II

Durante las siguientes semanas, se vieron varias veces. Se encontraron cerca de la casa de la mamá de ella. Pequeños ratos, en los que aprovechaban que Alan se dormía. Casi siempre se veían a la noche, antes de la cena. Conversaron mucho. Se fueron conociendo y compartiendo momentos.

Un mes después, sentados a la mesa de un bar, escucharon en un radiograbador que estaba detrás de la barra, la noticia de que el Italpark estaría clausurado hasta poner en regla el estado de los juegos, ya que las inspecciones habían confirmado el bajo mantenimiento denunciado un mes antes.

—No solo el Italpark tiene falta de mantenimiento —dijo ella en voz muy alta, y miró a las demás mesas: todas vacías—, Segba tampoco lo tiene.

—Tenés razón. Supe que hubo un incidente hace un año, justamente cerca de Italpark.

—Se desprendió un cable, ¿te acordás? Y cayó sobre el asfalto mojado, era una noche de lluvia torrencial. —Ella lo miró fijo a los ojos, como esperando alguna reacción; la radio seguía de fondo.

—Cómo te acordás, eh.

—Esa noche yo iba con un chico en la moto de él; el cable cayó delante de nosotros. Él intentó esquivarlo, pero la moto patinó. Yo volé por encima de él y la caída me hizo pasar sobre el arco voltaico que se formó con el cable al tocar el agua. —Viviana lo observó con detalle: los ojos de él se abrían con asombro.

—¿Tuviste lesiones graves?

—Por suerte no me pasó nada —dijo ella sin sacarle la mirada de los ojos—, un hombre muy gentil me ayudó a levantarme y me atendió. Ese hombre fue un caballero, muy atento y muy cuidadoso.

—Qué bueno, todavía hay gente con valores.

—Sí, así parece.

En silencio se mantuvieron las miradas, un instante, y luego hablaron de otras cosas.

Viviana seguía mirándolo con intensidad. Leonardo era un hombre alto, de ojos claros, gesto viril, voz acogedora, buenos modales, atento a los detalles para hacerla sentir cómoda y, sobre todo, tenía la capacidad de conversar de cualquier cosa. Viviana la pasaba muy bien con él. Aunque, cada vez que se encontraban, trataba de descubrir si él guardaría algún secreto.

Leonardo fue soltándose con cada encuentro. Así, ante la enrulada cabellera morocha de Viviana, la sonrisa simpática y la mirada intensa, se sintió cada vez más atraído. Viviana solía perder la noción del tiempo cuando estaba con él, y casi siempre era Leonardo quien le recordaba que hacía dos horas que había dejado a Alan durmiendo, al cuidado de la abuela. Gracias a Leonardo, ella regresaba justo cuando su hijo se despertaba reclamando la teta.

Los encuentros se alargaron en el tiempo y se sumaron las charlas telefónicas. Se vieron inclusive los fines de semana y hasta salieron a comer, a bailar y al cine.

Una madrugada, regresaron caminando por el medio de la calle, luego de haber bailado casi toda la noche. Leonardo miraba las estrellas, y Viviana lo miraba a él.

—Qué misterioso es el universo —dijo Leonardo.

—¿Por qué lo decís?

—Porque pienso en la extraña manera en que nos conocimos: te llevé una llave que había llegado a mí de forma rarísima, que resultó ser la de tu diario. Y en el hospital, el día que nació tu hijo. —Los dos rieron.

—Quizá la llave estaba caída en el suelo de la guardia y vos la levantaste, aunque no lo recuerdes.

—Puede ser —dijo él, seguro de que eso no había pasado, pero seguro también de que no había explicación mejor—. De todas maneras, gracias a esa llave estamos hoy caminando bajo estas estrellas.

Leonardo se detuvo frente a Viviana, ella le miró la boca, él se acercó lentamente a ella hasta que los labios de los dos se rozaron. Los ojos de Viviana miraron a los de él, y luego los entrecerró. Se fundieron en un beso que nació con timidez, para volverse un huracán pasional que los arrojó un instante después a la cama de una habitación de un hotel alojamiento cercano.

Comenzaron, aquella noche de septiembre de 1988, una historia juntos que, tres años después, los llevó al altar. Se casaron en noviembre de 1991.

Alan tenía tres años. Leonardo y él se llevaron bien desde el primer día; Viviana sentía que Alan podía ser el hijo de él, por lo unidos que eran. Los ojos del chico brillaban de la alegría cuando estaba con Leonardo, y él se divertía y disfrutaba como si Alan fuera realmente su propio hijo.

Así pasaron los años, así Alan creció. Fue a la escuela primaria y a la secundaria y a la facultad. Terminó su carrera de contador en 2016, luego de un esfuerzo grande por llevar a cabo el estudio, el trabajo y una pareja. A fines de ese año, también se casó.

