La gran apuesta
La gran apuesta
Por: Un Grimorio
La gran apuesta

Faltaban pocos minutos para que el tren comenzara su trayecto, mientras tanto, Joseph, un obrero de las minas de carbón, jugaba a la ruleta rusa con unos desconocidos en la famosa Cantina de Pival. Había pasado apenas un turno de tres, le tocaba a Joseph. Tomó el revólver, pensó en el premio, suspiró, y por un segundo se distrajo viendo por la ventana a una mujer de bello semblante con vestido de encajes que le cautivó demasiado, tanto que los espectadores empezaron a presionarlo. Joseph reaccionó y les sonrió a sus contrincantes tirando del gatillo.

                Cuando terminó el turno, puso el revólver en la mesa, los hombres gritaron de euforia, le dieron un trago a Joseph y el siguiente jugador tomó el arma. Joseph necesitaba el premio a toda costa para largarse de Pival. Su mayor sueño era llegar a Ciudad Bermiu, donde su primo trabajaba en un prostíbulo de contador. Le prometió un puesto como guardaespalda del dueño.

                Joseph bebió el trago de ron, y esperó con ansias el turno del jugador que temblaba de nervios. Los tres intercambiaron miradas, y los espectadores le daban ánimos al hombre con el revólver. Joseph escuchó la detonación, el hombre cayó al suelo y un silencio sepulcral invadió el lugar. Llegaron los guardias de la cantina y arrastraron el cuerpo. Era el turno del otro jugador. Recogió el arma del piso, lo primero que se le vino a la mente fueron sus dos hijas que vivían en el campo, el premio de la cantidad exacta para un boleto a la ciudad de Bermiu que también le garantizaría un trabajo, sin embargo, ocurrió le detonación y también cayó al suelo con la sien reventada.

                Joseph resultó ganador, el dueño de la cantina se acercó y le entregó el dinero. De inmediato salió corriendo a comprar un boleto de tercera clase. Antes de abordar el tren observó a la misma joven que hacía ratos la vio caminar por la cantina. A lo lejos, ella vio a Joseph y le sonrió. Sin embargo, subió a un vagón de primera clase. No había oportunidad de conocerla.

                El tren comenzó su marcha, Joseph estaba contento con su nueva vida, allá en Bermiu tendría dinero y podría vivir como un citadino. A los veinte minutos, apareció un buen mozo con una lista en mano leyendo tres nombres. El primero fue Iván, luego Krutachek, y por último, Joseph.  Les solicitó a los tres sujetos pasar al siguiente vagón. Joseph se puso de pie, y siguió al mozo. En el segundo vagón se encontró con la mujer que había visto afuera antes de abordar el tren. Se le acercó con su perfumen de jazmín y le dijo que lo había visto ganar en el juego de la cantina. Luego apareció otro hombre vestido con traje militar, y les explicó con desdén las reglas del juego. Entraron a un compartimento, el militar extrajo el revólver y lo puso en la mesa. La mujer dio breves aplausos de emoción.

                Para decidir quién iniciaría el turno, Joseph se adelantó y solicitó ser el primero, tomó el revólver, sostuvo el gatillo hasta escuchar si la bala estaba en su lugar, y detonó. Todos quedaron a la expectativa al ver que el joven seguía vivo. Era el turno de Iván. A Iván lo escogieron porque habían escuchado de sus hazañas en el juego. Tomó el revólver, pensó en su esposa, quien había muerto jugando. Con el dinero prometido por el militar, enviaría a sus hijos a la mejor escuela de Pival.  Sin embargo, se confió demasiado, y el tiro le arrebató la vida. Le tocaba a Krutachek, un botánico adicto al juego, que llevaba invicto ocho partidas, a pesar de eso, se colocó el arma en la sien, sintió el peso de la bala, y como no tenía que perder ni muchas aspiraciones más que seguir investigando plantas, decidió rendirse. Puso el arma en la mesa, y el premio se lo llevó Joseph. La mujer reventó una botella de champagne, pero el militar agregó que debía seguir jugando en el vagón de comerciantes. Joseph preguntó qué había del premio, y el militar le recordó las reglas: tres rondas, un premio.

