IV

Casi a medianoche, él ya estaba cansado. Le propuso dejarla en un hotel para que durmiera un poco, y le dijo que al día siguiente pasaría por ella y seguirían buscando. Ella aceptó.

Ya en el hotel ella quiso pagar con australes, y el conserje la miró como si se tratara de una broma.

Él le dijo que guardara el dinero y pagó.

Camino a la habitación, él le explicó que los australes no eran de curso legal desde hacía más de veinticinco años.

La dejó en la puerta y le dijo que cualquier cosa lo llamara a su celular. Le anotó el número, pero imaginó que ella no sabía que debía poner el quince adelante, así que también se lo explicó. Le aclaró que su nombre era Leonardo y que por la mañana pasaría a buscarla.

—Ahora intente descansar —dijo a modo de despedida.

Esa noche, Leonardo se metió en la cama luego de una ducha. Se acostó pensando en lo extraña que era esa chica, Viviana. Parecía realmente haber estado viviendo en 1987, algo literalmente imposible.  El corte de pelo era típico de aquella época, al igual que la ropa y el calzado. El documento de identidad era la libreta verde, ya fuera de vigencia hacía varios años. Sin embargo, recordó que tenía un sello de renovación que declaraba ser un duplicado, fechado en Febrero de 1987. La foto era muy actual al aspecto que tenía ella.

En la habitación del hotel, ella, con el control remoto de la televisión en la mano, dudó en presionar el botón de encendido, pero lo hizo. En la pantalla del televisor también chato y enorme y a todo color, apareció un canal desconocido, TN. En un rincón de la pantalla indicaba que eran las 00:32 del 10 de Agosto de 2017.

Las noticias de la noche hablaban acerca del caso AMIA. Decían que, después de veintitrés años del atentado, el gobierno quería enjuiciar en ausencia a unos iraníes. El periodista recordó que el evento del 18 de Julio de 1994 había dejado un saldo de 85 muertos y 300 heridos. Las noticias se sucedieron, unas tras otras, pero Viviana no pudo comprenderlas. Apagó el televisor. Se metió en la cama, intentó dormir. No logró hacerlo enseguida. En lo último que pensó fue en la suerte de haber encontrado a ese extraño pero gentil hombre que la ayudó. Cuando despertara, él estaría esperándola.

A la mañana siguiente, Leonardo la visitó en la habitación. Apoyó la notebook sobre una mesa y llamó por teléfono al conserje para pedirle la clave de Wi-Fi. Viviana permaneció sentada en el borde de la cama, con los ojos chiquitos, vencida por el sueño, casi no había pegado un ojo.

Leonardo encendió la computadora, y en la pantalla también de colores apareció un logo. Ella leyó Windows 10.

—¿Qué es uaifai?

Leonardo le contestó con voz suave.

—Es lo que se usa para conectar la computadora a Internet.

Ella permaneció en silencio.

—¿Sabés que es internet?

—No —dijo ella, tímida.

—Es una red que conecta a todas las computadoras del mundo. Surgió en la década de los noventa.

Viviana miró la pantalla tratando de entender.

—¿Eso es una computadora?

Leonardo sonrió.

—Sí. —Hizo una pausa—. Ya te acostumbrarás, no te preocupes.

Buscó la noticia de 1987, en la que un cable de Segba se desprendió cayendo sobre el asfalto y provocando el accidente del muchacho de la moto. El accidente se había producido el 17 de Abril de ese año.

Le preguntó a ella qué día recordaba que había sido el anterior. Ella le confirmó que era ese.

Él leyó con detenimiento la noticia. La chica que iba con el muchacho de la moto, desaparecida aquella noche, se llamaba Viviana Morán. Tenía veintitrés años. Había fotos en las que aparecía. Se sintió turbado: era ella, no había ninguna duda. Estaba vestida con el mismo pantalón de rayas blancas y negras y hasta llevaba las mismas botas texanas. Viviana se acercó a la pantalla y, al ver su foto, se impresionó.

—Esa foto me la sacó mi hermano en semana santa, el mes pasado. Ehhh...

