El tiempo marcaba sus pasos, y los días transcurrieron envueltos en armonía. Gracias al amor que lo rodeaba, Miguel volvió a ser un niño feliz y espontáneo. Todo parecía acomodarse en su lugar, y pronto llegó el esperado momento en que Ernesto y Gabriela finalmente se darían el “sí”.
El murmullo entre los invitados se apagó en cuanto la música nupcial comenzó a sonar. Ernesto, de pie en el altar, sintió cómo su corazón latía con fuerza dentro de su pecho. Vestía un traje negro perfectamente ajustado, con una camisa blanca inmaculada y una corbata de seda que había elegido especialmente para la ocasión. Sus manos estaban entrelazadas frente a él, pero, aun así, no lograban ocultar el leve temblor.
A su lado, Miguel y Ori esperaban ansiosos, vestidos con una ternura encantadora. Miguel, con su pequeño esmoquin negro y una pajarita que apenas lograba mantenerse derecha, sonreía con nerviosismo. Ori, con su vestido blanco vaporoso y una corona de flores sobre su cabello, sostenía un pequeñ