A cuestas con mi madre
A cuestas con mi madre
Por: Kendall Maison
Cafetería Londres

Cafetería “Londres”

El día se presentaba frío y desapacible, y la lluvia, racheada, cambiaba constantemente, creando una desagradable sensación en los viandantes. Pero esto no impedía que los trabajadores de las oficinas cercanas y los almacenes que formaban el gran polígono industrial que se divisaba en lontananza, acudiesen a su sagrada cita en la cafetería “Londres”. El sonido del fuerte viento, penetraba en los oídos y se entremezclaba con los juramentos de los que veían como este daba vuelta a sus paraguas. Los charcos cobraban protagonismo, y cada uno de los que entraban en la cafetería realizaba el mismo ritual que los anteriores, comentando el mal tiempo, y abandonando sus empapadas gabardinas en la entrada.

Antonio era un oficinista que llevaba trabajando ya quince años en la Ferguson LTD. Su fama bien ganada de hombre alegre, contrastaba con su mirada triste y sus ojos que denotaban una resignación, propia de quién sabe que nada puede contra el infortunio. Pero la vida que siempre resulta ser rara absurda y caprichosa, iba a sorprenderle con la presencia inesperada, de seres de un mundo de sobra conocido por él. Ana, una mujer relativamente joven, que no pasaba de los treinta y cinco, penetraba en la cafetería, palmeando su abrigo para deshacerse del agua que se pegaba este como una maldición.

-¡Ay qué mala suerte tengo…! Cada vez que tengo unas horas libres, la lluvia me las chafa. John, ponme un café con leche cargadito y de esos que tú sabes hacer, con espumita, que me chiflan…

A Antonio, le pareció que sus palabras, no por ser extraordinarias, sino por lo naturalmente expresadas, se le antojaba, quebraban la monotonía de aquella mañana gris y triste. Solo de aquel modo supo salir de su ensimismamiento Antonio. La mesa en que tomaba su cerveza, mientras leía su periódico, se situaba como todas las demás, a lo largo del ventanal, flanqueada por sendos bancos acolchados en capitoné de skay rojo, cuyos respaldos llegaban a media espalda. Todas se hallaban llenas salvo la suya, razón por la que al mirar donde sentarse, Ana solo vio los tres asientos que quedaban libres en la mesa de Antonio. Se acercó e inclinándose levemente, se dirigió a Antonio.

-Perdone…¿le importaría que me sentase en su mesa?, es que todas están ocupadas y me muero por tomar un café caliente…

-¡Claro! Por favor hay mucho espacio…siéntese.

Antonio no supo porque fue tan amable con ella, quizás solo porque le había agradado aquella naturalidad, que no rayaba en la grosería, como solía ser costumbre en las mujeres que se daban cita en la cafetería. Se preguntó porque nunca la había visto antes allí.

Ana se acomodó lo mejor que pudo y se situó junto a la ventana, pasando la mano por el cristal, para poder ver a través de este. John, trajo el café humeante de Ana y lo dejó frente a ella. Antonio la miró y observó en sus ojos esa determinación que aporta la vitalidad, inherente a quién nace con ella y lucha por abrirse camino. El ambiente dentro del local era denso y los cristales se empañaban, creando una atmósfera pesada. El bullicio reinaba impidiendo cada vez más las conversaciones y el vaho de los cafés ascendía envolviendo a los presentes.

-Parece que todo el mundo ha decidió tomarse el piscolabis en esta cafetería…-se lamentó amargamente Ana, que se sentía agobiada con tanta gente.-Me llamo Ana…-sonrió de nuevo.