Desde hacía mucho tiempo, Viviana tenía una duda clavada en el corazón, aunque pasados casi treinta años, no estaba segura de querer quitársela. Sin embargo, una noche de otoño de 2017, tuvo en sus manos la excusa perfecta: le pidió a Leonardo si podía ir a donar sangre para un compañero de su trabajo, que tenía que ser operado. Él aceptó, y a la mañana siguiente fue al hospital. Viviana había convencido también a Alan —y a su nuera, para no levantar sospechas— de que también fuera a donar sangre. Un par de días después, una de las técnicas de laboratorio, a quien Viviana había dado cierta cantidad de dinero por su trabajo discreto y silencioso, le entregó un sobre. Leyó el contenido, y confirmó su sospecha.

En julio, cuando el frío se había instalado en Buenos Aires, el temor de Viviana creció; sabía que el tiempo iba a terminar acorralándola. Recordó cierta noche treinta años atrás, y se le vino a la memoria una vieja foto que conservaba desde entonces. Sacó casi todas las cosas que tenía guardadas en el placar, en cajas, viejos recuerdos. Leonardo la observaba con pasividad, sin comprender qué estaba haciendo. Cuando finalmente encontró la foto, Viviana la soltó como si estuviera viendo un fantasma. Leonardo la notó asustada y se le acercó. Ella tapó la foto con el pie y le dijo que no pasaba nada, que había visto una araña, pero que ya la había matado.

Cuando Leonardo se fue, Viviana levantó la foto del piso y volvió a mirarla: esa foto, donde ella posaba con ese hombre. La giró, ahí estaba la fecha: se la habían tomado en septiembre de 1987. Se le volvió a cortar el aliento. La fecha de aquella foto le recordaba una noche de la que pronto, aunque pareciera increíble, se cumplirían treinta años.

La mente se le atiborró de dudas. Y por varios días, nadó en un mar de miedos, de incertidumbre. Leonardo la notaba sumamente extraña y distraída. Viviana no dejaba de pensar. Su mente corría enloquecida, la llevó a encerrase en sí misma; a tal extremo que, muchas veces, Leonardo la encontró hablando sola. Se asustó.

Y el 9 de agosto, al atardecer, decidió encarar el problema.

—Vivi —le dijo, no bien estuvieron en el dormitorio—, no sé qué te pasa, pero me preocupás, y mucho. Desde que revolviste todo el placar, estás aislada, no sé. ¿Te shockeó algo? ¿Era una araña lo que viste, o era una rata? ¿Qué era? ¿Qué pasó?

Ella lo miró callada, con los ojos desorbitados. Leonardo se dijo que estaba a punto de entrar en crisis.

—Por favor, decime qué te pasa. Quiero ayudarte, pero necesito saber qué te está pasando.

—No lo entenderías.

—Vivi, mi amor, hace veintinueve años que nos conocemos, ¿creés que no te entendería?

—Lo sé, lo sé, perdón, es que todo es tan extraño. Y no hace veintinueve años: hace treinta.

—Nos conocimos en el 88.

—No: nos conocimos en el 87.

Leonardo la miró más que preocupado. Ahora hasta sumaba un error de memoria. Mientras pensaba eso, Viviana agarró la foto y se la mostró. Leonardo, al verla, abrió los ojos con total asombro. Era una foto de ella, datada en 1987. Estaba con un hombre muchos años mayor. Sonreían abrazados. Ella le rodeaba el cuello con sus brazos, y él la tomaba de la cintura. El hombre era un doble perfecto de él. Pero de él como era ahora, a los cincuenta y cuatro. Tenía el mismo color y largo de cabello, la misma sonrisa, la misma nariz, los mismos ojos: un doble exacto, al detalle, de él en tiempo presente. Parecía que ella, treinta años atrás, se hubiera sacado una foto con él un día como el de hoy.

Miró a Viviana, espeando que le dijera algo. Ella tenía ojos llenos de lágrimas. En su mirada había un grito de desesperación; quería decirle mucho cosas, pero le resultaban tan imposibles de explicar, que pensó que su marido creería que estaba loca o que sufría demencia senil prematura. Leonardo la descubrió entrando en la crisis en la que la había visto arribar.

Él sostuvo la foto en la mano un breve instante más. El hombre, bien podría haber sido el padre de Alan: calculando rápidamente, la fecha de la foto coincidía con el embarazo de Viviana. Su corazón empezó a comprender lo que, estaba seguro, lamentaría: que ese tipo habría aparecido en su vida de nuevo, o quizá hubiera muerto y ella se recién se enteraba. Lo curioso era que, al parecer, ella sabía acerca de ese hombre, pero jamás se lo había contado, ni a él ni a Alan.

Viviana le vio la mirada llena de preguntas. Se puso de pie, caminó alrededor de la cama, se sentó a su lado y lo miró con temor.

—Voy a contarte algo, amor —dijo ella—, algo que estoy casi segura que no vas a creer, pero que igualmente debo contarte.

—Te escucho —Él sólo miraba la foto.

El relato la llevó treinta años hacia atrás. Más exactamente al 17 de abril de 1987.

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