Ideas para cambiar al mundo

 

-3 de Marzo de 2017-

Persianas cerradas. Luz apagada. Puerta con seguro. El ambiente perfecto ha sido dispuesto.

Andrés respira hondo y truena los dedos sobre el tablero de su computadora. Está listo para seguir trabajando. Con gran parsimonia y lentitud, prende el CPU de su equipo. La máquina arranca de inmediato, sin animaciones de carga ni algún logotipo aburrido parpadeando.

La pantalla, aunque encendida, se muestra completamente negra. Solo un pequeño guion blanco centelleante rompe la monotonía del ambiente virtual.

Sin aguardar ni un segundo más, Andrés comienza a teclear frenéticamente un código que parece no tener ni pies ni cabeza. Solo toma breves descansos para tomar un sorbo de refresco de naranja o comer un bocado de uno de sus platillos preferidos: pizza fría.

De pronto, tras cuatro horas de trabajo continúo, una sonrisa se dibuja en su rostro. La redacción del código ha sido terminada, ahora solo falta compilarlo. Una rápida sucesión de teclas da inicio al proceso. El pronóstico de tiempo para la tarea de compilación marca 118 minutos.

Es demasiado, necesita matar el tiempo con algo para no volverse loco. Lo mejor será salir de su cuarto y visitar la tienda de la esquina para comprar algunas sopas instantáneas, su otra debilidad. Toma su chamarra de mezclilla con el roedor amarillo bordado en la espalda y abre la puerta que conecta a “su mundo” con la casa de sus padres.

El sol que entra por la ventana del cuarto de su hermana Amalia le pega de lleno en el rostro. Se talla los ojos y sin querer se le escapa un estornudo. Refunfuña un poco para sí. Detesta ser tan enfermizo, pero ¿Qué se le va a hacer? Algunos nacen deportistas y vigorosos, y otros nacen ñoños y debiluchos.

Así es la vida, y difícilmente va a cambiar.

Baja las escaleras pisando con cuidado. No quiere hacer notar a ninguno de los otros ocupantes del hogar que va a salir. Cuando cree que lo ha logrado porque llegó al picaporte de la puerta sin ser descubierto, una voz empalagosa e infantil le taladra los oídos:

—¡Andy! ¿A dónde vas? ¿A la tienda? ¿Me llevas?

Andrés mira con cansancio a la dueña de la vocecita. Es Amalia, su hermana menor. Solo tiene 6 años, pero aun así nada se le escapa, pareciera que tiene un radar en la frente que le indica de forma permanente donde están los demás miembros de la familia.

—Voy rápido… mejor te traigo algo si quieres…— responde con desgano.

—¡No! Quiero ir, ya me aburrí aquí… Adriana no me hace caso, mi mamá ya entró en “modo cocina” y no hay nada en la tele…

—De acuerdo, pero vamos “de volada” y sin hablar. No tengo ganas de interacción humana — advierte Andrés, sabiendo de antemano que no va a servir de nada.

— ¡Sale! Prometo no hablar en todo el camino. — agrega la niña.

La puerta se abre y la pequeña sale brincoteando. Apenas pisa la calle, comienza a hablar de forma descontrolada sobre mil asuntos que para Andrés no tienen la menor importancia: su maestra, sus amigas, las compañeras del otro “primero”, un juego de futbol que terminó en un injusto empate, la más nueva de las muñecas de la liga de héroes payaso…

Andrés no se esfuerza en fingir interés. Su cara de aburrimiento y hartazgo parecerían suficientes para detener cualquier intento de conversación, sin embargo, no funcionan en este caso. Amalia admira a Andrés más que a nadie en el mundo, y unos segundos de su atención —aunque sean cedidos de mala gana— tienen un significado más que especial para ella.

Cuando se disponen a dar vuelta en la esquina de Topazas y Faisanes, una motocicleta cruza frente a ellos a gran velocidad. La niña pega un brinco por el susto y Andrés la sujeta muy fuerte de la mano. “Es extraño” piensa.

