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A Mateo lo habían elegido entre varios para trabajar con “El Diablo”, el pandillero más temido de toda Santa Rosita. Las razones sobraban. Desde pequeño no había habido un muchacho en toda la región que demostrara tener tanto aplomo y al mismo tiempo, tanto desprecio por la ley como él. Había empezado con cosas pequeñas, tales como robarse un puñado de dulces o una bolsa de papas de alguno de los puestos del mercado local. Pero el muchacho estaba más que seguro de que de esos robos no iba a salir jamás dinero suficiente para dejar ese pueblito de porquería. Él tenía amigos mucho mayores que siempre le andaban diciendo que no fuera cobarde, que se dejara de niñerías y se juntara con ellos para atreverse a dar golpes mucho más grandes.

—Hijo, tú vales para algo más—le había dicho mil y una veces el señor Terrence, su maestro de Inglés de la secundaria— Sigue estudiando y no te juntes con esos chavos y verás que te espera algo mejor.

—Ojalá así fuera, maestro—respondía siempre el muchacho, tragándose la desilusión que se le escapaba a cada segundo por la mirada. —Pero las cosas son muy distintas para los que crecimos en el barrio que como lo son para usted.

“Eres muy listo” “Si te apuraras más en la escuela, seguro podrías conseguir una beca”, le decían siempre sus profesores o los amigos de sus papás. Sin embargo, ninguno de ellos se detenía jamás para preguntarse si a él o a sus hermanos se les ofrecía algo… Honestamente, ni siquiera se detenían a escucharlos por cinco minutos. Él sabía que la única opción para sobrevivir era escapar de allí a costa de lo que fuera. No había lugar para sentir miedo. Ahora era el momento en el que tenía que arriesgarlo todo.

Después de pedirle consejo a los malandros del barrio, que en su mayoría eran muchachitos menores de veinticinco años que ya tenían en su haber alguna visita a la cárcel, se animó a hacer lo indecible. Un amigo de él, al que le decían “El Globo”, fue el que le consiguió una pistola adquirida en el mercado negro. Comenzó a afinar su puntería en un terreno vacío al que los vecinos iban solamente a tirar b****a. Al poco tiempo se sintió más que listo para dar su primer golpe. Con la ayuda de un muchacho de nombre Juan José, se armó de suficiente valor para asaltar un autobús público. Eligió una zona bastante lejana a su casa para llevar a cabo el atraco. Se imaginaba que así, de cierta manera, se evitaría ser reconocido por alguna persona cercana a su familia y sobre todo, evitaría hacerle daño a alguna persona de extracción humilde, como lo eran la mayoría de sus vecinos. Tuvo éxito en el primer atraco. Nadie salió herido y él y su compañero se llevaron un buen botín.

Eso lo envalentonó para seguir adelante. Poco a poco se fue atreviendo a robos más grandes. Nunca lo atrapaban gracias a su enrome agilidad. Esa reputación pronto le ganó un buen nombre en el mundillo criminal de la ciudad, tanto así que “El Diablo” no dudó en contratarlo para su grupo de ladrones. Los primeros encargos que su nuevo jefe le dejó eran sencillos, tales como recolectar las cuotas de protección de los vendedores locales o grafitear en las zonas de pandillas rivales. Pero pronto, los trabajos fueron subiendo de dificultad, hasta que “El Diablo” le encargó a él y a otros cuatro chicos, ir al escondite de una pandilla rival e intentar tratar de interceptar un cargamento de polvo blanco que les iba a llegar a altas horas de la noche. Mateo tenía muchas dudas al respecto, pero finalmente aceptó. Sabía que esa podía ser la oportunidad que él y su chica estaban esperando para salir de la pobreza que los asfixiaba a cada segundo.

El día del atraco, él no le comento nada a sus padres, porque sabía que realmente no les habría importado mucho si él muriera. Pero sí se despidió de sus hermanitos con un cariño especial

— ¿A dónde vas? —Lo cuestionó Diana, la más pequeña. —Te ves muy asustado

—Voy a hacer un pequeño trabajito, nena—replicó él, haciendo un esfuerzo por sonreír lo más naturalmente posible—De seguro, no me va a pasar nada malo, pero por si las dudas, te quiero mucho.

