus treinta años su vida era una vorágine de decisiones.

Se llevó las manos a los bolsillos y exhaló con resignación: todo parecía indicar que no lograría disfrutar ni un poco de sus vacaciones si no seguía el consejo de Marco. Mientras caminaba distraídamente pensó en las palabras de su hermano, necesitaba un equipo de seguridad para “escoltarlo”.

Hasta ese momento Ángelo se había negado categóricamente porque pensaba que tener un par de gorilas a cada lado todo el día, diciéndole qué hacer, lo volvería loco, pero era obvio que tendría que ceder. La prensa lo asediaba hasta en los lugares más impensados, de modo que no quedaba más remedio que protegerse de su insistencia.

Miró atrás un segundo, intrigado por un ruido que no parecía venir de muy lejos, pero en el oscuro callejón, apenas iluminado por un par de focos, no podía ver ni su propia sombra.

¡Ese era el resultado de irse de juerga solo! Y encima, con las prisas por escapar, había olvidado llevarse a alguna de las hermosas chicas que habían estado acosándolo toda la noche.

Pasaba ya de las dos de la madrugada y la ciudad, increíblemente, estaba silenciosa. Ángelo había esperado más movimiento de una metrópoli moderna como aquella, pero en cierta medida la tranquilidad lo reconfortó. Siempre había demasiado ruido a su alrededor, a cualquier hora del día, y momentos como aquel eran invaluables.

Sin embargo, el exceso de silencio tampoco era un buen presagio. Apretó el paso, intentando llegar lo más pronto posible al final de la calle, que desembocaba en una avenida bastante iluminada donde seguro no tardaría en encontrar un taxi, pero un violento empujón lo estampó contra una pared a seis metros de lograr su objetivo.

— ¡Si te mueves eres hombre muerto! — aseguró la voz cascada y fría a sus espaldas.

Sin embargo, cuando unas manos lo afianzaron por la parte posterior de la cazadora y lo giraron, Ángelo por poco se echa a reír a carcajadas. El ladronzuelo no pasaba del uno setenta de estatura, flaco y desgarbado, con los ojos hundidos, los labios temblorosos y tal expresión de hambre que más que temor le produjo lástima.

Era evidente que debía estar muy desesperado para amenazar a una persona como él. Con su más de uno noventa de altura, y una complexión visiblemente poderosa que se percibía aún bajo la enorme cazadora, habría sido pan comido para el corredor dejar a aquel hombrecillo en un estado de total inconsciencia; pero dos cosas le impidieron defenderse en ese instante: la primera fue el cuchillo que rozaba su garganta, y la segunda fue la mujer que se detuvo de repente en la intersección entre la callejuela y la avenida.

Ángelo no pudo evitar centrar toda su atención en ella mientras el ladrón le registraba los bolsillos. Parecía indecisa, expectante, como si de un momento a otro fuera a echar a correr, y él se entretuvo contando los segundos que tardaría en ponerse a gritar. ¡Era un acto reflejo de las mujeres eso de ponerse a gritar por todo!

Contradiciendo sus suposiciones la vio agacharse despacio y llevar las manos a sus pies, como si jugara con sus zapatos. ¿Sería una cómplice del atacante? Se preguntó de pronto. ¿Estaría vigilando que nadie fuera a rescatarlo en el último minuto? Todo podía ser, aunque aquella chica estaba demasiado bien vestida para ser la ayudante de un vulgar delincuente.

— ¡Tu reloj! — lo apremió el ladrón y Ángelo se llevó la mano instintivamente a la muñeca para proteger la joya.

Aquel Rolex había sido un regalo de su madre por su primer campeonato mundial y no estaba dispuesto a perderlo, pero el frío cortante del acero sobre su piel lo disuadió de permitir que se lo arrancaran de un brusco tirón.

— Sosténmelo por unos minutos. — dijo con voz gélida — Lo recuperaré apenas intentes dar un paso para apartarte de mí.

A pesar de su amenaza en los ojos del asaltante no había miedo, solo una muda desesperación. ¿Acaso pensaba matarlo? Si era así iba a descubrir muy pronto que doblegar a un Di Sávallo no era asunto sencillo; pero los pensamientos de Ángelo fueron momentáneamente interrumpidos por un gesto ligero de la mujer, que todavía permanecía en la entrecalle.

La vio quitarse la gruesa gabardina negra con un movimiento sutil y dejarla caer al suelo sin hacer un murmullo. Acto seguido se descalzó los tacones de trece centímetros y… ¿eso era lo que estada haciendo? ¿Desatando sus zapatos?

Llevaba un vestido azul tormenta que dejaba al descubierto sus hombros y hacía delicados pliegues a la altura de sus caderas. Ni siquiera le llegaba a la rodilla, de modo que sus movimientos no se vieron entorpecidos cuando se acercó corriendo con la agilidad y el silencio del felino que ataca.

