III

Eran las 19:55 y Viviana salía del Italpark con un chico que había conocido dos meses antes. El parque había cerrado más temprano por la tormenta. Ella tenía entonces veintitrés años. Se subieron a la moto y se arrancaron. La avenida Libertador estaba muy mojada, y al muchacho le era difícil manejar. A pocos metros de salir, el viento arrancó un cable, provocando que cayera sobre el asfalto mojado. El golpe y el chispazo hicieron que el muchacho perdiera el control de la moto. Ella voló por encima de él, y el cable sacudido aún por el latigazo volvió a hacer un chispazo, se produjo un destello que los cegó, justo en el momento en que ella pasaba por encima del arco voltaico.

Aterrizó dos o tres metros más lejos. No se golpeó la cabeza porque llevaba casco, pero su pantalón a rayas blancas y negras, su campera de cuero y las botas texanas rasparon contra el asfalto. Le dolía todo el cuerpo. Un hombre que estaba en la vereda la vio caer la socorrió de inmediato. La ayudó a ponerse de pie y le preguntó si estaba bien. Ella se sacó el casco y le dijo que sí, que estaba bien. Buscó con la mirada al chico y la moto, pero no los vio. Cuando observó todo alrededor, no reconoció el lugar. El Italpark ya no estaba, los autos eran distintos. La lluvia y el cable en el piso sí estaban, pero nada de lo que ella veía coincidía con lo visto antes de la caída. El hombre volvió a preguntarle si estaba bien. Ella ahora dijo que creía que sí, pero que no estaba muy segura. Se paró en medio de la vereda y volvió a mirar todo alrededor. Recordaba que cerca de donde había caído había una cabina naranja de Entel, pero no estaba más. Los autos tenían una forma extraña, como esos diseños futuristas. No pudo reconocer a ninguno. Siguió buscando, y no encontró por ningún lado al muchacho que la había acompañado al Italpark. Le preguntó al hombre dónde estaba la moto, qué había pasado, pero el caballero le dijo que no había ninguna moto. La miró como si el golpe la hubiera afectado y le explicó que ella había aparecido detrás de un fogonazo del cable que cayó sobre el asfalto, como salida de la nada. Viviana cada vez entendía menos. Comenzó a caminar nerviosa, asustada. Los carteles publicitarios de la calle anunciaban que la compañía de celulares ofrecía smartphones a un treinta por ciento de descuento en doce cuotas, presentando una tarjeta de color naranja. Pasó un colectivo sin trompa, chato; ninguno de ellos tenía trompa, como ella los recordaba; hasta alguno llevaba un fuelle en el medio, como dos vagones de tren unidos.

El hombre le pidió que se calmara, y le dijo que mejor se sentara en un bar, que él le pagaba un café; que se calmara, que así podría pensar con tranquilidad. Ella no aceptó y se puso más nerviosa, pero al darse cuenta de que no reconocía nada de lo que veía, intentó controlar la agitación de su corazón y desacelerar la respiración. Y aceptó el café.

El hombre la acompañó a cruzar la calle, y entraron en un bar de lo más extraño, de nombre subway. Aparentemente, allí se vendían sándwiches. El hombre pidió dos cafés y se sentó con ella. En la mesa de al lado, un diario anunciaba las nuevas medidas de gobierno de Mauricio... ¿Macri?, el actual presidente del país. Viviana lo agarró y leyó la fecha: 9 de Agosto de 2017. Lo soltó como si hubiera visto al mismísimo diablo. El hombre se asustó ante su reacción y chocó su taza de café, que se volcó sobre los pantalones rayados de ella. Se disculpó y le preguntó qué era lo que había visto.

—Por favor —dijo ella con voz quebrada—, dígame qué día es hoy.

—Nueve de agosto.

—¿De qué año?

—2017 —dijo el caballero, con un gesto de ceño fruncido.

Viviana lo miró con terror y luego con enojo.

—Usted me está mintiendo —murmuró.

—No, señorita, ¿con qué fin le mentiría?

—No estamos en 2017, estamos en 1987.

—¿Cómo dice? —dijo el hombre, acaso pensando que el golpe en la cabeza la había afectado.

Aterrada, Viviana se quedó mirándolo. Sacó de su cartera el dni—la libreta verde— y se lo extendió.

El hombre leyó: Viviana Morán, nacida el 23 de Mayo de 1963.

Y la miró a ella. Evidentemente su aspecto era el de una chica, no el de una mujer de cincuenta y tantos.

