Ella apoyó la cabeza en el brazo de su esposo, que le servía de almohada más suave y cálida que cualquier otra. Él la estrechó entre sus brazos, sintiendo su respiración tranquila y su cabello sedoso.
—No te soltaré, mi amor. Te lo prometo —susurró él, besando su frente.
Se sentía feliz de poder abrazar a su esposa así, sin malicia ni vergüenza, solo con ternura y cariño.
Pero también sentía curiosidad por probar algo que había visto en un mensaje de su amigo en el grupo de W******p. Algo que supuestamente hacía que las mujeres se derritieran de amor.
Así que, con una voz suave y melosa, le dijo al oído:
—Esposa...
Ella no contestó. Parecía dormida.
Él insistió, imitando el tono de un demonio travieso de una serie de televisión:
—Cariñito...
Ella siguió sin responder.
Él se armó de valor y soltó la frase que su amigo le había recomendado:
—¿Amor de mi vida?
Ella abrió los ojos de golpe, sorprendida y confundida. ¿Qué le estaba diciendo? ¿Se había contagiado de alguna enfermedad después