Capítulo 2

            Otro delirio que me acompañaba era la solicitud de mi padre al usar el transporte público. Anteriormente él me iba a dejar a la universidad, pero dijo que debía ir por mi propia cuenta. Todo esto fue una tortura, en primer lugar, para llegar a la universidad debía tomar un bus, era sencillo; pero el problema era evitar que las personas notaran mi rareza, por empezar que subía la ruta que iba hacia la universidad, y en el bus sentía que todos me observaban. Y, me observaban como si quisieran decirme “muchacho, sos raro, deberías dejar de vernos los zapatos”. Pues eso es lo que hacía, me sentaba o iba de pie, y para evitar el contacto de ojos, observaba los zapatos.

            Como siempre, y al bajarme esperaba que todos lo hicieran, aunque las primeras veces el bus aceleraba y me tocaba correr hacia la salida entre la multitud y llegar a la bahía frente a la universidad. Luego tenía que cruzar la vía y esperaba el semáforo hasta que los autos se detuvieran, para caminar sobre la vía. Observaba como maniático las placas de los carros, la gente con sus mochilas, y sus trajes de profesionales o de estudiantes. Observaba todo para analizar luego en una banca de la universidad cuanto me encontraba solo meditando mi realidad.

            Este análisis profundo de todos los rituales de la ciudad me parecía como de una tribu en apogeo, había clanes y grupos selectos, a decir verdad, quería profundizar en el aparato político, y decía a partir de ciertas lecturas sociológicas, que pronto nuestra pequeña ciudad se volvería un caos si no resolvíamos nuestros problemas de forma activa. Pero, pensaba que yo no podría ser partícipe de algo tan descomunal como la acción ciudadana. Me refiero que no podría opinar, ni siquiera marchar en una protesta por el terror a sufrir la observación descarnada de los demás. Expresar mi opinión política era un conflicto extenso, en primer lugar, porque las discusiones en clases eran algo más selvático que democrático.

            Todos querían exponer sus posiciones desde los partidos que apoyaban. Liberales, conservadores y sandinistas. Era complicado lidiar con cada uno de ellos, y no quería someterme a la mirada de mis opiniones porque hablar de política con gorilas no tiene ningún sentido. Y, eso es lo que sucedía en las discusiones de clase en la materia de derecho constitucional. Todos querían hablar y no llegaban a ningún punto en concreto. Yo tenía algunas ventajas, había leído historia del derecho constitucional y algunos libros sobre hermenéutica jurídica.

            De esta manera, las discusiones de política publicas sin conocimiento fundado, era un esperpento mecánico de palabrería banal y pueril. Nunca opiné, nunca alcé mi voz, prefería escuchar las opiniones de los demás para tener la certeza de las estupidez humana. No es porque me sintiera superior, sino porque no valía la pena gastar energías en verbalizar lo que se ignora, aunque el ejercicio de debate sea relevante, lo mejor es guardar silencio si se ignora los procedimientos y aparatos históricos que constituyen el plan de nación. Supuse que todos querían expresarse y, como dije, ser seres individuales con algo de especial y único, todos querían tener la razón, pero la razón no se establece con verdades absolutas, y para las verdades absolutas al menos debería evaluarse a través del método científico.

            Eso lo tenía claro, y muchos politólogos también. Los profesores eran condescendientes, algunos eran allegados al gobierno, por eso era difícil expresarse, además de los gorilas que hablaban desde la ignorancia. Era una ignorancia fundada en las pretensiones intelectuales o partidarias, argumentos formulados sin conocimiento o profundidad técnica. Su sistema argumentativo se basaba en el maniqueísmo fundado por bandos desiguales que proponen un bienestar para la sociedad. Ninguno de mis compañeros daba en el clavo con los verdaderos asuntos que competen a los ciudadanos. A nosotros, los estudiantes de leyes nos compete compartir con los demás por convicción los conocimientos adquiridos. Hay plataformas para expresarse sin necesidad de comportarse como una bestia que muestra sus colmillos. No hay necesidad de ser una fiera para persuadir si acaso esas eran sus intenciones.

            En lo particular, había leído lo necesario para dilucidar que mis compañeros eran unos fanáticos enceguecidos por las doctrinas que ni entendían, doctrinas inculcadas por sus padres. Mis posiciones políticas, o mejor dicho, mis pretensiones, eran algo íntimo, prefería guardármelas para mí mismo, no tenía ninguna necesidad que otros supieran mis pensamientos, la verdad, me parecía una falta de desconsideración, y hasta algo vulgar tomarse el tiempo para demostrar a los demás que hay apropiación política e identidad, y en cuanto a esta identidad, es como nadar en un laguna oscura con los ojos vendados.