En ese preciso instante un hombre delgado, atractivo y vestido de firma, entraba pasando desapercibido, entre la multitud de personas que lo apretaban en la barra, donde trataba de hacerse hueco para pedir un desayuno. Martín trabajaba como jefe de prensa de una editorial y acudía cada miércoles a desayunar como un ritual establecido. De costumbres arraigadas, prefería tener todo bajo control y solo un aspecto de su ordenada vida se escapaba a las riendas con las que manejaba esta. Sin saberlo hizo lo mismo que Ana, y solo vio la posibilidad de sentarse junto a la pareja que tenía dos sitios libres en su mesa. Se llegó hasta ellos y con una sonrisa perfecta les pidió sentarse en ella.

-Si  no les importa que me siente con ustedes…está todo lleno, solo quedan estos dos sitios libres…

Ana, le miró y con un mohín que le hizo temer un ataque de coquetería a Martín, accedió dando un par de palmadas en el asiento, por toda respuesta. Martín, no sin recelo, se situó frente a Antonio y esperó pacientemente a que John llegase abriéndose paso entre la gente, para anotar su pedido. El cristal había vuelto a empañarse y Ana resignada abandonó la vista que le proporcionaba el exterior en pro de una conversación con aquel hombre de aspecto refinado y rostro afable.

-Parece que nos están obligando a juntarnos…no, no crea que me parece mal, pero es que nunca había visto llenarse esto tan rápidamente…

-No la he visto por aquí nunca…¿viene usted a menudo?-es todo lo que se le ocurrió decir a Antonio.

-Hacía dos meses que no venía, me suelen coger en la empresa para dos meses y luego me sueltan…así están las cosas, los empresarios hacen lo que quieren y los demás a fastidiarse…

-¡Aaaaahh…!, ya comprendo, pero…

No pudo terminar la frase porque una mujer de aspecto masculino y modales vulgares, acababa de entrar en el local como un elefante en una cacharrería…arrasando todo a su paso, como si no le importase nada ni nadie. Sus rasgos, evidenciaban un carácter capaz de amedrentar al más pintado. Quizás por eso cuando Antonio observó que recorría la cafetería en busca de sitio, temió que de nuevo fuese su mesa la elegida. John, sin embargo se acercó a ella como si se tratase de una amiga íntima, para pedirle que fuese buscando sitio y decirle que su café americano estaría listo enseguida. La acompañó hasta la mesa de Antonio y les pidió que le permitieran sentarse en el último lugar que quedaba libre. Un gesto de aquiescencia, fue la lacónica respuesta de este y de sus asustados y forzados compañeros de mesa. John, le trajo el café con la premura que le permitía su clientela, y lo dejó ante ella que ya apretaba a Antonio encajándolo contra la ventana.

-¿Qué, está de bote en bote esto eh?. Ja ja ja ja a mí, mientras me sirvan como lo hace John, me da igual, lo siento por usted, que lo aprieto que ya ya…-dijo mirando al atribulado Antonio-…es que estoy un poco llenita, ja ja ja –a Antonio se le antojaba una mujer maleducada y egoísta incapaz de pensar en nada que no fuese ella misma, pero las apariencias engañan, y ninguno de los cuatro reunidos por el destino sospechaba que tenían un terrible punto en común…-por cierto me llamo Marla, Marla Maccaneth.

El reloj que colgaba como señor del tiempo en la pared sobre las estanterías de botellas del fondo de la cafetería, marcaba las once y media y como por un hechizo de hada invisible, la gente fue vaciando el local de John, dejando solos a los cuatro que ocupaban la mesa dieciséis. No obstante ninguno de los cuatro se tomó la libertad de desocupar la mesa para encontrarse más cómodos en una cada uno de ellos. Parecía como si una fuerza desconocida les impeliera a quedarse y hacerse compañía. Los cuatro se quedaron mirándose uno a otro, esperando una reacción del de enfrente, que no se llegó a producir. Solo el silencio, reinó por unos interminables segundos, que dieron paso a unas risas simultáneas. Como la magia de un encantamiento, el hielo se quebró dejando paso a una relación que se iría estrechando los días siguientes. Antonio abandonó la cafetería rascándose la cabeza, pensando en qué había ocurrido en aquel local, que le había hecho sentir tan bien…no se lo explicaba. La Ferguson LTD era una prometedora empresa cuyas oficinas se encontraban en la gran nave número ciento trece del polígono, precisamente la más cercana a la carretera principal, donde se situaba la cafetería “Londres”. Sus pasos, se encaminaron hacia la entrada y tras darle al botón del ascensor dejó de pensar en aquella mujer terrible, para permitir que su mente fuese inundada con los números que manejaba habitualmente.

