Capitulo III

La brisa del invierno se hizo presente durante toda la mañana, una condición climática muy codiciada por los vampiros. El conde se encontraba en la sala de estar de la mísera casa de  la familia Franco acompañado de su edecán Raymond, un hombre de estatura promedio, cabello negro y ojos de color pardo oscuro que se apreciaban bajo un par de cejas pobladas. Ambos hombres aguardaban, pacientes, arropados por la disminuida intensidad de la única lámpara que no lograba iluminar toda la estancia. El silencio no era inusual. Las palabras quedaban amarradas en un nudo cada vez que la monarquía asesinaba a miembros de su tribu. En el pasado, ya lejano, los inhumanos podían  vulnerar la fortaleza del reino y salvar a su gente de la mortandad, pero luego de un tiempo era absurdo incluso fantasear con la posibilidad de hacerlo. La defensa del castillo se había consolidado. No tenían forma de penetrar al coliseo y salir airosos de una misión que se pudiera etiquetar como suicida.

El final de la espera se marcó cuando la dueña de casa se apareció por la sala de estar. Estela era una mujer de cuarenta años de edad, su cabello estaba teñido de gris y en su rostro se bordaban arrugas que la hacían ver un poco más longeva de lo que en realidad era. Estigmas de la vida que no se afanaba por ocultar.

-Lamento la demora. Acompáñenme. –Se disculpó la señora con voz temblorosa. A pesar de tener varios meses relacionándose con los vampiros, Estela no dejaba de temerles. Ambos hombres siguieron a la mujer por un extenso pasillo que los llevó hasta una habitación que no se apreciaba en mejores condiciones que el resto de la sombría morada. Los ojos de los caballeros se posaron sobre una chica, de no más de 16 años de edad, quien estaba acostada sobre su cama. La longeva enferma emitía suaves gemidos de dolor. Sonya padecía de una singular enfermedad desde hace algunos meses y su madre no contaba con los recursos suficientes para cotizar el gasto de su sanación, así que, desesperada, acudió al Conde quien se ofreció a sanarla sin ninguna remuneración a cambio. Era una medida osada, puesto que el régimen de la monarquía penalizaba a cualquier humano que tuviese contacto cercano con un vampiro y no lo reportaba a las autoridades.     

-¿Qué le sucede? – Preguntó el conde a la madre de Sonya.

-Ha sentido dolor toda la madrugada. –Informó Estela, a bordo de las lágrimas. El conde tomó una butaca de madera desgastada que encontró en un rincón de la habitación y la acercó hasta un lado de la cama para luego sentarse. Raymond prefirió esperar de pie en una esquina, aparatado. Howard bien sabía lo mucho que a su edecán le disgustaba sus labores desinteresadas hacia los humanos, pero agradecía que aún así pusiese su compañía a disposición. El conde fijó su mirada en  la joven quien apenas se podía mover de su postura, agarró su brazo y dejó salir sus afilados colmillos, seguidamente los clavó en la piel de la chica que se removió por breves segundos hasta que el dolor desapareció. La mordida de los vampiros liberaba una sustancia de principio activo, que en pequeñas cantidades actuaba como anestesiante. Si la dosis aumentaba se convertía en el letal veneno que los transformaba. Cuando terminó, el conde sacó de su abrigo un pañuelo y se limpió las pequeñas gotas de sangre que bajaban de su mentón. Después de millones de décadas coexistiendo con los humanos, era fácil controlar su deseo por la sangre. Sólo en situaciones muy excepcionales el conde perdía la cordura.

-Su afección aún no se ha desarrollado. –Comentó el vampiro. Hasta que la enfermedad de Sonya no termine de propagarse, el conde no podía hacer más que sólo aliviar sus síntomas. –Ordenaré a una amiga a que la vigile durante la noche, si no le importa. 

-Por supuesto que no.  –Dijo agradecida la señora.

            Los vampiros abandonaron la morada, Howard, particularmente, con la satisfacción de haber sido de ayuda, una vez más, para la señora Franco y su hija.

-Todavía no termino de comprender el propósito de nuestra raza. –Habló el edecán, mientras ambos caminaban uno junto al otro sin ninguna prisa. –Por qué sanamos a nuestros adversarios, cuando simplemente podemos esperar que su condición de inmortalidad los libre de nuestro paso.

-Esa indefensa adolescente no es nuestra enemiga, tampoco su familia.

- ¿Qué me dices del senil purificador que en más de una ocasión nos amenazó con asesinarnos? También debemos mostrarte misericordia.

-Así es, Raymond. –Articuló el conde, pacifico. No era la primera vez que escuchaba los disgustos y contrariedades de su edecán. –Son sólo súbditos, manipulados a conveniencia de sus amos quienes exterminan la rebeldía para mantener en calma su sistema.  