Descalza, grácil, y tan misteriosamente bella que Ángelo no pudo hacer otra cosa que observar fascinado. Aquella mujer era una sombra más de la noche, una ráfaga de aliento imperceptible, se deslizaba sobre las puntas de los delicados pies, casi aérea, envuelta en un silencio fantasmal.

Cuando el ligerísimo “clic” de la navaja al desplegarse sonó, ya el ladrón no tenía escapatoria. Firmemente apretada contra su espalda ella lo mantenía inmóvil, una mano aferrando su barbilla y la otra delineando la curva de su garganta con la navaja.

— ¿Nadie te ha dicho que a esta hora de la madrugada los niños deben estar en casa? — dijo con una voz suave y musical que denotaba un leve acento extranjero — Si vas a hacer algo como esto, entonces sé el mejor, si no déjaselo a los profesionales.

El hombrecillo tembló un segundo y Ángelo se preguntó si ella sería uno de esos profesionales. Era usual aquello de pelear por los territorios de caza entre delincuentes, pero…

— ¿Serías tan amable de dejar de amenazar al señor? De lo contrario tendré que ponerme un poco… violenta ¿sabes?

El ladrón dejó caer el cuchillo mientras contenía la respiración.

— Ahora quiero que le devuelvas todas sus pertenencias al señor. — ordenó con tal delicadeza que parecía más una petición que un mandato.

Ángelo recibió sus cosas, se colocó de nuevo el reloj y no pudo evitar sonreír. La situación era tan inusual. ¡Era una verdadera locura! La miró con agudeza pero ella ni siquiera parecía darse cuenta de su presencia, estaba completamente absorta en el cuello que sostenía.

— Muy bien, querido. ¿Será que quieres irte ya o prefieres quedarte a jugar con nosotros un rato más?

— No… no, señora… — fue la respuesta entrecortada del pobre hombre — me… me voy…

— ¡Espera! — lo detuvo Ángelo.

No supo por qué lo hacía, pero sacó todo el dinero que llevaba en la cartera y lo puso en el bolsillo delantero de la chamarra desgastada del ladrón.

Solo entonces ella levantó la cabeza y lo miró fijamente durante un largo segundo, sus ojos cafés lo atravesaron, interrogantes y orgullosos a un tiempo, con una expresión insondable, y en el espacio de un parpadeo le regaló una sonrisa.

— Ahora ya te puedes ir. — consintió ella por fin, pero a medida que liberaba al hombre dibujó con experta precisión un fino corte en la parte posterior de su cuello, manchando de sangre la navaja.

Ángelo apenas tuvo tiempo de reaccionar y amagó un movimiento para detenerla, pero una mirada de furiosa advertencia lo detuvo al instante.

— La próxima vez que pienses en robar a alguien — dijo mientras el hombre se llevaba la mano a la nuca con la respiración entrecortada por el miedo — piensa que esto podría volver a pasar, y que tal vez tu oponente no te deje salir tan ileso como yo.

La insinuación era clara y el ladronzuelo echó a correr con todas sus fuerzas hacia la avenida iluminada. Pero en medio de su huida se detuvo de pronto, se agachó, recogió la gabardina y los zapatos que la mujer había dejado en el suelo y se perdió en la noche, dejándolos atónitos.

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CAPÍTULO 2.

— ¡Maldita sea…! — exclamó.

¡Era increíble! Con los labios entreabiertos y la expresión anonadada la mujer vio cómo se llevaban sus cosas. ¡Tratando de ayudar a aquel estúpido, irresponsable, inconsciente, perfecto desconocido le habían robado todas sus pertenencias!

Entonces un Vesubio femenino hizo erupción.

— ¿Eres idiota o qué te pasa? — gritó volviéndose hacia Ángelo aún con la navaja ensangrentada sin replegar. — ¿Cómo se te ocurre andar por aquí de madrugada? ¿Estás buscando que te maten?

La increpación fue un choque eléctrico para el italiano. No estaba acostumbrado a semejantes exabruptos, no estaba acostumbrado a que le gritaran, y menos una mujer… ¡ni siquiera aquella mujer!

— ¡Oye, yo puedo andar donde quiera cuando quiera! Si me asaltan o me matan es mi problema.

— ¡Es tu problema cuando no hay nadie más observando…! ¿O creíste que sólo iba a detenerme a ver?

Él dudó por un segundo.

— Creí que ibas a gritar.

La mujer le sonrió con evidente sarcasmo. ¿Por qué los hombres tenían que formarse siempre esa imagen de una dama aterrorizada gritando por su vida? ¡Dios… estaba tan trillado!

— Ya veo con qué clase de mujeres acostumbras a estar. — replicó — ¡Pero si de aquí en adelante quieres ponerte en situaciones de peligro, al menos intenta no involucrar a otros!

