Capítulo 4

La aludida hizo un gesto a su invitada para que se levantara.

-Es hora de irnos –susurró-. Sólo yo conozco esto, espero guardes el secreto –le pidió mientras se acercaba al único trozo de pared que no estaba cubierto por libros.

Alargó la mano hacia la estantería de la izquierda e hizo el ademán de coger un libro. Sucedió como en las películas, el muro se deslizó hacia arriba, dejando a la vista un pasillo en penumbras.

Como no había tiempo que perder, Ángela comenzó a caminar por el corredor y, para su suerte, su invitada se pegó a ella. Pronto, todo se quedó en penumbras, y la joven se aferró con fuerza a su brazo.

-No te asustes, conozco muy bien el camino –le aseguró dándole palmaditas en la mano.

En menos de un minuto, llegaron a una habitación al puro estilo victoriano, la estancia preferida de la señorita Paredes.

Un juego de sofás reina victoria y una mesa baja decoraban el centro de la estancia. Junto a una de las paredes había una banqueta y, sobre ella, un hermoso cuadro de un paisaje florido. Las cortinas eran muy detalladas y combinaban con toda la habitación. En otra pared se podía ver una antigua vitrina con un delicado juego de té, vasos, copas y otros adornos.

-Está es mi habitación favorita –dijo dirigiéndose a la vitrina y sacando dos vasos-. ¿Qué quieres tomar?

-Un refresco estará bien, gracias.

Las jóvenes cogieron confianza enseguida. Pasaron casi dos horas charlando de música, libros y lugares que habían visitado.

Patricia le comentó su nerviosismo por empezar la universidad y, Ángela, las ganas que tenía de tomarse unas vacaciones. Quien podía ocupar su lugar en la empresa era lo que más le impedía hacerlo.

-Es un tema delicado –murmuró pensativa-. Tiene que ser alguien de confianza. Puedo preguntarle a mi hermano. Estoy segura que debe saber de estas cosas.

-No, no es necesario. Ya encontraré una solución –dijo incómoda. No le gustaba recibir ayuda de nadie, y deber favores después-. Sería muy...

-Nada de eso –la atajó sonriente-. Ya verás que es más fácil de lo que parece.

-Gracias, Patricia.

-Paty, llámame Paty.

-Está bien, Paty –sonrió-. Y tú, llámame Angy.

Patricia desvió la mirada al reloj antiguo colgado en la pared.

-Bueno, ya es muy tarde. Mi madre y mi hermano deben estar preocupados –se levantó-. ¿Por qué no vienes a visitarme mañana?

Ángela quería volver a pasar un rato agradable con esa joven, le había simpatizado mucho, así que aceptó entusiasmada.

-Espero que no sea muy tarde si me presento a las seis de la tarde –respondió.

-Claro que no, puedes quedarte a cenar.

-Gracias –la sonrisa de Angy fue única.

Patricia estaba contenta de haber encontrado una persona sincera, con la no hacía falta hablar de trivialidades. Tenía muchas ganas de afianzar esa amistad.

***

Después de dejar a Patricia frente a la puerta por donde se habían escabullido, Ángela regresó a su habitación. Seguramente la fiesta ya había terminado. Estaba satisfecha de haber pasado la velada con esa joven, Patricia...

¡Vaya, no conocía su apellido!

Mientras se preparaba para ir a dormir, Ángela reparó que Paty le resultaba familiar, pero, lo olvidó enseguida cuando su madre irrumpió en la habitación.

Estaba realmente molesta. Se movía como una fiera salvaje que acababan de enjaular y, mientras lo hacía, no dejaba de reprochar su comportamiento. Ángela prefirió no interrumpirla, y asentir cada vez que su madre la miraba.

Finalmente, la señora Paredes se detuvo y la observó con el ceño fruncido.

-¿Qué vamos hacer? No has podido conocer a ningún hombre decente –se quejó la señora Paredes.

-Mamá, ya no te preocupes por eso.

El semblante de Caridad Paredes cambió.

-¿Es que has conocido a alguien?

-Bueno, sí, pero no es lo que pien...

-¡Estupendo! Supongo que volverás a verlo –Ángela recibió un abrazo y un beso en la frente-. Quiero que mañana me cuentes todo. Buenas noches, cariño –la señora Paredes se apresuró en marcharse, no iba a presionar más a su hija. Si ya había un candidato en el horno, ahora sólo quedaba esperar.

Ángela se quedó con las palabras en la boca. La prisa con la se había ido su madre había sido muy repentina.

Suspiró.

Mañana tendría que bajarla de las nubes. Aunque, si su cabecita no le dijera que estaba haciendo mal, se lo ocultaría todo el tiempo que pudiera. Quizás un día o dos, para no sentirse culpable y librarse de los sermones de su madre, serían más que suficientes.

                                                                                           ***

Ángela se levantó entusiasmada. Tenía muchas ganas de pasar un rato agradable con Patricia. Se había sentido muy relajada con ella, hasta el punto de parecerle estar con una de sus hermanas. Normalmente, nunca podía soltarse, porque la timidez y la desconfianza siempre se imponían con desconocidos.

Esperaba que la cena con Patricia se alargara. Si llegaba tarde a casa, todos estarían ya dormidos. Estaba mal aplazar el malentendido con su madre, pero, un día sin escuchar sus sermones sería como un rayo de sol después de la tormenta. No pasaba nada si únicamente lo postergaba un día, se dijo a si misma, quizás, hasta dos o tres.

Durante toda la mañana, imaginó como sería la casa de Patricia, su madre, su hermano, y si llegarían a congeniar tan bien como ayer.

-Hoy ha estado un poco distraída –le comentó su secretaria cuando ya se marchaba.

Ángela, que siempre se mostraba cortés con sus empleados, sonrió a Gloria.

