VIII

Y durante un mes, dos, seis, ¡quién sabe!, vivió como un autómata. Apenas si veía a Greg, y si lo veía se cambiaban los saludos de rigor y luego guardaban silencio como si temieran enfrentarse. Greg regresaba todas las noches a casa y dormía en una alcoba muy separada del dormitorio que siempre ocupó con su mujer y ésta no parecía deseosa de cambiar aquel método de vida absurdo, impropio de dos seres jóvenes que, en buena lógica, debieran esperar de la vida algo más que aquella indiferencia ofensiva. ¿Acaso le culpaba de la muerte de Dick? Ello era inaudito. El, había luchado como jamás hombre alguno luchó, junto a la cabecera de su hijo. Noches y días sin dormir, sin alimento, pensando sólo en el niño, en la enfermedad extraña que se lo arrebatara. Y ella, Kay, creía quizá que le había dejado morir como si fuer

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