Diego partió con la abatida Violeta. Solo había sido rozada por una bala y recibido una herida leve, pero su expresión era ahora la de alguien que ha sufrido un daño mortal.
Sentada en el asiento trasero, con la mirada perdida, no pronunció palabra; parecía a punto de desmoronarse.
El impacto de la verdad había sido demasiado para Violeta.
En ese momento, su interior era un torbellino de culpa y conflicto. Levantó la cabeza y miró a Diego fijamente.
—Hermano, esta es la razón por la que no me mataste; sabes que este resultado es peor que haberme asesinado.
Violeta se cubrió el rostro y las lágrimas resbalaron entre sus dedos. —No quería que fuera así, yo solo quería ayudarlo, ¿qué he hecho? Casi mato a su propia hermana, ¡soy un ser despreciable!
Diego suspiró suavemente al ver a Violeta atormentada por el remordimiento. —No soy un dios ni tengo poderes de adivinación. Dejé que vivieras con la esperanza de que pudieras redimirte y enmendar tus errores del pasado.
Colocó sus manos sobre