—Sí, entiendo. Temo que tu hermano no tiene redes sociales; lo busqué en F******k y no lo encontré; también en LinkedIn, ausente total.

—¿En dónde dice que lo buscó?

—En F******k —repitió él, y se dio cuenta de que ella no sabía nada de eso—. No importa, lo cierto es que no hallé la forma de contactarlo.

Ella hizo un gesto de abatimiento. Leonardo volvió a leer la noticia del accidente de abril de 1987. El desprendimiento del cable de luz de Segba se había producido en el mismo lugar en que se cayó el de Edenor la noche anterior. Según informaba la Web del periódico, se había producido un chispazo que generó un arco voltaico muy luminoso.

El lugar era exactamente el mismo en que él encontró a la chica. En el periódico, en las noticias de esa mañana, aparecía el evento de la noche anterior, haciendo referencia a que treinta años antes había sucedido lo mismo en el mismo sitio: Avenida Libertador y Callao. La diferencia era que en aquel entonces una mujer de nombre Viviana Morán había desaparecido, y en el accidente de ahora no había ningún lesionado.

Leonardo permaneció mirando la pantalla, y su mente lo llevó a pensar lo inconcebible. Sólo sabía que Viviana parecía decir la verdad, por más inverosímil que fuera. Los accidentes se produjeron dos veces idénticas, en el mismo sitio. El relato de Viviana y los datos encontrados en la Web coincidían en su totalidad. Las referencias indicaban que ella —aunque él se negara a pensar que fuera cierto, inclusive cuando todo le daba a pensar que podía ser real—, había hecho una especie de salto de tiempo de treinta años en su propio futuro. Lo único que relacionaba a ambos eventos era la coincidencia con precisión exacta: el cable desprendido, provocando un arco voltaico en el exacto lugar. Dos eventos iguales, con diferencia de treinta años. Leonardo no era un hombre de mentalidad cerrada, pero que el hecho tuviera fundamentos cuánticos le llamaba la atención al extremo de la incredulidad, porque iba contra sus razonamientos. Pero, ante las evidencias, debía darle al menos el beneficio de la duda.

La noticia de la desaparición de Viviana Morán indicaba que se había hecho un sepulcro simbólico en el cementerio de la Chacarita. Un sepulcro con una tumba vacía.

Decidido a verificar el hecho, le dijo a Viviana que lo esperara en el hotel, pero ella insistió en ir con él. Leonardo le preguntó qué era lo que quería ver. Y ella, a pesar de que el shock le produjo un escalofrío en la columna vertebral, quiso ir.

Salieron rumbo al cementerio. Llegaron, y en la administración les indicaron donde estaba la tumba.

Al leer su nombre en una lápida, Viviana se desplomó hasta quedar de rodillas. Leonardo la miró atento; temía que se desmayara.

La tumba decía:

Viviana Morán

23 de Mayo de 1963 / 17 de Abril de 1987

Desaparecida

“Tu padre Héctor y tu hermano Rubén te recordamos con amor”

Viviana acarició la piedra y lloró.

Leonardo la dejó descargar su angustia y la ayudó a levantarse. Y, cuando vio que ella no se reponía, la tomó de la cintura. Caminaron juntos hasta la salida del cementerio.

Regresaron al hotel. Leonardo, seguro de que el fenómeno que estaba viviendo debía de tener algún asidero científico, buscó en Internet datos acerca de alguien que pudiera darle alguna explicación. Encontró, así, una página con el nombre de un parapsicólogo con honores internacionales. Ahí figuraba el teléfono y, según se decía, vivía en Buenos Aires. Leonardo vio que Viviana lo miraba intrigada, cuando él  llamó por celular al hombre y concertó una entrevista para ese mismo día por la tarde. Al cortar, Viviana lo miró todavía más asombrada. Aunque ya estaba comenzando a acostumbrarse a las cosas extrañas del futuro, esperó a que el hombre le explicara.