-Ellos deciden a sus amos, así como también eligen creer en lo que ellos dictan. –Dijo Raymond. Howard detuvo su andar y se puso frente a su compañero quien empezaba a mostrarse beligerante.

-Los súbditos son sólo peones que se mueven a donde dicte su rey, y la pequeña minoría que no corresponde a sus mandatos son clasificados como rebeldes. –Explicó con detenimiento Howard. –Los súbditos no son nuestros enemigos, sus líderes sí.

-¿Qué esperamos entonces? Acabemos con la falsa monarquía. –Pronunció Raymond. El conde se carcajeó suavemente y reanudó su andar.

-No te desvíes de nuestros principios. –Aconsejó a su compañero. El actual monarca era intocable hasta que su sucesor tomara las riendas del carruaje. A pesar de haber construido un falso régimen, los súbditos ya daban por sentado sus ordenanzas y  no podían destruir lo que los humanos ya creían.  

(…)

El santuario de los purificadores estaba colmado de sus más fieles creyentes quienes pronunciaban una plegaria en lengua muerta al unísono. Para los extremistas devotos, los vampiros eran demonios y la única manera de librar a la tierra de su calamidad era devolviéndolos a lugar del que escaparon, el averno.  

Con poco más de siete décadas vividas, Cedric Franco era un devoto fiel a los principios del gremio y hubiese deseado que su hija compartiera sus mismos ideales, pero no fue así, aunque lo que más le dolía al anciano hombre era el atrevimiento de su única hija al desafiar sus ideales.

-Que la piedad del Clemente los redime. –Vociferó el prelado para dar por culminada la ceremonia del día. Todos los presentes se levantaron y se acercaron hasta el superior para recibir su bendición, Cedric fue uno de los primeros en hacerlo, luego se marchó del lugar que creía sagrado.

            La morada del hombre no quedaba muy lejos del santuario al que asistía. Los desgastes de la edad no le permitían prolongar sus andares. Cruzó el deslucido jardín de la entrada, carente de flores coloridas y vida, hasta llegar a la puerta por la que penetró a su hogar. Esperó que su hija saliera a recibirlo, pero ésta nunca llegó, así que se aproximó a la habitación de su nieta donde tampoco la encontró. La curiosidad lo tomó de la mano sin embargo, Cedric la soltó justificando la ausencia de Estela con una vaga teoría como que tuvo que marcharse al mercado para hacer las compras. Se sentó en la butaca que figuraba a un lado de la cama en la que reposaba Sonya. Ella y su hija eran todo lo que el senil hombre podía presumir. En setenta años de vida, su familia fue lo único bueno que creó. El resto de sus hazañas se basaban en sus creencias extremistas que no dejaron huellas, ni ningún otro rastro firmado a su nombre. Los ojos de Cedric avistaron el brazo derecho de Sonya que se escapaba de la frazada que la cobijaba y no pudo ignorar las marcas que se pronunciaban en su antebrazo. Sus oídos advirtieron el sonar de la puerta principal abriéndose e inmediatamente abandonó la habitación de su nieta para recibir a Estela dominado por un gran enfado.            

-Permitiste que esos demonios entrarán otra vez –Le reclamó el anciano a su hija.

-La vida de mi hija me importa más que tus absurdos ideales. –Respondió Estela con serenidad. No era la primera vez que su padre se quejaba por haber enlazado vínculos con los vampiros. Luego de varios meses tratando de apaciguarlo se dio cuenta que Cedric no iba a cambiar su arcaica manera de pensar, ni siquiera al ser consciente que la vida de su nieta estaba en riesgo.  

-El día menos pensado esos demonios acabarán con esta familia.

- Sé cuánto los detestas, pero su tratamiento es realmente costoso y está es la única solución que me puede proporcionar. –Dijo Estela. Sabía que la siguiente noticia no le agradaría, pero era peor si lo tomaba por sorpresa. –Esta noche vendrá una amiga del conde para cuidar a Sonya. Te pido, por favor…

-¡Qué! –Se alarmó el longevo hombre. –Perdiste la cabeza por completo. No permitiré que mi nieta pase toda la noche al lado de un demonio chupa sangre.

-Lo lamento, pero no cambiaré mi decisión. –Vociferó con firmeza Estela sellando el final de la discusión. Cedric podía superar los límites de la obstinación con facilidad.

 Se encaminó con tenacidad a su propia habitación, sacó de un viejo cajón una hoja de papel en blanco y se propuso a escribir. El purificador era fiel a sus principios y se creía lo suficientemente cuerdo como para cometer una locura.

(…)

La noche llegó acompañada de un ligero vendaval que hacía bailar las hojas de los árboles y vivificaba su propia melodía. Víctor yacía sentado en uno de los muebles de la sala de estar, junto a él estaba Venecia y frente a ellos Debora. Los tres platicaban animadamente sobre temas sociales, aunque los pensamientos del monarca estaban más lejos, que cerca, de la realidad. Los secretos que su conciencia guardaba seguían mortificándolo y la responsabilidad que pesaba sobre la corona no lo hacía más fácil.