—No sé quién es ese Macri que es presidente —dijo ella—, el presidente de la República Argentina es Raúl Alfonsín .

—Señorita, Alfonsín murió hace mucho tiempo, su gobierno terminó en 1989, hace casi treinta.

—¡No puede ser! —gritó ella, y se le cayó de las manos la billetera.

El hombre la levantó y vio que tenía plata extraña.

—Perdón, ¿podría mostrarme lo que tiene en la billetera?

—¿Qué cosa?

—Esos billetes.

—Son dinero, es plata, ¿qué quiere ver?

—Solo muéstremelos, por favor.

Viviana, turbada y miedosa, sacó un par de billetes de cincuenta australes y se los mostró. Del monedero cayeron un par de fichas de teléfono, de Entel.

El hombre la miró como con duda, como dudando de su propia seguridad, como si no estuviera seguro de quién de los dos tenía problemas: si ella, por el golpe; o él.

Pensó en llevarla a un hospital, pero se detuvo: no sabría cómo explicar todo eso; que ella se cayó de una moto inexistente, que intentaba buscar un teléfono público de Entel y que pensaba que su presidente era Raúl Alfonsín. Y que además tenía cincuenta y cuatro años que parecían veintitrés. Aunque no sólo eso: estaba vestida como en los 80’s.  Y, dentro de la cartera, él alcanzó a ver un walkman.

La mujer sacó un blister de aspirinas y le dijo que se fijara la fecha de vencimiento. Octubre de 1987.

—Las compré esta mañana —dijo—. Por favor, dígame qué está pasando. —Se puso a sollozar.

El hombre no supo qué contestarle. Ella miró para la ventana, y se quedó viendo la calle, al otro lado de la calle.

—Sabe, hace un instante estaba en el Italpark con un chico. Ahora miro, y el parque no está más.

—Señorita, el Italpark cerró hace como tres décadas.

—Imposible. ¡Es imposible! ¡Yo estaba ahí hace unos minutos!

 Mirándola a los ojos, el hombre sacó el celular de su bolsillo. Y Viviana no entendió qué era eso. Él abrió el navegador y buscó en Wikipedia la historia del Italpark. Le mostró. Y Viviana leyó que había sido clausurado en 1990.

Estalló en llanto. El hombre intentó consolarla, pero no supo qué decir. Ella revolvió en su cartera y sacó un ticket. El hombre vio que el importe de la compra era de  ₳722, con fecha 8 de agosto de 1987. El ticket era de Supermercado Norte.

No podía salir de su asombro, mientras la mujer seguía llorando.

El hombre, ahora ante la prueba de que si la chica era una farsante era realmente buena, cayó en la duda. Y, sin querer, abrió una noticia sugerida en el celular. Una vieja noticia, de hacía treinta años:

Cerraron el caso de la chica desaparecida meses atrás en la zona de Libertador y Callao, cuando se desprendió un cable de Segba que produjo un chispazo. La moto en la que viajaba con su amigo se estrelló y la chica desapareció. La buscaron durante meses. Esta mañana se hizo un sepulcro simbólico en el cementerio de la Chacarita, pero lo cierto es que el cuerpo jamás apareció.

Le mostró la noticia a Viviana, que miró esa cosa extraña que tenía el tipo en la mano. Leyó, pero no sabía cómo ver lo que seguía en el texto, por eso el hombre le fue corriendo la pantalla. Cuando ella vio la foto del muchacho, se largó a llorar.

—Mi chico —dijo con voz ahogada—, el de la moto. —Con un miedo que le desgarraba el corazón, miró al hombre a los ojos—. ¿Qué está sucediendo? ¿Estoy enloqueciendo? ¿Qué está pasando?

Él no le contestó. Ella siguió lloriqueando un rato largo. Hasta que finalmente él consiguió que tomara un poco de agua. Le dijo que intentaría ayudarla, aunque tampoco entendía lo que estaba ocurriendo. Y le preguntó si recordaba la dirección de su casa.

—Cantilo 3219.

Él la miró creyendo que le hacía una broma: la avenida Cantilo corría paralela a Ciudad Universitaria, unía la autopista 9 de Julio Norte con la General Paz. No existían casas particulares en toda la extensión de la avenida. Meneó la cabeza y trató de no juzgarla peor de lo que ya lo estaba haciendo. La miró alterado a punto de retarla, pero la cara de miedo de ella lo hizo cambiar de actitud. Trató entonces de ser un poco más paciente. Buscó una alternativa.

—¿Dónde es eso?