—Yo también, Mateo—sonrió la niña, abrazándolo con inmensa ternura—Eres mi hermano favorito.

—Yo también te adoro, flaca. Si por algún motivo no regresara, por favor, sé muy valiente y no permitas que los demás se metan de cosas malas. ¿Me lo prometes?

—Te lo prometo. —sonrió Diana haciendo un pequeño saludo militar— ¿Pero cuáles cosas malas?

—Esas cosas malas que hacen que muchas personas terminen en la ´carcel….

— ¡Oh no! Te prometo que nadie de esta familia va a terminar en ese lugar tan feo.

Al escuchar a la más pequeña de la casa decir esas palabras, el joven tuvo que hacer un esfuerzo brutal para evitar que una lágrima se le escapara de esos grandes ojos marrones que tanto le gustaban a su novia Kim.

El muchacho llegó al sitio en el que ya lo estaban esperando los demás. En perfecto silencio, se persignó y miró al cielo por un par de segundos. Todo tenía que salir bien

Sin embargo, por mucho sigilo que pusieron los muchachos del “Diablo” y por mucha ropa oscura que llevaran puesta para no llamar la atención, los de la otra pandilla no tardaron en darse cuenta de que era extremadamente sospechoso que a esa hora un grupo de jovencitos estuviera rondando por esos lares. Y corrieron la voz de alarma cuando uno de ellos recordó haber visto a uno de esos mozalbetes cerca de un incendio local que se le atribuyó a la gente del “Diablo”. Sin dudarlo, cargaron sus armas y se enfilaron a perseguir a los que intentaban infiltrarse en su escondite para robarles la mercancía que acababan de recibir.

— ¡Mateo, con un demonio, corre! —le gritó uno de los muchachos que lo acompañaba, al darse cuenta que el muchacho de grandes ojos marrones se había quedado atrás.

— ¡Me lleva! —maldijo el joven al darse cuenta de que le había dado alcance el más alto de los pandilleros rivales.

—Ahorita vas a ver lo que se ganan los que creen que es muy fácil jugar con nosotros— amenazó el gigantón.

El joven moreno sintió que cada centímetro de su piel se estremecía. No tenía otra opción más que disparar. Entrecerró los ojos y lo hizo. Una, dos y tres veces. Simplemente escuchó un desgarrador quejido, seguido por el ruido de un hombre azotando contra el piso.

— ¡Mierda, lo maté! —alcanzó a exclamar el joven, antes de salir corriendo del lugar a toda prisa.

Una vez que él se encontró lo suficientemente lejos de allí, él dio un suspiro de alivio, pensando que de nueva cuenta había librado el largo brazo de la ley. Esta vez, se equivocó. Al poco tiempo, los miembros de su propia pandilla lo entregaron a la policía. “El Diablo” los había amenazado con desquitarse con sus familiares si por culpa de alguno de ellos, él terminaba en la cárcel. Se les hizo fácil culpar al causante de la única pérdida humana de la fallida misión. Él sabía que le habría resultado imposible defenderse. “El Diablo” tenía influencias incluso adentro de la cárcel, y sabía perfectamente que los presos no iban a ser muy amables con alguien que hubiera traicionado a un señor de las grandes ligas del crimen. Su novia lloró como nunca lo había hecho, pero él, extrañamente, parecía tener una expresión extrañamente serena sobre su rostro el día en el que la policía vino por él. Obviamente, no rebosaba de alegría, pero tampoco se asomaba en su rostro algún dejo obvio de dolor o tristeza. Tal vez, en el fondo confiaba en que la buena fortuna lo ayudaría como lo había hecho desde que él era un niño, o quizás, su propio destino simplemente le daba igual.

Con ese duro golpe, Mateo aprendió una de las lecciones más importantes de su joven vida: No importa a quiénes consideres tu familia. Al final del camino, muchos de ellos te van a terminar traicionando. Y no los puedes culpar por hacer lo que más les conviene a ellos. Después de todo, la vida es una jungla en la que sólo el más fuerte sobrevive y hay que hacer lo posible para no ser tú el que perezca a manos de las fieras que a veces fingen ser parte de tu propia manada para destruirte cuando menos te lo esperes.

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