            En este país, donde las fieras políticas, y la mafia política tiene todo su juego dominado con fichas puestas en instituciones que proceden desde la ignorancia o desde el poder, lo mejor es organizarse, y llegar a un común acuerdo. Pero este debe darse a partir del estudio histórico, sociológico y jurídico. ¿Cómo explicarle tanto contenido a las personas que desconocen o no pueden acceder a estos? Como dije, lo mejor es dar a otros ese conocimiento y motivarlos a aprender por su cuenta, aunque algunos sostienen sus posiciones desde las haciendas y sus casas de verano en las playas más famosas de la costa del pacífico, y otros apenas logran conseguir un sueldo para comprar la canasta básica y cubrir los servicios básicos del hogar, o el pago de la renta.

            Necesitaba un respiro, algo parecido a ese despertar, debía salir de esta agonía que me provocaban los estudiantes y profesores cómodos en sus castillos de marfil. Es cierto que apliqué a la carrera de derecho motivado por mi padre, una motivación más dineraria que idealista. Sin embargo, desde el primer año que vi las asignaturas me propuse concretar un sueño más sencillo, algo planificado de cierta manera, pero simple. Quería lograr la titulación para asistir a los desposeídos; estaba en tercer año de la carrera y cursaba mis prácticas en el Bufete Jurídico de la Universidad Centroamericana. Una de las mejoras instituciones del país, con becas para estudiantes de todas las carreras. Eso es lo que decían.

            Mi problema continuaba y el desastre de mi incapacidad para mejorar con mis ideas de vergüenza, era insoportable, cada día me sentía abrumado por estos pensamientos, la vergüenza de no poder ser como los demás, no por sus pensamientos, sino, como he señalado, poder actuar con normalidad ante las situaciones que requieren altas habilidades sociales. Mi desempeño mejoraría aún más si dejara de pensar en las bromas de los demás como algo serio, es complejo, porque he escuchado tantas tonterías de muchas personas que no sé si clasificarlas como convicciones de magnitud o la mera edad que interviene con tanas hormonas encendidas. Es posible que el apogeo de las emociones distorsionen nuestra identidad, y esas emociones nos lleven a ideas superfluas destinadas a fracasar mediante un meticuloso estudio de las ciencias jurídicas. Mis consideraciones son pertinentes para mí mismo, no encuentro ninguna relevancia hacerle entender a los demás sus errores. Me basta con mi estado de incapacidad, a veces hasta me alegra no participar en discusiones fútiles, discusiones que lleva al desvarío.

            En esos días apenas me preocupaba mejorar mis apretones de manos, todavía pensaba al cansancio cómo resolvería mi asunto; un asunto que me fastidiaba cada día y la única opción parecía el claustro o la esquizofrenia auto diagnosticada. Quería desenvolverme y transitar por este mundo de una manera más relajada, sin embargo, todo era un flujo de pensamientos constantes acerca de mis incapacidades, acerca de todas las materias de las ciencias sociales que me llevaban a pensar en un mundo diferente, un mundo donde las personas que somos incapaces de saludar sin pensar en nuestra autoestima, pueden estrecharse la mano como hermanos sin ninguna riña o intensión de superioridad intelectual.

            A veces pensaba en un maestro, uno que pudiera guiarme a través de las sendas de un nuevo camino, un camino superior al que transitaba. Pero desconocía ese maestro de la vida, el único ejemplo era mi padre, un relojero que leía a Baruch Spinoza y lo aplicaba a su vida, no entendía sus ideas, pero de algo estaba seguro, las profecías son de individuos con gran imaginación, y eso era lo que sucedía con mis compañeros de clase, creían ser estandarte de los demás, como si quisieran ser seguidos.

            En verdad era algo bueno que nadie me tomara en cuenta, porque no quería ser estandarte ni tampoco un profeta. Lo mejor era estar bajo perfil, así pensaba, porque era mi forma de protegerme de los demás. Al final de cuenta, quién podría prestar atención a alguien que apenas balbucea o le entrega un papel a la cajera del cafetín para ordenar el almuerzo. Me veía como un sujeto desechado, pero no quiero hacerme la víctima, lo mejor era continuar y hacer lo mejor que pudiera con mis capacidades y ciertas habilidades como la desintegración del pensamiento a partir de los textos y manuales que leía en clase y en la biblioteca.

            Aunque nada parecía ser suficiente ante mi problema de comunicación con los demás; podía leer durante cuatro horas alguna novela y me encerraba en las ideas que discurrían ante mis ojos, creía de alguna manera mientras leía los diálogos de los personajes, que estos tenían grandes habilidades sociales, pero no Roskalnikov, a pesar de sus habilidades notorias para hablar con los demás sin ningún impedimento, tenía problemas más graves que los míos. Sin embargo, tenía la certeza de ser un hombre capaz, un hombre que puede dialogar de manera fluida sin detenerse a pensar en cómo saludar a los demás. Es alguien de admirar, por eso leía novelas para memorizar diálogos y enfocarme en planificar mi estrategia verbalizada.

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