—El hecho es el siguiente —dijo Leonardo—: todo indica que ayer vos vivías en 1987 y que hoy estás en 2017. Hiciste alguna clase de viaje en el tiempo, que te trajo treinta años hacia tu futuro. Parece loco, pero no encuentro otra explicación. Acabo de hablar con un hombre que tiene conocimientos científicos, que quizá nos pueda orientar en el tema, porque al menos yo, y al parecer vos también, lo desconocemos por completo.

Viviana lo escuchó en silencio, pero su gesto se fue transformando en una desesperación que fue mutando a llanto y luego a enojo. Se puso de pie, lo miró con intensa ira y le habló en un tono creciente, hasta llegar al grito:

—¿Está hablando usted en serio? ¿Piensa que yo voy a creer que viajé en el tiempo, que fui treinta años hacia el futuro? ¿De verdad espera que yo crea semejante boludez? ¿Quién es usted? ¿Qué pretende de mí? ¿Espera volverme loca? ¿Acaso es usted un paranoico, un psicópata, un violador, un asesino, o vaya a saber qué cosa? —Enloquecida, se puso a girar en círculos en medio de la habitación—. ¡Por Dios! ¡No sé qué estoy haciendo acá, en un hotel, con un perfecto desconocido que pretende hacerme creer que viajé en el tiempo! No sé qué sucede en su tiempo, doctor Emmet Brown; ese es un personaje de una película reciente. No esperará que yo le crea, aunque tenga un auto que se parezca un De Lorean.

Leonardo la observó, escuchó con pasivo silencio. Viviana no dejaba de caminar en círculos, agarrándose la cabeza. Estaba impaciente, acaso al borde de la locura. Ella se detuvo, lo miró con enojo y, ante el silencio observador de Leonardo, se dio cuenta de que no tenía nada que hacer allí, que debía irse a buscar a su propia vida. Agarró la cartera y se encaminó a la puerta. La abrió y se dio vuelta para mirar a Leonardo.

—Usted es un esquizofrénico —le dijo con tono acusador y se fue tras un portazo.

Bajó las escaleras hasta el lobby y salió a la calle. El sol invernal de la mañana le dio en la cara. Caminó sin sentido. Llegó a una parada de colectivo y subió al primero que vino, sin estar muy segura de adonde ir.

—Noventa y nueve —le dijo al chofer, entregándole un billete de ₳100, y se quedó parada esperando a que el hombre le cortara el boleto.

Pero el chofer la miró:

—Si no tiene sube —le dijo con fastidio—, no puede viajar.

Un minuto después, ya fuera del colectivo, Viviana se sentó en el escalón de un negocio, se tomó la cara con las manos y lloró. No podía creer lo que estaba sucediendo. Quería comprenderlo, pero le era imposible. En su cabeza rebotaban las palabras de Leonardo, de la estupidez esa del salto en el tiempo a un futuro de treinta años. Ella había ido a ver la película Volver al futuro al cine, recientemente, pero sabía que era una ficción, que esas cosas no ocurrían ni tenían explicación lógica. Sin embargo, ahora, sentada ahí, le parecía que todo lo que estaba a su alrededor indicaba que estaba viviendo en la misma ciudad, pero treinta años adelantada a su tiempo. Trató de ordenar su mente, no pudo. Entonces supo que, aunque fuera peligroso, lo único que podía hacer era regresar al hotel con Leonardo, que al menos no la había tratado mal, no había querido robarle, ni violarla, ni matarla; sólo le había propuesto algo loco. Loco pero inocente.

Cuando entró en la habitación, Leonardo miraba el monitor de su notebook. Al verla, su gesto se distendió.

Ella lo miró, y los ojos le ardieron de las lágrimas: estaba aceptando la única opción que tenía.

—¿Y bien? —lo oyó decir—. ¿Sigue siendo una locura la idea del viaje en el tiempo?

—Claro que sí —refutó ella con tono suave—, pero sería la única explicación a lo que me está pasando.

—Entonces... —dijo él, señalándose a sí mismo—. ¿Aceptás que quizá este loco tenga un poco de razón?

—No tengo alternativa.

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