Marla se levantó con donaire y de mala gana, abandonó la mesa depositando de un golpetazo un par de billetes de cinco euros en la barra. Pagó las consumiciones de los tres, pues Antonio se había marchado unos minutos antes, sin darle tiempo a nada, y salió dejando completamente vacía la cafetería, a pesar de haber aun dos clientes…y es que su humanidad y sus modales resultaban en un protagonismo que dejaba huella allá donde iba. Las miradas de Antonio y Ana le siguieron perplejas hasta que se perdió tras las dos hojas de cristal que quedaron vibrando tras su huida.

-Oye ¿Qué es lo que ha pasado aquí, tú lo sabes?-Le preguntó Martín a Ana que se encogió de hombros antes de responder.

-No lo sé, pero algo raro sí…¿verdad?. Es como…como si una mano invisible…¡bah!, solo pienso tonterías…-dijo levantándose y despidiéndose con un beso que dedicó a Martín, aplicando la palma de su mano a sus labios y luego a los de Martín.

Martín, poco acostumbrado a tales demostraciones prematuras de afecto, se quedó atónito ante el desparpajo que desplegaba la desconocida, que desde luego lo ignoraba todo de él. Se desplazó por la cafetería como un fantasma atontado, y salió al exterior, hinchando sus pulmones de aire frío y fresco, que le ayudó a dejar sus locos pensamientos, encerrados en un rincón oscuro de su mente, tal y como tenía por costumbre desde hacía tanto tiempo. La editorial Green Raimbow, esperaba a su jefe de prensa, que generalmente no se retrasaba, cosa que aquel día estaba sucediendo por primera vez en diez años. El elegante edificio de la editorial, se distanciaba de las vulgares líneas que las enormes naves industriales poseían, elevándose como una ninfa en medio de un césped cuidado y de paredes de cristal y acero, brillantes sus cristales tintados. Sus dieciocho plantas ascondían hacia el plomizo cielo formando un perfecto cubo, moderno y arrogante. Solo Ana trabajaba en anodino local como Modista por horas alargando cuanto podía las horas para legar a fin d emes, soñando con una vida que jamás llegaría a ser suya. Su sonrisa desaparecía siempre cuando cruzaba las dos hojas de grueso cristal de la cafetería y retornaba a su vida cotidiana y aburrida. A veces lloraba sola ante la máquina de coser y alentaba sus propios sueños, con fantasías que visionaba en la televisión.

El resto del día transcurrió como siempre, sin nada que fuese digno mencionar, ni alteraciones que mereciesen ser comentadas por ninguno  de los cuatro. Pero todos ellos quedaron en sus camas esa noche, pensando en qué había pasado en aquella mesa que no acertaban a saber discernirlo. Las estrellas salpicaron el manto nocturno como titilantes diamantes, que vibraban al son de una melodía inaudible, y derramaban su luz con eterna generosidad. Los sueños de los cuatro seres comunes y vitales, se apoderaron de sus cerebros indefensos y al amanecer la luz de un sol limpio y fuerte, les despertó a cada uno en su vida y casa, como si de un experimento cósmico se tratase, dispuesto el creador a cruzar sus vidas.

