Era una niña.

Su respiración era jadeante y nada tranquila en una habitación destartalada con paredes de madera que se desmoronaban. La tórrida lluvia que caía aquella mañana, algo más fría de lo habitual, le hacía temblar de frío, sobre todo por las goteras del techo, que le impedían sentirse tranquilo. El hombre, tendido en la cama como un inválido, se preguntaba si merecía la pena sentir tanto dolor por un vaso de agua que un alma buena le había servido, pero que dejó demasiado lejos para que él pudiera alcanzarlo.

Sus ojos claros se centraron en la silueta de una mujer que entró en la habitación con el rayo de luz que invadió la oscura estancia. Pero aquella voz. El dulce y aterciopelado timbre de Madson Reese que nunca podría olvidar. Entonces se puso el brazo delante de la cara y dejó al descubierto su mano, infectada por la falta de cuidado que había tenido con las heridas que Cesare Santorini le había causado al quemarle las manos. Aun así, sus ojos cansados no veían con claridad.

La mujer
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