-Lamento ser inoportuna, señor –Pronunció una mucama del servicio, luego de una rutinaria reverencia hacia los miembros de la realeza. La joven mujer informó que tenía con ella la correspondencia. Depósito en las manos del monarca los cinco sobres de papel y se encaminó a la salida hasta que la voz de Víctor la hizo volverse.

-Estas cartas son para Don modesto. –Le dijo el monarca, devolviéndole dos de los sobres a la mucama. –Por favor, llévaselas. 

-Lo haría con mucho gusto, pero Don modesto se encuentra, ahora mismo, en su dormitorio. –Repuso la empleada.

-Yo las llevaré. –Se ofreció Debora, arrebatando de las manos de su hermano los recados. Don modesto era un hombre reservado y la privacidad de su dormitorio era inmune. Ahí escondía todo lo que en realidad era. Además de él, sólo los hermanos del trono tenían permitido entrar.

            Los ojos del monarca acompañaron a su hermana hasta que ésta se perdió en el pasillo. Adoraba verla recompuesta luego de varios días en los que no tenía ni la menor idea de lo que sucedería con ella. Eran momentos que lo llenaban de una ilusoria esperanza. Víctor se dedicó a abrir una carta tras otra, descartando aquellas que no le concernían como comunicados de otras comarcas que lo referían como invitado de honor a algún evento. La última postal logró cautivar su atención y sería el señor Cedric Franco el único que recibiría una respuesta gratificante de parte del monarca y sus vigías.

            Un conjunto de escaleras condujeron a Debora hasta la puerta de madera que limitaba el pasillo del interior de la habitación. La golpeó suavemente y aguardó con paciencia, mientras que jugueteaba con los sobres que tenía en las manos. La falta de respuesta que recibió la incitó a tocar nuevamente. Llegó a creer que el hombre a quien buscaba estaba ausente. Sus sospechas se disiparon cuando, por fin, la puerta se abrió con Don modesto asomando sólo su rostro por la pequeña apertura.     

-Señorita, ¿puedo ayudarla? –Inquirió con su voz carrasposa y tono de sabiduría.

-Te he traído unas cartas. –Extendió los sobres en dirección del anciano quien se disculpó con la chica y le manifestó que sus manos no estaban en condiciones para recibir su encomienda. Cerró la puerta no sin antes solicitarle que aguardara por unos segundos, Debora así lo hizo. Siempre opinó que era un sujeto intrigante. Recordaba con diversión que la actitud del hombre llegaba a asustarla cuando cursaba su infancia. Advirtió ruidos extraños del otro lado y luego unos pasos que se acercaban a la puerta que en instantes ya veía abierta en su totalidad.

-Lamento mi falta de cortesía. –Habló Don modesto. La menor de los hermanos Rousseau no pudo ignorar que las manos de su compañero estaban húmedas.

-¿Estabas ocupado?

-Practicaba mi pequeño pasa tiempo, no es nada de vida o muerte. –Explicó el hombre. Le permitió a Debora el acceso a su dormitorio con la intención de que dejara las cartas sobre la mesita que figuraba a un lado de su cama. La joven mujer se aproximó hacia el lugar donde le fue indicado y allí depuso los sobres. Al volverse avistó que, en un rincón de la habitación, había una mesa de tamaño medio con varios objetos encima y una pequeña tela negra que, indudablemente, cubría algo. A este grado la curiosidad de Debora ya rebosaba su capacidad.    

-¿Es eso lo que hacías? –Cuestionó señalando el espacio, el anciano asintió con la cabeza. La intriga de la mujer manipuló su andar hasta allá. Aún sabiendo que era una mala idea, Don modesto no la frenó. Debora, ya cerca de la mesa, detalló lo que bien podía distinguir como un bisturí de disección, sondas y tijeras, todo era instrumentos típicos de un especialista. Tomó con las puntas de sus dedos una esquina de la tela y despacio fue descubriendo lo que sea que hubiese abajo. La mujer nunca imaginó lo que sus ojos advirtieron: era el cadáver de un ave que estaba bañado en un destiló de color carmesí. El corazón de Debora empezó a latir con vertiginosidad y su respiración se dificultó. Padecía de lo que se conocía como el miedo irracional a la sangre. Inmediatamente soltó el trozo de tela y corrió a la salida sin medir una sola palabra. Don modesto no se inmutó de su posición, sabía cómo reaccionaría la chica, pero no deseo evitarlo. Suponía que la mejor manera de avivar su esencia natural era exponiéndola a todos sus disgustos y los miedos que su padre le había convencido tener.

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