-Sí, tienes razón- confesó, y recogió su bolso de la consola junto a la puerta-. Hoy tengo un compromiso importante.

-¡Me alegro mucho por usted! Espero que pase una velada magnífica.

-Gracias, Gloria.

***

La casa de Patricia estaba situada en el barrio Las dos torres. Una pequeña mansión, al menos eso le pareció a Ángela. Todo un palacete modernista lleno de ostentación, pero no podía esperar menos, después de todo, su madre había invitado a gente adinerada y de buena posición social.

Sin embargo, Patricia no era para nada pomposa, altiva o engreída. Si no hubiera tenido un previo encuentro con ella, se habría marchado con solo ver ese lugar, pero, allí estaba, adentrándose en un jardín enorme con una gran fuente de piedra rodeada de arbustos, rosaledas y, una gran cantidad y variedad de árboles repartidos de forma elegante.

Estaba nerviosa, nunca se había mezclado con gente que vivía por esos lares, excepto su cuñado, claro. Entonces, ¿por qué estaba allí?, se preguntó después de que sus dedos dejaran de presionar al timbre.

Un hombre delgado con traje de pingüino le abrió la puerta, rondaba los cincuenta años y, la expresión seria de su cara alteró aún más sus nervios. Pero, no se dejaría intimidar, si el hombre no se dignaba a decirle nada, ella sería la que acabaría con ese silencio incómodo.

-Buenas tardes. Tengo una invitación de Patricia... -no sabía su apellido. ¿Qué iba hacer ahora? La mirada de ese hombre era demasiado penetrante. Estaba segura que si no le decía el apellido, recibiría un portazo en las narices.

-¡Angy! ¡Qué puntual eres! –gritó Patricia bajando las escaleras- Escuché el timbre, pero no estaba segura si serías tú –cuando llegó junto a ella despidió al pingüino de la mirada penetrante –No te olvides que se quedará a cenar, Richard.

El hombre asintió con la cabeza y se retiró.

-Esa mirada estremece –comentó Ángela.

-No tanto cuando te acostumbras –respondió Patricia. Sonreía de oreja a oreja-. Es un mayordomo de profesión, de los que estudian para ello. Es extraño, ¿verdad?

-Un poco, sólo había leído de ellos en los libros.

-Pues existen, Richard es una prueba de ello. Vamos, te enseñaré mi habitación.

Ángela curioseaba con la mirada. Todo estaba limpio y ordenado. Algunos adornos eran extraños, bellos, y otros, simplemente impresionantes. Los cuadros seguramente pertenecían a pintores famosos y, la mayoría, eran hermosos.

Cuando compró la casa donde vivía hoy en día con sus padres, su madre se ocupó de decorarla y amueblarla. Pero, cuando puso los pies en ella por primera vez, de inmediato se arrepintió de haberlo hecho. Todo era demasiado fastuoso y, aunque se quejó, acabó desistiendo. La señora Paredes había insistido que ahora debían vivir de acuerdo a su estatus económico, y ella no quiso seguir discutiendo sobre cosas materiales. Sin embargo, no dejó que se ocupara de su despacho, su habitación y, por supuesto, su salita decorada al estilo victoriano.

La alcoba de Patricia era la de una princesa. La cama tenía por lo menos media docena de cojines. Una gran alfombra cubría prácticamente toda la estancia, y una enorme lámpara de araña caía del techo. El rosado, el azul y el amarillo en tonos pastel decoraban las paredes. Una estantería estaba a rebozar de peluches, la mayoría ositos, y otra, repleta de libros. Cerca había un pequeño escritorio con una silla a juego, todo de color blanco y apariencia frágil.

-¿Ocurre algo? –preguntó Patricia al ver la expresión de su amiga.

Ángela, inevitablemente, siempre había sido un libro abierto. Cualquiera que viera su cara en ese momento podía saber lo que estaba pensando.

-Creía que estás habitaciones sólo existían en... Lo siento, a veces hablo sin pensar.

-Me gusta que seas así. Eres franca y dulce –cogió las manos de Ángela y le sonrió-. Espero que podamos ser buenas amigas, Angy.

Patricia se había expresado con tanta vehemencia e ilusión, que Ángela sintió que el corazón le dio un vuelco.

-Bueno, no sé si soy dulce, pero es verdad que tiendo a ser muy espontánea o, como has dicho tú, franca –replicó con una media sonrisa-. Yo también espero que lleguemos a ser buenas amigas.

Dos horas conversando, riendo y discutiendo pasaron volando. Ángela estaba impresionada de haber conocido a alguien como Patricia, tan sincera y considerada. Tenía amigas, por supuesto, pero jamás había conseguido conectar completamente con ellas.

-Gracias por haberme invitado. Hacía tiempo que no me divertía así –añadió risueña, después de un momento de carcajadas.

-Estoy encantada que hayas venido –replicó complacida-. Aunque voy a muchas fiestas, la verdad es que siempre me ha costado relacionarme con los demás. Contigo, en cambio, ha sido muy fácil –Ángela sonrió, entre las dos había nacido una buena amistad.

Richard las interrumpió para comunicarles que ya podían bajar a cenar. Como siempre, fue muy serio. Ni las risas de las jóvenes consiguieron que su impasible expresión cambiara, mas en su fuero interno estaba complacido de que la señorita de la casa irradiara felicidad. Él la había visto crecer, después de todo.

-¿No conoces a mi madre, verdad?

-No, me temo que anoche no tuve tiempo de conocer a nadie decentemente, y no me acuerdo de las pocas personas que mi madre me presentó –respondió, un poco avergonzada.

-No te preocupes más por eso –la tranquilizó Patricia-, ya es agua pasada. ¡Vamos, estoy segura que le encantarás!

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