—En Villa Devoto.

—Bien, venga conmigo, la voy a llevar.

A ella le llamó la atención la patente del auto: tenía dos letras, tres números y dos letras más. Era blanca con una banda azul arriba que decía República Argentina. Absolutamente distinta a la chapa negra con un número en uno o dos millones, con las letras B o C, que ella conocía. Cuando entró en el vehículo, vio que parecía una nave espacial: luces por todos lados, controles que no tenían relojes con agujas y que indicaban números de luz. Había un montón de cosas, luces anaranjadas y hasta un aparato pegado al parabrisas, con un mapa como si fuera una guía Filcar en una extraña y pequeña pantalla de televisión a color.

Él tocó esa pantalla y apareció un teclado. Escribió Cantilo 3219. Tal como lo imaginaba, el GPS no arrojó resultados. Suspiró como derrotado ante la evidencia. Decidió darle una última oportunidad.

—Dígame alguna calle cercana a su casa.

—Navarro es la paralela. Al 3200.

Él tecleó Navarro 3200, y el GPS le indicó un lugar. Miró el mapa, que agrandó con dos dedos —ante el asombro de ella—, y le preguntó si conocía la avenida San Martín.

—Sí, claro, es la esquina de mi casa.

—Perfecto —dijo él y puso primera—, vamos bien entonces.

Durante el camino, pensaba que el golpe en la cabeza había remitido la mente de la chica a un pasado de treinta años atrás. Sin embargo, no parecía ocurrir sólo en su cabeza: toda ella coincidía con esa época. Cómo miraba la calle con asombro, con angustia, como si no pudiera creer lo que estaba viendo.

Cuando llegaron a la esquina de Navarro y San Martín, Viviana se puso a mirar en todas las direcciones.

—Las calles son estas —dijo, sin dejar de girar la cabeza—. Estamos a una cuadra de mi casa, pero no reconozco el lugar, todo está distinto.

—¿Hacia dónde es su casa?

—Hacia allá. —Señaló a la derecha.

Doblaron y entraron por la calle que ella indicó como Cantilo, que ahora se llamaba Mariscal Francisco Solano López. Llegaron a la dirección y se bajaron del auto. Viviana miró la casa y reconoció el frente, aunque no era igual: las ventanas sí, y la puerta era la misma, pero la fachada estaba pintada con otro color.

Él le preguntó el nombre de sus padres. Ella le dijo que su padre se llamaba Héctor Morán. Tocaron el timbre. Un hombre los atendió por la ventana.

—¿Quién es?

—Buenas noches —dijo él—, buscamos a Héctor Morán.

—¿A quién?

—Héctor Morán —repitió.

—No vive más acá —dijo el hombre del otro lado de la ventana—, era el padre de Rubén, el hermano de la chica que desapareció hace treinta años. Héctor murió en el 2010, creo. Y el hijo, Rubén, vendió la casa y se fue. Nosotros se la compramos a él.

—¿Sabe dónde vive el hermano de la chica? —dijo él.

—No —dijo el hombre—, ni idea, pero creo que se fue a vivir a Chile, aunque no estoy muy seguro.

Viviana se apoyó en el auto y suspiró. Él no supo qué decirle. Pero enseguida se le ocurrió una idea.

—¿Te acordás dónde vivía el chico con el que estabas?

—Me acuerdo —dijo ella, y bajó la mirada. Y le dijo la dirección.

La ubicaron en el gps y fueron.

El lugar estaba tal como ella lo recordaba. Había una ventana abierta por la mitad, que dejaba ver, detrás de unas cortinas casi transparentes, el living donde había un hombre y una mujer sentados en un sillón, abrazados, mirando la televisión que a ella le pareció sumamente extraña y enorme, y chata. Alrededor de ellos había más gente. Viviana tuvo que cerrar un poco los ojos para hacer foco. Y se alejó asustada.

—Es él —dijo—. Es él, pero está... viejo.

—Viejo como… Como... ¿si hubieran pasado treinta años?

Viviana sintió que él se burlaba de ella. Pero sólo pudo llorar.

—¿Qué te pasa?

—Nada. Mi papá. ¿De verdad se murió?

—Así parece.

Recorrieron un par de direcciones más, de gente amiga. Una de las casas ya no existía, y en la otra tampoco vivía gente que ella conociera. Todo iba cerrándose lentamente en un mundo que le era ajeno y extraño, donde solo conocía al hombre que la llevaba para todos lados en ese auto que parecía venido del espacio. Nada tenía sentido.

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