John, abría la cafetería como cada día del año a las seis y media de la mañana, cuando aún no habían puesto las calles, como solía decirse a sí mismo, para animarse ante la oscuridad que aun reinaba. Y aquel día que se había dormido, sus clientes esperaron a la puerta en fila de a dos como los niños de un colegio. Desesperados por un café caliente y un bollo, o la consabida cerveza y el pincho de tortilla. Entraron a saco en el local y se sentaron, como si una invisible y estricta profesora les obligase con su sola presencia, a hacerlo en orden y quedar en silencio antes de romper a hablar a voces. John se puso el delantal y entró en la cocina conectando los electrodomésticos necesarios, la cafetera y la plancha. Pronto se puso a despachar los pedidos de sus clientes cuyos gustos le eran harto conocidos. En veinte minutos todos tuvieron sus desayunos listos y servidos.

Las mesas junto a la ventana se hallaban ocupadas unas por un cliente, otra por dos o tres, todas tenían a alguien en sus bancos rojos de skay. En la que ocupasen el día anterior se acomodaba Ana, que esperaba resolver la incógnita creada por sus tres forzados compañeros del día anterior, revolviendo ruidosamente con la cucharilla el café de su taza. La espumita que tanto le gustaba, iba desapareciendo y sus ojos escrutaban anhelantes el exterior, desesperada por creer que no se repetiría la escena que tanto le intrigaba. Ana se metió el dedo entre sus labios para calmar el dolor que aun sentía por los pinchazos de un bordado a mano que se le resistía y le había dejado el índice como un acerico. Pero el dolor dejó paso a la ilusión, cuando unas formas curvilíneas un tanto exageradas, propiedad de Marla, se acercaron a la cafetería a pasos grandes y bruscos. En realidad no es que estuviese tan gorda, era solo que no sabía como sacarle partido, a su cuerpo de ampulosas curvas y caminaba como un camionero, de pelo demasiado corto y vestimenta de hombre de los cincuenta. Entró quedándose parada para echarle una ojeada al bar y ver de sentarse donde ya estuviese alguno de sus compañeros del día anterior. También ella había sentido el aguijonazo de la obsesión, tras abandonar el local de John. Al ver a Ana se dirigió a su mesa y su sonrisa se acentuó, marcando el paso como solo un gorila patizambo podría hacer.

-Hola chica, ¿Qué tal te va? Tengo un hambre voraz, me comería…-se cortó al ver que Ana fruncía el ceño algo asustada por sus modales, y no es que ella fuese una sofisticada damita, pero Marla la superaba con creces y sus cejas no podían bajar a la altura de sus párpados, por estar extasiada con sus groseras palabras.

-Me va bien, algo cansada, bueno harta en realidad, ¡harta! Es un trabajo aburrido y triste, monótono y…en fin no te voy a cansar con mis penas…-bajó la cabeza Ana dedicándole alguna atención a su café ya frío y sin espuma.

-Ja ja ja si yo te contara tía, el mío es de los que agotan y dejan callos, trabajo en una obra, en el edificio que se está construyendo en las afueras del polígono. Soy la encargada. –Ana digirió la información y comprendió la razón de su rudeza y modales masculinos, que le hacían honor a cualquier obrero. Se preguntaba si ella también le lanzaría piropos burdos a las mujeres de buen ver, que pasasen por debajo de su andamio, o si por el contrario, lo haría con los hombres atractivos y bien trajeados, que pasasen por su campo de acción…

-Yo soy modista, una simple y modesta modista…hago trabajos por horas y no llego a fin de mes. 

-Bueno no te deprimas, eso nos pasa a todos, nos pagan una m****a y nos exigen perfección, yo los mando a tomar por culo a menudo y…¡huy perdón! me sale el macho que llevo dentro…ja ja ja ja ja .

-Ja ja ja ja nunca me había reído con nadie como contigo Marla, eres terrible…no te ofendas pero me sacas la sonrisa.

