La leyenda del príncipe Falco
La leyenda del príncipe Falco
Por: MAB
Capítulo 1: Inicia el viaje.

El olor a grasa quemada inundaba el santuario. La Reina, con su propia mano, había sacrificado a cincuenta corderos blancos, los mejores de su rebaño. Con gran esfuerzo, los apiló uno por uno sobre un montículo de leña de sándalo y prendió la hoguera. Rezaba. Su cuerpo exhausto, bañado de la sangre de los corderos que caía como lluvia desde su ropa formando un charco a sus pies, temblaba. Sabía que la decisión estaba tomada, nada la cambiaría. Se desplomó de rodillas, la cara contra el piso absorbiendo la sangre por sus poros, entrando en su nariz al respirar, en su boca; sollozaba. Quizás los dioses permitiesen un final feliz.

Amanecía.

El cielo teñido de naranja, con matices rojizos y rosados brindaba un amanecer admirable. Una suave brisa hacía ondear la roja cabellera de un hombre robusto. Era Gerbas, el Rey de Valle Blanco. Sus ojos estaban fijos en ese sol saliente, que asomaba poco a apoco alumbrando un nuevo día, con una luz que se reflejaba una y otra vez sobre los enormes salitrales que cubrían su reino, brindando un espectáculo único. 

El rey Gerbas recordaba. Hacía cuatro años que se había casado con la mujer que amaba; ese día, el amanecer había sido igualmente bello. En su expresión se mezclaba la felicidad del recuerdo, se había casado con la mujer que amaba desde la niñez, privilegio extraño en la realeza, y la tristeza, ya que frente a él, a unos doscientos metros, tenía el ejército más poderoso, brutal y tenebroso que jamás hubiese existido. 

El grito de los hombres se mezclaba con el de las bestias quebrando la belleza del amanecer.

Era el ejército del rey Morok, un minotauro sediento de venganza. Minotauros, centauros, trolls, y orcos formaban parte de su ejército, además de hombres de reinos aliados o caídos en guerra.

Le había tomado mucho tiempo a Morok llegar hasta ahí, conquistando reinos pequeños, sumando armas y soldados, hasta ir avanzando y arrasando con todo a su paso para llegar a su objetivo principal: el rey Gerbas. Último escalón de su venganza.  Muchos años atrás, Gerbas lo había enviado al exilio junto a su compañera y esposa, desde entonces, el odio hacia la raza humana y la sed de venganza fue su motor y único motivo que sustentaba su vida.

El aire estaba denso, los soldados comenzaban a ponerse nerviosos, tenían miedo. El rey Gerbas cabalgó con su caballo blanco hasta el centro de ambos ejércitos y esperó al minotauro, quien se acercaba a paso lento pero firme. Cuando llegó a su lado, Morok se inclinó ante el rey de los humanos y acarició a su caballo que se paró en sus patas traseras, relinchando asustado de la bestia que tenía enfrente.

_Gerbas, tanto tiempo ha pasado.- Mirando a los ojos del rey continuó hablando.- Los años se notan en tu rostro ya.

_Sí, ya no soy un jovencito Morok, pero los años me trajeron experiencia.- El minotauro asintió con su cabeza. - Acabemos con la cortesía, no estás aquí como invitado y, a juzgar por el desastre has dejado a tu paso, no vienes a forjar una alianza.

_Y a juzgar por el pasado, te faltó decir. - La bestia caminaba alrededor del rey y el caballo giraba en círculos nervioso sin darle la espalda.- Sabes, mi compañera murió luego del exilio, nos arrojaste a las Montañas de Fuego sin nada, no había vegetación ni animales que cazar, tampoco armas para hacerlo… ella murió de hambre Gerbas, y con ella nuestro hijo en su vientre.

El minotauro, que ahora le daba la espalda al rey, había quedado absorto en sus pensamientos, con ojos vacíos que pronto se humedecieron por los recuerdos. Gerbas volvió a fijarse en el amanecer, quizás el último que viese, su rostro ajado por el paso del tiempo estaba cubierto por una barba tupida tan roja como su cabellera, ambas, cabellera y barba, parecían la continuación del reflejo del sol en los salitrales. Si Morok hubiese estado más cerca hubiese podido ver el brillo de comprensión y arrepentimiento que iluminó por un segundo sus ojos. Comprendía que él era el culpable de que la oscuridad descendiera sobre las tierras del hombre, una decisión del pasado, tomada sin sabiduría y de manera impulsiva había sembrado odio y noche en el corazón del minotauro; una enorme negrura ante la que todo hombre sucumbía.

_ Realmente lo siento mucho Morok, era un muchacho en ese entonces….

_ No, no, tranquilo, amigo mío- lo interrumpió el minotauro –, ya tengo la solución. Verás, no sólo se trata de tomar tu reino, claro está que voy a matarte, eso ya lo sabes, pero, me enteré que tienes un hijo, un pequeño bebé aún- sonrió con malicia y miró fijamente a su enemigo a los ojos -. Voy a encadenarte, delante de los sobrevivientes del reino, y todos… No, tu…tu observaras, como devoro a tu hijo mientras aún está con vida.- El rostro del rey Gerbas se desfiguró y palideció - Lo escucharás llorar y te prometo que no será rápido. Empezaré por los pies e iré subiendo de a poco. Pero tranquilo, viejo amigo, te lanzaré su cabeza como recuerdo.

Gerbas giró su caballo dirigiéndose hacia sus hombres con la risa del minotauro haciendo eco en el campo de batalla. Mientras el semental blanco volaba arrancando pasto bajo sus cascos, el hombre levantó su brazo derecho en el aire sobre su cabeza y lo bajó en forma horizontal dejándolo allí unos momentos. Morok observó como unos guerreros salieron a toda velocidad alejándose del campo de batalla. La bestia lanzó un aullido ensordecedor y su ejército se abalanzó hacia delante. La guerra había comenzado.

