El sol de la mañana se filtraba suavemente por las ventanas de la cabaña, pintando el suelo de madera con franjas doradas. El aroma a café recién hecho y a leña quemada llenaba el aire, una fragancia de hogar y paz que no había sentido en mucho tiempo. Me desperté acurrucada contra Leonardo, su brazo protector alrededor de mi cintura, su respiración suave en mi cabello. Por un momento, me permití olvidar el mundo exterior, las amenazas, los planes, y simplemente disfrutar de la calidez de su presencia.
Elara y Benjamín ya estaban despiertos, moviéndose con una quietud respetuosa, preparando el desayuno. Su discreción era un regalo, un espacio para que nosotros dos pudiéramos sanar y reconectar. Cuando Leonardo abrió los ojos, sus pupilas oscuras se encontraron con las mías, y una sonrisa lenta y tierna se extendió por su rostro.
—Buenos días, Catalina —murmuró, su voz aún ronca por el sueño.
—Buenos días, Leonardo —respondí, mi corazón hinchándose de una felicidad que creí perdida.
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