El ala de aislamiento era un mausoleo personal, frío y húmedo, donde cada sombra parecía tener dientes. No había guardias, un silencio más aterrador que cualquier grito, pues anunciaba la absoluta impunidad de quien había obrado allí. La única luz venía de una lámpara de aceite barata y maloliente, cuyo parpadeo irregular exponía la brutalidad de la escena: Kael, el joven maestro de armas y la viva imagen de la lealtad de Wolf, colgaba de las muñecas.El aire olía a moho, a piedra húmeda y, sobre todo, a sal y hierro. Era el olor profundo y empalagoso de la sangre coagulada mezclado con el hedor de carne quemada, que hizo que a Wolf se le revolviera el estómago bajo el cuello alto de su uniforme de guardia robado.Su cuerpo, desnudo de la cintura para arriba, era una exhibición de castigo: cortes finos como papel, quemaduras circulares de brasas y hematomas que desfiguraban la musculatura dura que Wolf mismo había ayudado a forjar. Kael no era solo un hombre herido; era un estandarte d
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