-No, tranquila es que es característico en mí me pasa siempre. No controlo bien las expresiones, acostumbrada como estoy a tratar con burros…ja ja ja ja. Mira ahí llega Martín, el estirado ricachón que se mezcla con los del pueblo bajo…

 -Si ¡ay como me gusta! Me lo comería vivito, de un bocao.

Marla la miró sorprendida, como si de pronto hubiese descubierto América, y la respuesta a tan intrigante pregunta, como la que se hacía, quedó solventada para siempre. Martín entró con su porte distinguido y correcto como si el mundo fuese solo un decorado alzado para su deleite, y tras verlas a las dos sentadas se armó de valor y se acercó para sentarse con ellas. Le divertían, no sabía la razón exactamente, pero le divertían sus palabras, sus frases inconexas y sus modales toscos.

-Hola, ¿puedo sentarme con vosotras? –John se llegó hasta ellos y les puso delante a los dos, a Marla y  Martín, lo que habían tomado el día anterior.

-Claro guapo, le respondió Marla haciéndole sitio junto a ella.

Martín se arrimó a Marla sin tocarla, dejando una pierna en el aire y ella se apretó contra la ventana, para que entrase en el banco, cosa que resultó del todo imposible. Ana se tapó la boca con la mano, mientras bajaba la cabeza para evitar ser descubierta, mientras reía en silencio. Para disimular alzó la mano, era el gesto previsto para repetir consumición y John corrió a preparar el segundo café de Ana.

Antonio llegó al poco congelado de frío y dispuesto a cambiar la habitual cerveza por un café al rojo vivo…y claro sentó en el sitio que quedaba en la mesa número dieciséis junto a Ana.

Martín hubo de hacer acopio de todas sus fuerzas y arremetió contra los muslos de Marla en un intento de no caerse, para pedirle ruborizado perdón. La luz del sol era lo único diferente aquel día extraño y enrarecido por ellos cuatro que se diferenciaba del anterior. Antonio hizo acto de presencia al poco y con paso cansino se llegó hasta la mesa dieciséis y se acomodó junto a Ana. Los cuatro estuvieron frente a frente deseando hacerse la pregunta que no surgiría tampoco aquel día.

-Hoy has tardado en llegar-le dijo Ana como tomándose una libertad que nadie le había concedido.

-Me alegra saber que me echáis de menos-englobó al resto en su frase-pero es que he tenido una pelotera con mi madre. Desde que vive conmigo las tengo a menudo…me separé hace tres años y desde entonces vive conmigo. Mi ex mujer la odiaba y no sé si tenía razón, a veces creo que sí.

-¡¡No me digas que vives con tu madre…!!-Exclamó Ana, como si de pronto se abriera la verdad ante ella.

-Sí…ya sé que para un hombrón de mi edad es un lastre innecesario y castrante, pero es mi deber de hijo…

-No hijo, si no es un reproche ni mucho menos, es que yo también vivo con mi madre, es una carga, porque no es como esas de las películas tan buena consejera y dulce…ná de ná hijo, es una carcamal de tres al cuarto, que me controla como una funcionaria de prisiones…-le tranquilizó Ana que no salía de su asombro.

-Pues yo tengo también a mi madre a cuestas, como el caracol a su cáscara…es un peso inaguantable. –Añadió a las palabras anteriores Marla.-Es como llevar una maldición, que dios me perdone, pero me fatiga más, que las carretillas que llevo por los baches cargadas de ladrillos.

-Ya solo falta que me digas Martín, que tú también…-le interrogó Ana dejando en el aire a medio terminar la frase.

-Pues creo que el destino está jugando con los cuatro, porque yo cargo con mi madre desde hace seis laaaaargos años. Rompí mi última relación por culpa suya y…-apretó el puño contra la mesa, hasta que sus nudillos blanquearon por la presión ejercida.-aun no consigo echar fuera la mala leche.

-¡Anda! Yo creía que los finolis no decíais palabrotas…-remarcó Marla sarcástica y con gesto de satisfacción por una puya buen dirigida.