Los guerreros que se alejaban eran la guardia real, se dirigían a toda velocidad al palacio. Cuando llegaron allí una mujer los esperaba con bolsones que cargaron en los caballos, pero lo más importante, una canasta de tela con un bebé en ella, era el hijo de Gerbas, el príncipe Falco.

_¿Ya partirán, Nana?- pregunto Anroc, el capitán de la guardia real- Deben hacerlo pronto, si ese minotauro llega a palacio, usted será una de las primeras víctimas para averiguar dónde está el Príncipe.

_Sí, señor, ya tengo todo listo, las doncellas y yo partiremos al norte, varios guardias y algunas familias vendrán con nosotras, , cruzaremos los salitrales. Somos los últimos ya.

_Los salitrales, no será agradable pero si lo más rápido. ¿Y la Reina?

_En el santuario. Se niega a irse sin su esposo y su hijo, no hubo forma de convencerla. 

_Adiós.- Por un instante las lágrimas velaron los ojos del capitán.- Si nuestra misión tiene éxito, tal vez nos encontremos algún día. Cuídese mucho, Nana.

El capitán se despidió de la niñera y partió con sus hombres. 

El dolor había sido tal que llegó a pensar que sus entrañas se desgarraban en mil pedazos. El trabajo de parto llevaba más de diez horas, la extenuación había alcanzado un punto en que ya no podía diferenciar entre pensar y sentir. Varias veces la partera había empujado sobre su panza en vano, el príncipe se había negado a nacer. La reina estaba de rodillas, en el santuario, recordaba. La sangre había caído de su cuerpo ese día como ahora de sus ropas. Cayó al piso de costado en un charco de sangre animal, el recuerdo era tan intenso que el dolor le abrazaba las entrañas como aquel día, llevó las piernas hacia su panza y, mecánicamente, fantasmalmente, empezó a pujar. El humo del sacrificio seguía elevándose hacia el cielo. Inesperadamente, un berrido corto y enérgico, más parecido a un gruñido de reproche, había anunciado el nacimiento. Prontamente, la partera lo había acostado en una cama lateral y el médico real le había atado y cortado el cordón umbilical. Algo lo preocupaba, habían retirado la placenta pero la Reina seguía sangrando, un manantial color vino se derramaba entre sus piernas. La partera había retirado rápido al príncipe para que el médico se ocupase de su madre. Cosa extraña, el recién nacido había comenzado a llorar. El médico había puesto emplastos de hierbas sobre la panza de la parturienta y con un gran hisopo introdujo sal por el canal de parto para cauterizar las posibles heridas. Los gritos del bebé se habían mezclado con los de su madre. A medida que recordaba, la Reina giraba en el suelo, todo su cuerpo había quedado impregnado en la sangre de los corderos. Desde afuera, entraban al santuario los ruidos del combate. Su hijo ya estaría lejos, lo habían separado de su vientre para siempre. 

Avanzaron por los senderos del reino hasta llegar al bosque, allí abandonaron los caminos y le ataron retazos de tela a las patas de los caballos para disimular sus huellas confundiéndolas con las de otros animales. Habían pasado varias horas desde que partieron del palacio, y el bebé despertó. En ese momento lo cargaba Neels, el arquero de la guardia y uno de los más jóvenes, acomodó al príncipe para que viera el paisaje y mantenerlo calmado. Lo acompañaban Mhur, de cabellera y barbas rojas como las del rey Gerbas, alto de gran contextura física, un hombre muy fuerte cuya especialidad era el hacha, tenía una grande colgada en su espalda y dos más pequeñas en la cintura, se decía que había vivido entre gigantes; luego estaban Landor y Varkal, hermanos no muy altos pero fornidos, muy parecidos entre sí, ellos portaban espadas enormes que blandían con ambas manos, capaces de matar un jinete con su caballo al mismo tiempo; el experto en cuchillos era Lassender, de tez muy blanca y penetrantes ojos azules, lanzador con increíble puntería, también portaba una espada aunque más angosta y no tan larga, pero muy veloz; el arquero del grupo era Neels, el más joven de todos, tenía una puntería increíble, se decía  que su arco había sido forjado por los elfos; cerraba el grupo Anroc, el capitán, cabello y barba oscura, el portaba una espada corta y robusta, era el más diestro en combate puesto que había entrenado en todas las tierras de los hombres e incluso en tierras de bestias. Guerreros formidables dispuestos a cumplir con la última misión que su Rey les había encomendado, salvar a su hijo y procurarle una larga vida. Aunque, para ello, tuviesen que dejar de lado su propia vida. 

El sol estaba en lo más alto cuando el bebé comenzó a llorar. Lassender lo tomó en brazos y lo acunó pero siguió inquieto.

_Debe tener hambre- comentó Varkal-. De hecho, yo también tengo.

_Sí, pero ¿quién va a alimentarlo?

Las pregunta de Landor detuvo a los jinetes. Era cierto, ellos eran guerreros y ninguno tenía hijos, no sabían cómo cuidar a un niño. Anroc ordenó descender de los caballos para dejarlos descansar y alimentarse, pero no podrían demorarse mucho, cuanto más rápido salieran de Valle Blanco sería mejor. Mhur se hizo cargo de Falco, y con gran habilidad, para sorpresa de todos, luego de alimentarlo lo cargó en brazos y camino con él acunándolo. El príncipe jugaba con la barba del robusto guerrero y reía mientras este le hacía cosquillas. Luego de un buen descanso, emprendieron su camino. Los hombres marchaban a buen ritmo y en silencio, con una angustia que les oprimía el pecho, dejaron todo atrás, y a todos. 

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