— ¡Yo no te involucré, con que no intervinieras era más que suficiente! — se defendió él con visible desagrado, dejando salir toda la vehemencia de carácter que implicaba ser un Di Sávallo — ¡Esto no era asunto tuyo! ¡De las consecuencias que me traigan mis actos deja que me encargue yo!

Pero antes de que Ángelo supiera lo que pasaba, ya ella lo había arrinconado contra la pared y limpiaba en la pulcra camisa blanca la sangre de su navaja.

— ¿Te has vuelto loca…?

— Eso es para que recuerdes que tus actos pueden traer consecuencias a los demás. — lo desafió — ¡Tuve que herir a ese hombre por tu causa!

— ¡Yo no te dije que lo hicieras! — bramó Ángelo, intentando en vano hacer desaparecer la sangre frotando la tela.

— ¡Tuve que hacerlo para que supiera que estaba hablando en serio! De lo contrario se hubiera enfrentado a mí, y entonces las cosas se habrían puesto muy difíciles.

Le dio la espalda para marcharse, presa de una ira que destellaba a través de las largas y negrísimas pestañas, pero él la asió de un brazo con brusquedad y la obligó a volverse.

— No soy tan inútil como al parecer piensas, y tampoco soy un cobarde. ¡Si las cosas se hubieran puesto difíciles te habría protegido!

Sin embargo, antes de que pudiera seguir hablando ella lanzó un ataque casi imperceptible contra la mano que la retenía. Era un mecanismo de defensa instintivo, un reflejo del que no lograba deshacerse a pesar del tiempo, y en el siguiente segundo Ángelo sintió un dolor tan punzante que creyó que le había roto la muñeca.

Apretó los dientes y la miró con ferocidad mientras se examinaba el área lastimada.

— Yo no dije que pudiera ser difícil para mí, sé protegerme bastante bien. En cambio, es obvio que tú no puedes ni siquiera cuidar de ti mismo, así que hazte un favor y no salgas solo de noche, sé un buen niño y acuéstate temprano.

Se dio la vuelta para marcharse pero algo la detuvo, tal vez la conciencia de no dejar nada sin reparar, era una promesa que se había hecho hacía mucho tiempo. Dejó caer los hombros con resignación y se acercó al corredor.

— Dame la mano.

— ¿Quieres terminar de romperla?

— ¡No seas estúpido, si te la hubiera roto estarías gritando! — se reprochó su impaciencia y su falta de tacto por un breve instante, pero de cualquier modo era algo que no podía soportar, a la gente irresponsable, a la gente que se ponía en peligro sin necesidad… — ¡Dámela!

Y aunque su orgullo al ser sorprendido por una mujer lo aguijoneaba, la fuerza de su curiosidad por tan raro espécimen del sexo opuesto superó todas las reservas del italiano. Por lo general las mujeres con capacidad física para defenderse de aquella manera no solían ser tan condenadamente sensuales.

— Por favor, ¿me dejas revisar tu mano? — dijo ella haciendo acopio de tolerancia.

Y aquel imprevisto rapto de cortesía lo desarmó. Ángelo alargó el brazo y su contacto fue tan cálido que no pudo evitar un suspiro agradecido, hacía un frío horrendo y ella parecía ser fuego puro.

— No te he hecho demasiado daño. Procura no llorar. — advirtió mientras daba un leve tirón a la muñeca y luego comenzaba a masajear con dedos expertos desde la palma hasta las articulaciones metacarpianas, con una dedicación tan placentera que para el hombre rayaba casi en el erotismo.

— Si arruinas esa mano arruinas mi carrera. — aseguró él con la elemental arrogancia de los hombres del Imperio.

— ¿Pianista? ¿Tenista?

— Piloto de rally.

— Ya veo… Es cierto, si arruino esta mano te echo a perder. Los hombres como tú tienen más instinto que cerebro.

Ángelo abrió los ojos y su nariz se dilató en una respuesta de rabia, pero no tuvo tiempo de replicar. ¡Aquella mujer era tan… exasperante, tan… suficiente! ¿Cómo se atrevía a decir algo así con tanta naturalidad?

— Dile a una de tus novias de turno que te ponga hielo. — indicó ella.

— ¿Por qué supones que tengo tantas novias?

— Aprendí matemáticas en la escuela ¿sabes? Puedo juntar sin problemas dos y dos. Piloto de carreras, seguramente con más dinero del que puedes gastar, asediado por los medios, atractivo: no es difícil sumar para saber que las mujeres deben pegarse a ti como garrapatas. — calculó sin darle aparentemente mucha importancia.

Pero su última afirmación había provocado una extraña reacción en el italiano.

— ¿Crees que soy atractivo? — preguntó acercándose.