¿Qué carajo hace una moto circulando por la banqueta?

Su hermana le sujeta el brazo con fuerza. Caminan con cautela hacia la tienda y apenas llegar encuentran a la señora Martha desecha y sumida en llanto. Nada que tenga que ver con emociones es del gusto de Andrés, así que se mantiene en el marco de la puerta sin mover un músculo. Amalia, en cambio, es sumamente emotiva y empática. Sin dudar ni un segundo, corre hacia la señora y le pregunta que sucede.

¡Me acaban de robar! — dice entre llanto y llanto. Andrés resopla de fastidio y finalmente se acerca. Consuela a Doña Martha lo mejor que puede y le pregunta que pasó.

La señora se enjuga las lágrimas y comienza a relatar su historia:

Dos muchachos desconocidos entraron a la tienda. Se le hizo raro, porque ambos traían las manos dentro de los bolsillos de sus chamarras. Además, eran las tres de la tarde, ¿Quién en su sano juicio usaría suéter o chamarra a esa hora del día?

Luego, en un suspiro, tiraron algunos “displays” con mercancía: uno de botanas y otro de pan dulce. Presa de la confusión y el enojo, salió a “regañar” a los muchachos. No lo hubiera hecho… en cuanto estuvo cerca de uno que tenía “los pelos parados”, una navaja se posó sobre su cuello.

El miedo la paralizó y fue incapaz de gritar siquiera. Así que mientras uno la tenía amenazada, el otro se metió tras el mostrador y se llevó todo el dinero de la cuenta del día. También sustrajo su celular, ese tan bonito que la había regalado su esposo el día de las madres… luego pusieron todas las cajas de cigarros en un morral que llevaban y la empujaron al suelo. Todavía ahí uno de ellos le dio una patada en el brazo.

Y así, sin más, se escaparon en una moto que estaba estacionada afuera del local.

¿Por qué no llama a la policía? — pregunta inocentemente la pequeña Amalia. La señora niega con la cabeza y se seca los últimos residuos del llanto con su delantal mientras dice:

¿Para qué? Esos ni hacen nada…

La niña busca apoyo en su hermano, pero este no dice nada. Él sabe muy bien que la señora Martha tiene razón. En un gesto de educación y solidaridad, Andrés y Amalia ayudan a levantar el producto y los exhibidores que están tirados en el suelo. Luego, el joven le aconseja a la tendera cerrar temprano. Doña Martha accede.

Cuando están a punto de salir, Andrés da la vuelta y se ofrece a rastrear el teléfono robado.

Para al menos m****r una señal que lo deje inservible— dice con resignación.

La señora agradece el gesto y anota el número en un papel de estraza que en otro momento serviría para despachar longaniza.

Andrés sonríe y toma de la mano a su hermana. Salen de la tienda con pasos pequeños y caminan sin decir palabra hasta su casa. Antes de entrar, su hermanita lo mira y le pregunta por qué está sonriendo.

Por nada, Amalia— dice Andrés—. Por nada.

***

De vuelta en su habitación, Andrés mira el monitor de su computadora con creciente desesperación. El porcentaje de compilado es del 97%. Aún faltan algunos minutos para que la tarea esté completa. Su pulso se acelera. Eso no está bien.

Se levanta de la cómoda silla y respira hondo cinco veces. Los latidos de su corazón vuelven a estabilizarse. Cierra los ojos y pasa saliva. Un pulso alterado no es bueno en ningún caso, menos si tu corazón ha cargado un marcapasos desde los 6 años.

Un pitido lo saca de sus ensoñaciones. El código está listo. “¡Es increíble!” piensa Andrés mientras observa la pantalla con un numero 100 parpadeante. Al fin las noches de desvelo han valido la pena. Bueno, al menos eso parece, va a ser necesario probar la eficiencia del código con una “misión de campo”.