                La mujer, el militar, y Joseph caminaron al siguiente vagón, donde lo esperaba a dos ganadores de la clase mercantil. Medianos empresarios con buena racha. Tomaron asiento, y el juego dio inicio. Alloy, heredero de una gran fortuna, y dueño de una empresa portuaria en Pival, tomó el arma y dijo que él iniciaría. Tiró el gatillo, y no sucedió nada. Todos suspiraron, y le tocó el turno al otro empresario: Roderick, patrocinador de peleas de boxeo. Tuvo mala suerte, la detonación le voló los sesos. Le tocaba a Joseph, escuchó que la bala estaba colocada en el segundo espacio del tambor, sabía que tenía asegurada la victoria. Así que tiró del gatillo, y se salvó. Alloy, ni siquiera tomó el arma, se rindió de inmediato. El militar y la mujer gozaban, se trasladaron a la última ronda en el vagón de primera clase. Los pasajeros observaron las ropas andrajosas del obrero, el militar lo llevó a su compartimento para cambiarlo de ropa y que se diera una ducha. La mujer trajo un plato suculento de pato asado con hierbas aromáticas y verduras cocidas.

                Después de comer, la mujer le explicó que el premio mayor sería desposarla, tomar posesión de muchas tierras  y vivir una vida tranquila. Joseph pensó que todo se trataba de una farsa, pero ya había conseguido demasiado dinero como para vivir del ocio durante diez años. Sin embargo, desposar a la mujer y obtener tierras parecía un gran sueño. El militar entró al compartimento y les dijo que los preparativos estaban listos.   

                Cuando llegaron al siguiente compartimento, encontró a un solo hombre, uno de buena clase. La mujer le explicó que era un duque experto en el juego con diez victorias. Joseph se sentó, le estrechó la mano al jugador, y en seguida el militar también tomó asiento. Joseph estaba confundido, y le preguntó si en verdad jugaría. El militar le contestó que su hija merecía lo mejor, si uno de los dos le ganaba en el juego tendría todas sus riquezas. En cambio, si ninguno sobrevivía, no había premio.

                Joseph pensó que su truco de escuchar la bala dentro del tambor no tendría sentido contra alguien que ha manejado armas durante toda su vida, y que era de demasiado riesgo jugar, sin embargo, después de pensar unos segundos esos obstáculos, accedió al juego. La mujer se estremeció y animó a los dos valientes hombres.

                Pusieron el revólver en la mesa, esta vez hicieron girar el arma como el juego de la botella. Y, el primero en apuntar fue al duque. El caballero tomó el arma, la puso en su sien, escuchó que la bala al menos estaba en el cuarto espacio del tambor, sonrió a los jugadores y tiró del gatillo. Volvió a poner el arma en la mesa, la hicieron girar y volvió a señalar al duque. Sin ningún reproche tomó el arma e hizo lo mismo entre risas. Giraron el arma una vez más hasta que le tocó al militar. De inmediato se apuntó a la sien derecha y sin titubeo tiró del gatillo. Era el turno de Joseph, y no tuvo más remedio que detonar porque la bala estaba a un espacio del centro. No sucedió nada. Joseph puso el arma en la mesa, y volvieron a girarla, esta vez le tocó el turno al duque, quien se levantó y dejó toda su apuesta en la mesa. La hija del militar tomó el arma y giró el tambor.

                Esta vez jugaron a cara o cruz, lanzaron la moneda y cayó cruz. Joseph había dicho cruz antes de caer la moneda, y le tocó a él decidir de quien era el turno. Le dijo al militar que podía comenzar. La joven aplaudió y el juego continuó. El viejo sobrevivió, era el turno de Joseph. Pensó en las riquezas que tendría si ganaba, pero también que si moría no obtendría nada más que la muerte que sería rápida y olvidaría esas ansias de tesoros.

                Joseph tomó el arma, puso el dedo en el gatillo, sintió el peso del revólver, vio por la ventana una gran montaña helada, pensó que había trabajado toda su vida en la mina de carbón para sobrevivir el día, y en ese momento podía alcanzar la gloria. Sin embargo, desistió, puso el arma en la mesa y se rindió.

                El militar le anunció que había perdido todo, y tomó el arma para ver dónde estaba la bala. Los sentidos engañaron a Joseph, no había ninguna bala en el tambor. Se levantó airado y le dijo que todo había sido un engaño. Y, era cierto, cuando la joven tomó el arma extrajo la bala y la devolvió vacía. Joseph  dijo que los denunciaría por haberlo timado, el militar le dijo que debía tranquilizase prometiéndole una cantidad de dinero para que llegara a Bermiu y pudiera vivir tranquilo al menos un año sin trabajo.

                Joseph se tranquilizó y aceptó el trato, la joven le advirtió que no debía mencionarle a nadie sobre el juego. El obrero no tuvo más opción que aceptar cada palabra.

                Varias semanas después, visitó el prostíbulo donde trabajaba su primo, había comprado ropa y rentó una casa. Su primo le preguntó cómo obtuvo ese dinero y le contó todo lo sucedido. Joseph vivió un año de ocio, entre borracheras y mujeres, al final, cuando el dinero se le estaba agotando, accedió a un juego más. Esta vez lo perdió todo, además de la vida.

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