-No me hace gracia Marla, es muy duro esto de cargar a cuestas con la madre de uno y no poder tener una vida normal…-la miró con ojos vidriosos, recriminándola aquellas palabras tan crueles.

-Buenooooo…¡que no quería hacerte pupa hijo, que delicadito que eres…! Es solo que me sorprende, si en realidad me gusta que tengas carácter cariñitoooo. Aquí a lo que se ve, los cuatro andamos a cuestas con nuestras madres, sin que se nos despeguen ni para joder…¡huy ya se me ha escapado otra vez el macho que llevo dentro! Es que esto de convivir con burros…

-Que todo se pega hija no hay duda, a ver si el destino ha decidido que nos juntemos pa algo…

-¿Qué quieres decir?.

-Nada hija nada…que estamos hoy de un susceptibleeeee.

-A mí me gustaría saber cómo lo lleváis vosotros, es curioso que coincidamos en algo tan personal, como ,el, llamémosle, cuidado de la madre, ¡los cuatro!. –Antonio acostumbrado a jugar con números exactos, lanzaba el órdago como si en él le fuese la vida.-Empieza tu Ana, ¿Cómo fue que terminaste cuidando a tu madre? Porque yo con la mía tengo un va y ven…

Como obedeciendo a unas reglas no escritas, ni por nadie dictadas, Ana, accedió deseosa de expulsar el veneno que le corroía las entrañas y escupió cada palabra a gusto. Su faz se iluminó y sus ojos dijeron a las claras, que anhelaba ser escuchada, y ser, al menos por unos minutos, de su tediosa vida, el centro de atención.

-Yo, tenía una vida hecha a mi medida, vivía con mi pareja, una mujer atractiva y dulce que me amaba como yo a ella. Todo iba bien, teníamos una tiendecita de flores y un pequeño bar para chicas, que abríamos solo de noche, para tomar unas copas, ya sabéis…

Los tres recientes amigos escuchaban atontados su relato, sin acertar a situarla como lesbiana, en un entorno, desconocido para ellos tres. Pero era tal su intensidad al contar su historia, que pasó casi desapercibido aquel detalle, tan revelador por otra parte. Se echaron adelante para concentrarse en sus palabras y estas les trasladaron al día en que todo diera comienzo. Ana prosiguió esperanzada…

-Me levanté aquel día esperando poder repartir los pedidos a todos los clientes que teníamos, que eran ciento veintidós…muchos, pero fieles además. Casi todos eran mujeres, y, no, no creáis que lesbianas, eran de todo tipo de orientación sexual. ¿Sabéis esos días en que todo reluce a la luz del sol?, ¿en que todo semeja ser más bonito y agradable? Pues yo creía que era el día más feliz de mi vida, ¡¡Que equivocada estaba!! La vida me iba a jugar una muy mala pasada. Mi chica, Miriam, una israelí que vivía en España, desde hacía tres años, llegaba con la cara ensombrecida y una carta abierta en la mano. Me pidió que me sentase y me entregó la carta. Las dos abríamos las cartas cuando bajábamos al buzón, indiferentemente de a quién fuesen dirigidas, no teníamos secretos. “Léela”, me dijo con rostro circunspecto. En ella me decía mi hermana menor que mamá, había decidido vivir conmigo, porque ella iba vivir a Estados Unidos, a hacer un Master de esos que hacen los intelectualillos, no te ofendas Martín, que no va por ti. Pero conoció a un hombre de esos que ella definía como maravillosos, finos, de gustos caros, que le regalaba flores y la llevaba a cenar a restaurantes de siete tenedores o más…¡ay!, ¡a tonta no le ganaba nadie! Pero no, la tonta fui yo, que me quedé con el muerto, bueno con la cadáver ambulante de mi madre a cuestas. Miriam, aceptó que viviese con nosotras, pero empezó a malmeter entre las dos y el sol se nubló…

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