Vuelve a tomar asiento frente a la computadora y saca un papel de su bolsillo. Es el número del celular robado de Doña Martha, la tendera.

Es ahora o nunca— dice en voz alta para darse valor.

Luego ejecuta algunos comandos en el teclado y una pantalla multicolor con imágenes en alta definición hace su aparición. Hay cinco cuadros vacíos que contienen diferentes leyendas en forma de encabezado: <<Modelo del equipo>>, <<Nivel de Batería>>, <<Ubicación satelital>>, <<Cámara Frontal>> y <<Cámara trasera>>

Una pequeña barra de búsqueda se alza con timidez en la esquina superior derecha. Andrés posiciona el cursor sobre ella y digita los 8 números del celular de su vecina comerciante. Los cuadros vacíos comienzan a llenarse poco a poco. En ‘modelo del equipo’ aparecen las siglas ZMX-444 y una fotografía de un teléfono móvil con una pantalla gigantesca enmarcada por una carcasa naranja. Andrés deja escapar un bufido; es bastante notorio que la apariencia de aquel aparato le desagrada bastante.

En ‘nivel de batería’ puede apreciarse un grande y claro <<98%>>

La ventana de ubicación satelital muestra la intersección entre Hidalgo y Avenida Palomas: es una tienda de conveniencia. Los maleantes de seguro se están preparando para un nuevo asalto.

Finalmente, los cuadros de cámara frontal y trasera comienzan a transmitir algunas imágenes: el lente posterior muestra un anuncio bastante grande con el logotipo de la tienda, mientras la cámara delantera enfoca con nitidez a un par de jóvenes con sendas gorras negras y gafas oscuras.

Andrés sonríe y hace como si los saludara.

Los tipos siguen mirando fijamente a la cámara del teléfono. Se colocan con el cuerpo de lado para que la foto que planean tomar este completa. Ponen su “mejor cara” y sonríen mientras hacen una especie de seña con las manos.

La “selfie” está punto de ser tomada. Andrés se muerde las uñas de la emoción. Algo maravillosamente “hermoso” —según su particular concepción de la vida— está a punto de suceder…

El obturador suena.

La foto es capturada y le llega a Andrés por correo electrónico. Luego la imagen y la señal se pierden. La conexión con el teléfono robado ha terminado. Pareciera ser que la “misión de campo” ha sido un fracaso.

¿O no? Andrés salta de su asiento y hace una seña triunfal. Se sujeta el cabello con fuerza y se soba la frente sin dejar de sonreír. Luego dirige su mirada hacia el monitor vacío y dice para sí:

No puedo creerlo. Funcionó… ¡Funcionó!

***

Cuatro patrullas del cuadrante 21 llegan rápidamente a la esquina de Hidalgo y Palomas. Los vecinos han reportado una fuerte detonación y una motocicleta incendiada justo afuera del minisúper OTTO.

Cuando los oficiales bajan de sus vehículos, se enfrentan a algo que jamás pensaron ver: dos cuerpos calcinados yacen junto a los restos de una motocicleta. Miran a hacia todos lados esperando encontrar alguna explicación a lo que está ocurriendo frente a sus ojos, pero no la hay. Uno de ellos se anima a aventurar que “tal vez el tanque de gas de la moto explotó”. Los demás no están convencidos, pero no encuentran otra explicación. 

Confundidos, intentan interrogar a los curiosos que rodean la escena del crimen. Nadie sabe nada, aunque la mayoría de ellos traen cubetas vacías en las manos.

Seguramente el incendio se estaba saliendo de control y los vecinos lo apagaron— dice uno de los policías municipales. Sus compañeros asienten tímidamente. Rodean a los cadáveres con una frágil cinta plástica amarilla y llaman a los agentes ministeriales.

Cuando finalmente alguien toma su llamada, el oficial a cargo de la escena atina a decir con la voz entrecortada:

—No me va a creer esto, mi Lic., pero parece que aquí frente al OTTO acaba de explotar una bomba…

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