— Cuando no eres un idiota… — contestó ella de repente poniendo su aliento cálido a tres centímetros de la boca masculina, y entonces se dio cuenta de que eso solo significaba provocarse a sí misma, porque no cabía dudas de que aquel hombre tenía algo muy interesante — Ponte hielo y estarás como nuevo mañana. — dijo soltándolo, nerviosa — Prometo que no se inflamará.

Y acto seguido se alejó con paso seguro.

Ángelo sacudió la cabeza como despertándose de un sueño y se permitió admirarla por primera vez.

Debía tener unos veinticinco o veintiséis años, aunque su rostro revelaba menos edad. Pasaba del uno setenta de estatura y a pesar de la sinuosidad provocativa de sus curvas debía pesar unos sesenta kilogramos. El cabello tenuemente cobrizo y ondulado le llegaba casi a la cintura.

Los pechos generosos, las caderas delineadas, y unas piernas largas y atléticas denunciaban a una mujer con una potencia sexual arrolladora. Tenía la piel ligeramente bronceada, los labios gruesos, deliciosos, y los ojos más indescifrables que Ángelo hubiera imaginado. Todo en ella, desde su acento hasta la sensualidad de sus gestos denotaba genes latinos.

La vio apretar los puños y avanzar con decisión. A pesar de la semi penumbra percibió el escalofrío que la recorría y entonces cayó en cuenta: estaba descalza y sin abrigo, en medio de una madrugada de noviembre que había descendido a los once grados de temperatura.

El ladrón se había llevado todas sus cosas. ¡Y él había estado tan embebido en su discusión y en el contacto de sus manos durante los últimos quince minutos que había olvidado por completo que ella estaba congelándose!

¿Cómo podía haber sido tan idiota?

— ¿A dónde crees que vas? — Ángelo la interceptó en un instante y la atrajo contra su cuerpo, intentando cerrar las solapas de la cazadora tras su espalda desnuda — ¿Te has vuelto loca? ¿Sabes a qué temperatura estamos? ¿A dónde piensas ir así?

Y cualquier intento de rebelarse se vio frustrado por el frío. Con la adrenalina apenas se había percatado de que no llevaba más que un ligero vestido, pero una vez que el shock había pasado, una ráfaga de viento gélido le había helado hasta los huesos. Pero aun así el frío era menos peligroso que la calidez llena de sensualidad que desprendía el cuerpo de aquel hombre.

— Me voy a casa. ¿Qué te parece? — contestó tiritando contra su pecho.

— ¿Descalza y sin dinero? — la regañó, exteriorizando de una vez por todas aquel sentido de dominio incuestionable que gobernada el carácter de los Di Sávallo — Ese hombre se ha llevado todas tus pertenencias. ¿Crees que llegarás lejos así? ¿O es que todavía guardas algo en tus bragas?

— No te preocupes por mí. — se defendió.

Pero el instinto de supervivencia que la hacía rechinar los dientes le recordó que a veces era mejor ceder.

— ¡No me preocupo por ti, me preocupo por las consecuencias de mis actos! — murmuró él quitándose la cazadora para ponérsela con gesto vehemente. Cerró los brazos a su alrededor y enterró la cabeza entre sus cabellos para acariciarle el cuello con su aliento. — ¿No era eso lo que querías, que me hiciera responsable?

Sacó el celular y marcó en el discado rápido el número de su chofer personal. Había sido una verdadera estupidez eso de salir solo.

— Dago, creo que estoy a dos calles de la Avenida Montenapoleone. Ven a buscarme de inmediato. — ordenó con firmeza.

Se inclinó y levantó a la muchacha como si fuera una pluma, era en verdad bastante menuda a pesar de la destreza que poseía. Pero el solo hecho de sostenerla contra su cuerpo de aquella forma le produjo un estremecimiento desconocido. Su olor era peligrosamente seductor.

— ¿Qué crees que estás haciendo? — gritó ella revolviéndose.

Jamás un hombre la había levantado en brazos, y a pesar del frío que sentía intentó zafarse.

Pero una brusca sacudida del italiano la dejó quieta y muda en su lugar.

— ¡Mujer! ¡Este no es momento para discutir! Cuando estemos a cubierto podrás pelear conmigo todo lo que quieras. ¡Pero ahora, mantente quieta! — y la exclamación no daba lugar a debate.

Aquel hombre estaba acostumbrado a ser obedecido de una manera incondicional, y era obvio que en ese instante no iba a permitirle una excepción. Además, de alguna extraña forma, resultaba agradable estar allí, suspendida en el aire, sostenida por unos brazos que, supo, no se cansarían con facilidad.

— Malena. — murmuró la chica aferrándose a la calidez de su pecho — Mi nombre es Malena Hitchcock.

— Ángelo Di Sávallo. — se presentó él, echando a andar en la oscura madrugada con ella en brazos — Es un gusto tenerte.

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