Julio y Jaime no bebieron mucho y pronto abandonaron el bar. Julio volvió temprano y esperó noticias. Ya había enviado el mensaje y Diego, sin duda, pasaría a la acción. Con una moneda de cambio tan grande en manos de Julio, Diego no se quedaría quieto.
Caía la noche y Jairo Ortiz se agazapaba en un rincón. La oscuridad era total y se sentía desesperado. Había pasado mucho tiempo desde que lo atraparon y ya no podía distinguir entre el día y la noche.
Aun así, apretó los dientes y se negó a desenmascarar a Diego: creía en su jefe. Confiaba en que vendría a salvarle. Fue esta confianza la que le mantuvo en pie hasta ahora. De lo contrario, cuando Lucía lo torturaba, se habría derrumbado hace tiempo.
Unos pasos resonaron en la oscuridad y Jairo se puso alerta de inmediato.
—¡Julio! ¿Qué haces aquí? Ya te he dicho que no diré nada.
Aunque aún no había visto a la persona, Jairo adivinó que era Julio. Al fin y al cabo, este era el territorio del hombre, y estaba ansioso por obtener su