Esa noche, el aire olía a tormenta. El cielo se había cubierto de nubes densas, y el viento golpeaba las ventanas del pequeño departamento. Valeria intentaba dormir, pero su cuerpo se negaba al descanso. Había algo en el silencio… algo que no era normal.
Se levantó despacio, sin despertar a Gabriel, y caminó hasta la ventana del salón. Las luces de la calle parpadeaban. En un momento, creyó ver una sombra junto al edificio de enfrente. Se congeló.
—Gabriel… —susurró apenas, volviendo la vista hacia la habitación.
Él ya estaba de pie, alerta. Había sentido lo mismo. Caminó hacia la ventana y apartó la cortina solo un poco. La sombra seguía allí, inmóvil, como si esperara ser vista.
Gabriel tomó el teléfono y marcó un número rápido.
—Está aquí —dijo con voz baja—. Sí, lo sé. Aseguren las salidas.
Valeria lo observaba, con las manos apretadas contra el pecho.
—¿Es él?
Gabriel asintió. —O alguien que trabaja para él.
De pronto, un golpe seco sonó en la puerta. Tres golpes. Fuertes. Precis